Gloria Isabel Quintana
Tibieza, miedo y complejos no caben en el mensaje acusador de una propuesta cinematográfica que ve la luz ante la oscuridad que se cierne sobre una sociedad en profunda crisis de valores
Nuestro tiempo y nuestro mundo andan escasos de héroes, de protectores que, comprometidos con el prójimo, no tengan reparo en desenvainar la espada para la defensa de nobles causas por las que clama una humanidad errante y confundida por la acción del Mal y sus variopintos disfraces.
Sin embargo, aún hay esperanza y no hemos de tener miedo a implorarla para hacer buen uso de ella cuando vienen mal dadas. Hoy, con la tan cercana celebración de la onomástica de San Miguel, hemos de buscar referentes cuyos actos y comportamientos sean capaces de afrontar esa sobredosis de perversión que nos asola y de la que, acomplejados y con temores, somos incapaces de combatir con garantías de éxito. El miedo sabe sacar provecho de sociedades en decadencia y, ahí, es imparable cuando encuentra tanta debilidad y tan escasa oposición del individuo.
Y, en esa incesante búsqueda de iconos ante los que hay que quitarse el sombrero, ha aparecido un tal Tim Ballard, protagonista de la película SoundofFreedom («Sonido de libertad») cuya irrupción en las taquillas americanas hace unos meses no ha hecho más que hacer tambalear los pilares de aquellos que tienen como religión las directrices ordenadas por los nuevos amos del mundo, esos que, a velocidad vertiginosa, desprecian el sentido democrático y la opinión de otros porque su exclusivo pensamiento único es tan obtuso y cerrado que no permite introducir llaves como las de los valores tradicionales del pensamiento occidental. A día de hoy, lamentablemente, son escasos los valientes que, en infinidad de frentes, aparecen en una minoritaria vanguardia que reclama a gritos su inestimable y urgente ayuda.
Así, en este choque frontal de trenes –con la Iglesia hemos topado–, la cinta de Alejandro G. Monteverde se ha atrevido a «rescatar» a Jim Caviezel y, contra viento y marea, erigirle en ese arcángel ejecutor de la salvaguarda infantil, de esos pequeños hijos de Dios que no están en venta excepto para los que, con la infamia e indignidad como estandarte, pretenden aprovecharse de su inocencia para, primero, lucrarse del vil negocio de la trata de menores y, segundo, alimentar los cada vez más elevados números de casos de niños desaparecidos ante la impotencia de sus padres y la pasiva acción de gobiernos anclados en el bienestar y poder de deshonrosas poltronas.
SoundofFreedom es prueba fehaciente de que hay hombres y mujeres sujetos a la puesta en práctica de valores y virtudes que, para los nuevos «reyes del mambo» –de ese cotarro mundial meneado por planes y agendas– no tienen razón de ser. Tal vez, alguna faceta de su vida no es ajena a la denuncia de la película, cuyo estreno en España está anunciado para el próximo 11 de octubre.
Y si Tim, un antiguo agente de la CIA, muestra su humilde bravura como san Timoteo, el alumno de Pablo de Tarso, hizo respecto a los requerimientos de obispos y diáconos –no estaría de más que alguno los recordase–; Katherine, su esposa, cumple no sólo con el papel de madre de familia numerosa, sino con el de instigadora de la peligrosa decisión de su marido a sabiendas del riesgo que conlleva el rescate de Rocío Aguilar, la menor raptada junto a su hermano Miguel y, en consecuencia, arrancada del núcleo familiar hondureño en el que vivía por la sibilina serpiente de los amigos de la pederastia.
Es cuestión de fe, de no abandonar, de no rendirse, de caerse y levantarse para, con mayores bríos y fuerza, seguir en la lucha, como se han dignado a hacer los gestores de una película que ya ha recaudado 200 millones de dólares en un par de meses a pesar del ínfimo presupuesto de 15 millones y de las trabas de mundos tan separados como el de la política y otros no tan alejados como el de medios, evidentemente vociferantes con el dinero de los amos, que han claudicado ante la fuerza y propósito del largometraje: crear una conciencia social sobre un problema que algunos no quieren ver o, por sus dudosas inclinaciones o turbios intereses, no quieren dejar de ver.
Al final, tibieza, miedo y complejos no caben en el mensaje acusador de una propuesta cinematográfica que, tras haber estado a buen recaudo en los archivos de algún estudio, ve la luz ante la oscuridad que se cierne sobre una sociedad en profunda crisis de valores.
Fuente: cinemanet.info