12/31/23

"Una espada te atravesará el alma"

El Papa en el Ángelus

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. El Evangelio nos los muestra en el templo de Jerusalén, para la presentación del Niño al Señor (cf. Lc 2, 22-40). Llega al templo y allí lleva la más humilde y sencilla de las ofrendas como testimonio de su pobreza. Finalmente, María recibe una profecía: "Una espada te atravesará el alma" (v. 35). Llegan en la pobreza y parten cargados de sufrimiento. Es sorprendente: ¡Cómo es posible que la Familia de Jesús, la única familia de la historia que puede presumir de la presencia de Dios en la carne, en lugar de ser rica sea pobre! En lugar de ser aliviada, ¡parece ser obstaculizada! En vez de estar libre de fatigas, ¡está inmersa en grandes dolores!

¿Qué dice esto a nuestras familias, este modo de vivir, la historia de la Sagrada Familia, pobre, entorpecida, con grandes dolores? Nos dice una cosa muy hermosa: Dios, a quien a menudo imaginamos más allá de los problemas, ha venido a habitar nuestras vidas con sus problemas. Nos ha salvado así: no ha venido como adulto, sino pequeñísimo; ha vivido en una familia, hijo de una madre y de un padre; allí ha pasado la mayor parte de su tiempo, creciendo, aprendiendo, en una vida hecha de cotidianidad, ocultamiento y silencio. Y no ha evitado las dificultades, es más, eligiendo una familia, una familia "experimentada en el sufrimiento", y dice a nuestras familias: "Si tienen dificultades, yo sé lo que sienten, lo he experimentado: mi madre, mi padre y yo lo hemos experimentado, para decírselo también a su familia: ¡no están solos!

José y María: "se asombraban de las cosas que decían de Jesús" (cf. Lc 2,33) porque no hubiesen pensado que el anciano Simeón y la profetisa Ana dirían estas cosas. Se asombraban. Y quiero detenerme sobre esto hoy: sobre la capacidad de asombro. La capacidad de asombre es un secreto para llevarse bien en familia. No hay que acostumbrarse a las cosas habituales. Sobre todo hay que saber asombrarse de Dios, que nos acompaña. Y después, asombrarse en familia. Pienso que es buen en la pareja saber asombrarse también del propio cónyuge, por ejemplo, tomándolo de la mano y mirándolo a los ojos por la noche durante unos instantes, con ternura: el asombro te lleva a la ternura, siempre. Es hermosa la ternura en el matrimonio. Y luego maravillarse del milagro de la vida, de los niños, encontrando tiempo para jugar con ellos y para escucharlos. Les pregunto a ustedes, padres y madres: ¿Encuentran tiempo para jugar con sus hijos? ¿Para llevarlos a pasear? Ayer al hablar por teléfono con una persona le pregunté: ¿Dónde estás? “Estoy en la plaza, saqué a mis hijos a pasear”. Esta es una bella paternidad y maternidad. Y, luego, maravillarse ante la sabiduría de los abuelos. Tantas veces nosotros apartamos a los abuelos fuera de la vida. ¡No! Los abuelos son fuente de sabiduría. Aprendamos a sorprendernos de la sabiduría de los abuelos, de su historia, de los abuelos que hacen que la vida vuelva a lo esencial. Y, por último, maravillarse de la propia historia de amor, cada uno de nosotros tiene la propia: el Señor nos ha hecho caminar con amor, asombrarnos de esto. Seguramente nuestra vida tiene aspectos negativos, pero hemos de asombrarnos de la bondad de Dios que camina con nosotros, incluso si nosotros somos tan torpes. .

Que María, Reina de la familia, nos ayude a sorprendernos: pidamos hoy la gracia del asombro. Que la Virgen nos ayude a sorprendernos cada día de lo bueno y a saber enseñar a los demás la belleza del asombro.

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Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Lamentablemente, la celebración de la Navidad en Nigeria ha estado marcada por graves actos de violencia en el estado de Plateau, con numerosas víctimas. Rezo por ellas y por sus familias. ¡Que Dios libere a Nigeria de estos horrores! Y también rezo por los que perdieron la vida en la explosión del camión cisterna en Liberia.

