Esther Peñas
La familia es lo que permite a las personas encontrar la plenitud, gracias al amor y la libertad que otorgan, creía Chesterton. «Si la humanidad no se hubiera organizado en familias, no habría podido organizarse en naciones», defendía.
La familia, esa cédula de habitabilidad psíquica, física, emocional y sentimental del sujeto. Lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros se explica por la familia, aseguraba Freud. Vista por muchos como una estructura obsoleta, hoy se llama familia a hogares monoparentales, a parejas sin hijos, a parejas o individuos con mascotas… y todo ello dándose en combinaciones de hombre y mujer, dos mujeres o dos hombres, pero también miembros de género fluido, trans…. Pero, ¿qué ocurre con la familia tradicional?
Para reivindicar su vigencia, la editorial Rialp acaba de publicar Historia de la familia, una compilación de textos (extractos de libros, fragmentos de conferencias y artículos de prensa) escritos por un tipo socarrón, con una pluma exquisita, alegre y vehemente, de casi dos metros de altura y ciento treinta kilos de peso, bracicorto, superlativo en todo, que usaba capa, bastón y sombrero, anteojos, y fumaba puros. Era Gilbert K. Chesterton (1874-1936). «El lugar donde nacen los niños y mueren las personas, donde el amor y la libertad florecen, no es en una oficina, ni en un comercio, ni en una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia», defendía.
El inglés dedicó muchas páginas a reivindicar la familia como lugar en el que el amor y la libertad permiten al sujeto conseguir una plenitud que no encontrará por otra senda, un territorio metafórico y sanguíneo donde cultivar la vida. Chesterton perdió a su hermana mayor, Beatrice, cuando contaba con tres años. Más tarde nació su gran confidente, su hermano Cecil. Los padres del escritor, Edward y Marie Louise, les dieron una educación primorosa y extrovertida, donde imperaba el humor y el afecto. Eso facilita el entusiasmo de partida. Pero lo que apuntaló el fervor hacia la institución familiar fue su conversión al catolicismo (contó que la epifanía aconteció mientras escuchaba un sermón. «Era tan malo que tuve la certeza de que si una iglesia había sobrevivido más de dos mil años con homilías tan calamitosas, tenía que ser la verdadera», recordaba).
Chesterton cree que la familia enseña «a amar lo distinto y lo incómodo»
Chesterton critica duramente el modelo victoriano de familia, donde se «cohabita pero no se convive». Pero para el escritor, la familia no estaba muerta, solo atravesaba (o atraviesa) una época de amenaza por la frivolidad y el egoísmo. Por el contrario, él creía en su fuerza creadora y en la supervivencia luminosa de la vida en común, sin pecar de ingenuo. Al venir dada, al ser imposible escoger a los miembros que la conforman, obliga a cada uno de los integrantes a ser respetuoso con el otro, siempre distinto, a modular su capacidad de diálogo, de sacrificio, de apoyo mutuo, en el decir de Kropotkin, el anarquista a quien el inglés conocía bien: «La defensa más común de la familia es que, en medio de tensiones y cambio de vida, resulta un sitio pacífico, cómodo y unido. Pero es posible otra defensa de la familia (…) sabiendo que no es pacífica ni cómoda ni unida». Chesterton aceptaba el desafío de convivir con personas dispares, que enseñan «a amar lo distinto y lo incómodo». De ahí su grandeza incontestable.
Sabía que lo cotidiano carece de glamour, pero abogaba por su belleza, la belleza de lo que se construye cada día con voluntad: «Las primeras cosas deben ser las mismas fuentes de la vida, el amor, el nacimiento y la infancia; y estas son siempre fuentes resguardadas, que fluyen en los tranquilos patios del hogar».
Chesterton combatió con fiereza el sistema capitalista, al que culpaba de la desintegración de la familia tradicional, al inducir un individualismo incompatible con la causa común que requiere la familia. Los horarios laborales, las pésimas condiciones económicas, abocaban, según el escritor, a contemplar la familia como algo aburrido y desesperante, claustrofóbico, e inocular en el sujeto un único deseo: consumir. La sociedad industrializada desplazó, a su juicio, la gratuidad y el afecto por el consumo de bienes materiales, la falta de vida interior, la lujuria, frivolidad y el egoísmo. Hurtaba a los trabajadores la sencillez y la dignidad. Por eso afirmaba que «el hogar no es un lugar pequeño, sino el alma misma de las personas». A su juicio, el capitalismo instauró la guerra mercantil entre los sexos, sustituyó al padre por el empleador, echó a los hombres de sus casas para exigirles trabajar lejos de ellas, y suplantó el hogar por la fábrica. Dinamitó la familia.
El autor de las aventuras del Padre Brown combatía con la misma virulencia no solo el aborto sino el control de la natalidad, por considerarlos adversarios nefastos: «Nosotros tenemos muchas más esperanzas en las familias humanas y en su poder de encontrar la felicidad que quienes desean prevenir los nacimientos; podemos estar equivocados, pero no podemos ser mórbidos». Lo curioso es que este paladín de la familia no la tuvo. Al menos, lo que entendemos por familia tradicional. Casado con Frances Blogg, el matrimonio no pudo tener hijos. Pero adoptó a la que fuera su secretaria, Dorothy Collins, que se convirtió en la albacea literaria del escritor.
Además, resignificó la expresión «amor libre» desprendiéndola de su sentido frívolo, abierto, desapegado y disperso para emplearla como acatamiento voluntario a un compromiso que requiere esfuerzo, como todas las cosas importantes de la vida, sostiene. «Si la humanidad no se hubiera organizado en familias, no habría podido organizarse en naciones», defiende.
De entre sus más de cuatro mil piezas periodísticas, su centena de libros, sus numerosísimos poemas, sus cinco obras teatrales y sus abundantes (más de doscientos) relatos, la familias, de una u otra manera, es uno de los ejes que sostiene su literatura.
Fuente: ethic.es