Alfonso Crespo
Vale la pena dedicar unos momentos de reflexión para entender el verdadero significado de esta actitud, que se convierte en virtud para el creyente, ya que la amabilidad es una forma de expresar la caridad
Es un privilegio tener amigos que te recomienden la lectura de un libro. Si además te regalan un ejemplar, su lectura es una muestra de gratitud. Así sucedió con «El poder oculto de la amabilidad», de L. Lovasik. La amistad que se expresa en intercambio de libros, da calidad al diálogo y llena de sabiduría los silencios.
El título me hizo reflexionar sobre esta palabra, amabilidad, que parece en desuso en la escritura y ausente en las actitudes que envuelven las relaciones. Cuando no hemos conseguido algo que pretendíamos, pero nos hemos sentido acogidos y escuchados, solemos decir: ¡ha sido muy amable! Y espontáneamente, surge un ¡gracias! sonriente. Vale la pena dedicar unos momentos de reflexión para entender el verdadero significado de esta actitud, que se convierte en virtud para el creyente, ya que la amabilidad es una forma de expresar la caridad.
¿Cómo adquirir una actitud amable? ¿Cómo cultivar esta virtud? La amabilidad es una actitud, una virtud que brota del amor y la caridad, el primer mandamiento para el cristiano: «amaras al Señor tu Dios con todo tu corazón y al prójimo como a ti mismo». Quien ama, termina pareciéndose a la persona amada. Si amamos a Dios y nos dejamos amar por Él, nos terminamos pareciendo… Dios nos ha demostrado su amor desbordante entregándonos a su Hijo Jesucristo, hombre como nosotros. Y nosotros, le devolvemos amor siguiendo su mensaje y asimilando su forma de ser. Y una de las notas del ser de Jesucristo es la amabilidad: el intento de parecernos a él es ya una fuente de dulzura y de amabilidad. Mirar a Jesús invita a erradicar de nuestra vida la aspereza, el rencor y el sarcasmo, barreras que impiden mostrar la amabilidad, que llena de fragancia el resto de las virtudes. Dar a alguien algo mío, un simple consejo, si se hace envuelto en amabilidad hace que la persona que lo recibe lo goce doblemente: por el regalo en sí y por la envoltura que lo enriquece.
La amabilidad puede abrir corazones que parecen enroscados y obstinado en su cerrazón. Cuando alguien recibe un gesto de amabilidad, sin merecerlo, suele ablandar el corazón y le estimula a abrirse de nuevo a las relaciones creativas: con Dios y con el prójimo. Abren más puertas la amabilidad y la sonrisa que la fuerza de una patada o un insulto… Siendo amable, alientas los esfuerzos del otro en su búsqueda del bien. La amabilidad combate el desaliento de los más débiles. Hasta un «no», dicho con amabilidad, crea relación.
La amabilidad es contagiosa. Las acciones amables no acaban en sí mismas: unas llevan a otras. Un gesto amable predispone a quien lo recibe a la escucha del mensaje de quien se lo ha ofrecido: el gesto amable de Jesús, hablando con la samaritana en el brocal del pozo, predispuso a aquella mujer sedienta del goce material a reconocer en Jesús al Mesías, que le ofrece otra agua que calma la sed de eternidad; el gesto amable de Jesús invitándose a la casa del avaro Zaqueo, predispuso al avaro pecador a la conversión y a dar la mitad de sus bienes a los pobres… La amabilidad del creyente se convierte en signo misionero y evangelizador; la aspereza y la distancia crea un caparazón impermeable al Evangelio. La amabilidad purifica y ennoblece cuanto toca, porque detiene el torrente de la ira, elimina el resquemor del fracaso y enciende la ambición positiva de la superación.
La amabilidad es cortés. La cortesía es una expresión educada de respeto hacia el otro: no se queda en lo secreto del corazón, sino que se manifiesta externamente, tratando a los demás con deferencia y respeto porque están hechos, como yo, a imagen y semejanza de Dios. En la cortesía van implícitos los buenos modales, la paciencia, la solicitud, el espíritu de servicio… la amabilidad. El desprecio hace daño: una palabra ácida, un insulto o una burla duelen tanto como una bofetada. La cortesía es una finura de corazón que nada tiene que ver con la debilidad, sino que expresa la fortaleza de un carácter controlado y propenso a la generosidad y el bien del otro.
La amabilidad se expresa en círculos concéntricos de los más cercanos a los más alejados. A veces, somos más educados y atentos con las personas que no viven bajo el mismo techo o con las que no esperamos volver a coincidir que con la misma familia, los amigos más cercanos o los miembros de nuestra comunidad. Si no eres amable con los de casa, tu amabilidad con los de fuera puede ser simple afectación hipócrita. La amabilidad con los cercanos, expresada en pequeños detalles, es un perfume que ambienta la propia casa, que elude la rutina y evita la mala educación. La cortesía familiar la resumía el papa Francisco en tres palabras «amables», imprescindibles para la convivencia y que deben ser frecuentes en nuestro vocabulario: «por favor, gracias, perdón».
La amabilidad enriquece nuestra conversación: decir el nombre del otro, crea cercanía; dejarle hablar y escucharle, genera confianza; confundir u olvidar su nombre, muestra poco aprecio; hablar solo yo, bloquea al otro y lo recluye en la indiferencia. Para una persona, su nombre es el sonido más importante del idioma; sentirse escuchado, estimula su autoestima y demuestra nuestro interés por él. Un diálogo «amable» es un regalo, y, tener con quien establecerlo, un tesoro.
La amabilidad se muestra en pequeños detalles: ser puntual es decirle al otro, sin palabras: tú eres importante para mí; mantener una cita, sin cambios de última hora sin causa justificada, es expresarle al otro mi aprecio. El mensaje evangélico: «donde está tu tesoro allí está tu corazón», se puede traducir hoy: «donde está tu tiempo, allí está tu corazón», porque, hoy, el tiempo es oro. Adelantarte a saludar al otro con una sonrisa, predispone a un buen encuentro.
La amabilidad alimenta la alegría y general el buen humor. La alegría que brota del corazón sereno suele ir acompañada de un buen humor discreto, que no exige el chiste fácil, sino que genera sintonía y confianza. El buen humor nos lleva, incluso, a descubrir y aceptar las incoherencias de la propia vida y a concentrar nuestro esfuerzo no en el lamento inútil del fracaso sino en el deseo de superación. El buen humor y la sonrisa amable es una fuente de felicidad gratuita para los demás; una sonrisa cuesta poco y hace mucho: es descanso para el fatigado, luz para el abatido, un rayo de sol para el triste y el mejor remedio contra las preocupaciones.
¿Por qué no trabajar especialmente este curso la virtud de la amabilidad? Hacer un entorno más amable acrecienta las ganas de vivir. Y todos las necesitamos. Es una tarea ardua, a la vez que sencilla. Está al alcance de todos. Hazte miembro de la fraternidad de la amabilidad. Apuntarse a esta Cofradía.
Fuente: womanessentia.com