Sigamos rezando por los pueblos que sufren las guerras: el atormentado pueblo ucraniano, los pueblos palestino e israelí, el pueblo sudanés y muchos otros. Al final de un año, tengamos el valor de preguntarnos: ¿cuántas vidas humanas se han truncado a causa de los conflictos armados? ¿Cuántos muertos? ¿Y cuánta destrucción, cuánto sufrimiento, cuánta pobreza? Quienes tienen intereses en estos conflictos, escuchen la voz de la conciencia. ¡Y no olvidemos a los atormentados rohingya!

Hace un año el Papa Benedicto XVI terminó su camino terrenal, después de servir a la Iglesia con amor y sabiduría. Sentimos por él tanto afecto, tanta gratitud, tanta admiración. Desde el Cielo nos bendiga y nos acompañe. ¡Un aplauso para Benedicto XVI!

Saludo a todos los romanos, peregrinos, grupos parroquiales, asociaciones y jóvenes. Hoy dirijo un saludo especial a las familias aquí presentes y a las que están conectadas a través de la televisión y otros medios de comunicación. No olvidemos que la familia es la célula fundamental de la sociedad. ¡Hay que defenderla y sostenerla siempre!

Saludo a la selección italiana masculina sub-18 de vóleibol; y saludo a los personajes del pesebre viviente de Marcellano, en Umbría.

Y les deseo a todos un buen domingo. Una bendición para sus familias. Y también les deseo un final de año en paz. Por favor, no se olviden de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta pronto.

Fuente: vatican.va

 

12/30/23

Fiesta de la Sagrada Familia (Ciclo B).

Sagrada Familia: Jesús, María y José (Ciclo B)

Evangelio (Lc 2,22-40)

Y cumplidos los días de su purificación según la Ley, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está mandado en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor; y para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones, según lo mandado en la Ley del Señor.

Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre, justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor. Así, vino al Templo movido por el Espíritu. Y al entrar los padres con el niño Jesús, para cumplir lo que prescribía la Ley sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo:

— Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz,

según tu palabra:

porque mis ojos han visto

tu salvación,

la que has preparado

ante la faz de todos los pueblos:

luz para iluminar a los gentiles

y gloria de tu pueblo Israel.

Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él.

Simeón los bendijo y le dijo a María, su madre:

—Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción —y a tu misma alma la traspasará una espada—, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.

Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad muy avanzada, había vivido con su marido siete años de casada y había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando en aquel mismo momento alababa a Dios y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él.

Comentario

Varias escenas de la infancia de Jesús recopiladas por san Lucas componen el evangelio de la solemnidad de la Sagrada Familia de este año. En estos pasajes parecen reverberar los amorosos recuerdos de la Virgen María. Cuando Jesús era apenas un recién nacido y cumplidos los días de purificación ritual de la madre, fueron a presentar al Niño al Templo. María y José debían pagar el rescate de Jesús por ser el hijo primogénito y ofrecer el sacrificio de purificación ritual para su madre. La Sagrada Familia es pobre y por eso presenta dos tórtolas.

La narración se enmarca en el ámbito del Templo de Jerusalén, al que la Sagrada Familia solía acudir devotamente, como menciona el propio Lucas un poco después (cfr. Lc 2,41). Al menos dos de esos viajes a Jerusalén y al Templo debieron grabarse especialmente en la memoria de la Sagrada Familia: la escena de la presentación, y cuando María y José perdieron al Niño con 12 años.

En el episodio de hoy, destaca la presencia de la profetisa Ana, que en aquel mismo momento alababa a Dios y hablaba de Él a la gente piadosa que esperaba la redención. También resalta el canto gozoso de Simeón y sus importantes vaticinios acerca del Niño, quien sería signo de contradicción para el mundo, y acerca de la Virgen, a cuya alma pura atravesaría una espada.

El día de la presentación de Jesús estuvo bañado por tanto de un claroscuro de alegría y dolor. En cierto sentido, la sombra de la futura cruz se proyectaba anticipadamente sobre los corazones de María y José; aunque la luz pascual de la salvación también se vislumbraba y era cantada y divulgada por mujeres y hombres de Dios.

En toda la escena la Sagrada Familia aparece como modelo de virtud y vida familiar corriente. Por un lado, Lucas señala hasta tres veces que todo lo hicieron “según la ley del Señor”. Esta expresión subraya la piadosa docilidad de la Sagrada Familia a las disposiciones mosaicas. También la Sagrada Familia acudió a Belén para empadronarse, manifestando su docilidad a la autoridad civil. Son lecciones de humildad y obediencia para cumplir por nuestra parte lo que dispone la autoridad competente y legítima, tanto religiosa como civil.

Después Lucas cuenta, en un breve sumario, lo que puede ser un recuerdo muy propio de unos padres que observan con gozo y asombro cómo un niño crece y madura rápidamente. Todo en la infancia de Jesús y en la vida de la Sagrada Familia discurriría con sencillez y naturalidad. Su manera fiel de cumplir la ley de Dios cuando iban al Templo se reflejaría también en toda su vida ordinaria, en su trato con los demás, en su manera de trabajar y descansar y hasta en su porte externo.

“Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino —decía san Josemaría—. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo”

Fuente: opusdei.org

12/29/23

Prender fuego en el mundo

Carlos Marín-Blázquez

Es necesario entender que buena parte de los acontecimientos que hoy nos sorprenden por su carácter extremado y absurdo encuentran su origen en este fenómeno singular: la politización del cristianismo

«He venido a prender fuego en el mundo. Y ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!»

Recogidas en el evangelio de san Lucas, estas palabras de Jesús pertenecen al orden de lo que irrumpe en el corazón de los tiempos investido de una resonancia fulminante. A través de los siglos, su eco se expande con la violencia de una deflagración. Hay una desconcertante energía atrapada en ellas; un clamor de desgarro; la semilla de una convulsión que parece anticipar la completa subversión de los valores sobre los que una sociedad se asienta. Y junto a ello, entre exclamaciones, la confesión de una impaciencia («Y ¡cómo desearía…») que refrenda el carácter imperioso de la primera afirmación y le confiere el tono distintivo de lo que se reviste de un cariz inevitable.

A ningún lector de las Escrituras ─creyente o no─ le pasará por alto el contraste que suponen unas palabras proferidas con semejante grado de vehemencia en mitad de un libro que, en su conjunto, encierra el más alto llamamiento a la misericordia y al amor fraterno que haya conocido la historia. No obstante, en honor a la verdad, hay en los Evangelios ocasionales alusiones al ímpetu de destrucción que trae consigo la Buena Nueva. «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra». De ahí la amenaza que proyectaba la predicación de Cristo sobre los poderosos de su tiempo. Y de ahí también el carácter problemático que sigue presentando una parte del mensaje evangélico a los ojos del lector que solo espere encontrar en esas páginas pasajes de confortación y beatitud, palabras de dulzura y consuelo.

Nos hallamos, por tanto, ante una paradoja que solo se resuelve insertando la manifestación de esa voluntad incendiaria en un contexto espiritual. A lo que aludiría Jesús es al deseo de que las llamas que su predicación se dispone a propagar reduzcan a cenizas no tanto el armazón inicuo sobre el que se levanta el mundo cuanto una fracción del espacio interior de cada individuo concreto: ese hediondo confín donde anida la podredumbre. Eso, y solo eso, es lo que debe consumir el fuego de una palabra que, a la vez que calcina y destruye, propicia la transformación íntima de la persona que se deja interpelar por ella, allanando de ese modo el camino a su conversión.

Ahora bien, ¿qué relación guarda lo anterior con el momento histórico que vivimos? Me atrevería a afirmar que toda. Partiendo del hecho de que, desde 1789, habitamos un mundo trastornado por la obsesión adanista de inaugurar un tiempo inédito, aquel fervor revolucionario encontró en la escatología cristiana el germen de su anhelo renovador. Filtradas por el tamiz de la ideología, puestas al servicio de una causa exclusivamente terrenal, a las palabras de Cristo se les despojó de su potencialidad redentora, de su carga de misterio, gracia y perdón, y así desvirtuadas pudieron operar en el espacio de la modernidad política como sustrato implícito de un sinnúmero de iniquidades.

Inmensa paradoja, sin duda, e hipótesis altamente polémica considerando además que una interpretación torcida de los textos sagrados ha servido para fomentar desmanes que, en el transcurso de los siglos, han ensombrecido el proceder de la Iglesia y fracturado dramáticamente la Cristiandad. Pero es necesario entender ─aunque solo sea para encontrarle un atisbo de sentido al desquiciado rumbo que parece haber tomado nuestro tiempo─ que buena parte de los acontecimientos que hoy nos sorprenden por su carácter extremado y absurdo encuentran su origen en este fenómeno singular: la politización del cristianismo.

En la línea de la célebre tesis acerca de que la locura del mundo moderno no es más que el resultado de haber liberado las virtudes cristianas de su matriz original, los arquitectos de nuestra época han creado una realidad difícilmente inteligible a menos que caigamos en la cuenta de que, al reaccionar de manera furibunda contra el cristianismo, lo que en realidad están haciendo es afirmarlo. Pero afirmarlo en una versión adulterada, es decir, vaciada de su dimensión trascendente y reelaborada a la medida de un hombre al que se le insta a ocupar el lugar de Dios y a hacer tabla rasa de su pasado.

Desde sus inicios, la revolución se sirvió de la violencia para empujar a las masas hacia la conquista del futuro. En octubre de 1792, ante la Convención, Marat cifra en 270.000 las cabezas que deben cortarse para que el cuerpo de la nación recobre la salud perdida. Quedaba inaugurada, en la macabra senda de las más siniestras planificaciones, la era de las grandes persecuciones, que en su ansia de alumbrar un hombre nuevo fascinará a algunos de los más delicados espíritus surgidos de la Ilustración. «La mayoría de intelectuales occidentales que respetaban los mandamientos o decretos de la Razón ─apunta el historiador León Poliakov─, se sentían partidarios de la Revolución, y esto era particularmente cierto en los estados protestantes de Alemania».

No obstante, nadie como Lenin ─fiel continuador en esto del espíritu jacobino, que a su vez había hallado su fuente de inspiración en la acción radical del puritanismo calvinista─ entendió el papel que el terror estaba llamado a desempeñar en el que iba a revelarse como el siglo más sangriento de la historia. Hoy, quienes aspiran a hacerse pasar por sus herederos espirituales, apóstoles de una religión inversa, hablan con voces melifluas y, en el marco de coloridas escenografías que evocan una estupefaciente regresión a la infancia, prodigan guiños de complicidad ideológica teñidos de retóricas sentimentales. Su objetivo ya no es la causa obrera, ni menos aún la sustitución del orden demo-liberal por el feroz advenimiento de una dictadura proletaria. Su propósito es la instauración de una visión del hombre y de la cultura que comporta una radical negación de los referentes que hasta hace no mucho habían configurado nuestro mundo. «Una ideología de iluminados y despiertos ─tal y como la define Elio Gallego en su espléndido ensayo La teología política de John Henry Newman─ que pretende la sustitución del mundo real e histórico por un universo mágico, lo que no deja de ser una suerte de pensamiento gnóstico, pero también de nihilismo, puesto que ese universo mágico que pretenden imponer no existe, es irreal».

Es irreal, en efecto. Pero sus conspicuos heraldos, envolviendo sus ansias de sometimiento total de las conciencias en una retórica de emancipación y amor hacia lo abstracto, han conseguido que la mentira prospere. Angélicos portadores de la llama de Bien, virtuosos custodios de las tablas de la ley donde se inscriben los preceptos de la nueva fe luminosa, en un gesto de astucia táctica han procedido a aparcar los métodos de eliminación física del enemigo, pero no han vacilado en decretar el hostigamiento y la persecución del discrepante. De ese modo, la raíz totalitaria de su proyecto (que no es otro que someter lo múltiple a lo uno) resulta inseparable de una vertiente profundamente sectaria que, ahondando en la decadencia de una sociedad narcisista y crecientemente dependiente del Estado, explota las debilidades colectivas en aras de la consolidación de una parasitaria casta de arribistas proclives al uso abusivo del poder.

Para ellos, y para quienes piensan como ellos, son el amor, la misericordia, el igualitarismo y la justicia. Para el resto queda el epíteto deshumanizador, el amordazamiento de sus opiniones y la exclusión del paraíso moralista reservado a los limpios de corazón. Penitencias todas ellas, por cierto, que a los réprobos recalcitrantes no nos servirán para eludir la condena de un fuego muy poco purificador.

Fuente: eldebate.com

12/28/23

San José y la espera de la Navidad

(Pronunciada el IV Domingo de Adviento, 22 de diciembre de 2013)

Queridos amigos, junto a María, Madre del Señor, y a san Juan Bautista, la liturgia nos presenta hoy una tercera figura, en la que el Adviento es casi una persona, una figura que incorpora el Adviento: san José. Meditando el texto del Evangelio podemos ver, me parece, tres elementos constitutivos de esta visión.

El primer y decisivo es que a San José se le llama “justo”. Para el Antiguo Testamento, esta es la máxima caracterización de alguien que verdaderamente vive según la palabra de Dios, que vive la alianza con Dios.

Para entenderlo bien debemos pensar en la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

El acto fundamental de un cristiano es el encuentro con Jesús, en Jesús con la palabra de Dios, que es Persona. Al encontrarnos con Jesús hallamos la verdad, el amor de Dios y así la relación de amistad se convierte en amor, nuestra comunión con Dios crece, somos verdaderamente creyentes y nos hacemos en santos.

El acto fundamental en el Antiguo Testamento es diferente, porque Cristo todavía era futuro y por tanto a lo sumo era ir al encuentro de Cristo, pero aún no era un verdadero encuentro como tal. La palabra de Dios en el Antiguo Testamento tiene esencialmente la forma de ley: “Torá”. Dios guía, ese es el significado, Dios nos muestra el camino. Es un camino de educación que forma al hombre según Dios y lo hace capaz de encontrar a Cristo. En este sentido esa justicia, ese vivir según la ley es un camino hacia Cristo, un extenderse hacia Él; pero el acto fundamental es la observancia de la Torá, de la ley, y así ser “justo”. San José es justo, un ejemplo aún del Antiguo Testamento.

Pero aquí hay un peligro y al mismo tiempo una promesa, una puerta abierta.

El peligro aparece en las discusiones de Jesús con los fariseos y sobre todo en las cartas de san Pablo. El peligro es que si la palabra de Dios es sustancialmente ley, debe ser considerada como una suma de prescripciones y prohibiciones, un conjunto de reglas, y la actitud, por tanto, debe ser la de observar las reglas y ser así correctos. Pero si la religión es así, es sólo eso, no nace la relación personal con Dios, y el hombre permanece dentro de sí mismo, buscando perfeccionarse, ser perfecto. Pero así nace una amargura, como vemos en el segundo hijo de la parábola del hijo pródigo, quien, habiéndolo observado todo, al final se siente amargado y hasta un poco envidioso de su hermano que, según él, ha tenido vida en abundancia. Éste es el peligro: el solo hecho de observar la ley se vuelve impersonal; el solo hecho de hacerla, vuelve al hombre duro y hasta amargo. Al final no puede amar a ese Dios, que sólo se presenta con reglas y a veces incluso con amenazas. Ése es el peligro.

La promesa, en cambio, es: también podemos ver estas prescripciones, no sólo como un código, un conjunto de reglas, sino como expresión de la voluntad de Dios, en la que Dios habla conmigo, yo hablo con Él. Al entrar en esa ley, entro en diálogo con Dios, conozco el rostro de Dios, empiezo a ver a Dios y así estoy en camino hacia la palabra de Dios en persona, hacia Cristo. Y un verdadero justo como San José es así: para él la ley no es simplemente la observancia de reglas, sino que se presenta como una palabra de amor, una invitación al diálogo, y la vida según la palabra es entrar en ese diálogo y ver detrás de las normas y en las normas el amor de Dios, entendiendo que todas esas normas no son válidas en sí mismas, sino que son reglas de amor, sirven para que el amor crezca en mí. Así se entiende que al final toda la ley es sólo amor a Dios y al prójimo. Habiendo encontrado esto, se observa toda la ley. Si uno vive en ese diálogo con Dios, un diálogo de amor en el que busca el rostro de Dios, en el que busca el amor y deja claro que todo está dictado por el amor, está en camino hacia Cristo, es verdaderamente justo. San José es un verdadero justo, por eso en él el Antiguo Testamento se hace Nuevo, porque en las palabras busca a Dios, a la persona, busca su amor, y toda observancia es vida en el amor.

Lo vemos en el ejemplo que nos ofrece este Evangelio. San José, desposado con María, descubre que Ella está esperando un hijo. Podemos imaginar su decepción: conocía a esta chica y la profundidad de su relación con Dios, su belleza interior, la extraordinaria pureza de su corazón; vio brillar en esta joven el amor de Dios y el amor de Su palabra, de Su verdad y ahora se encuentra seriamente decepcionado. ¿Qué hacer? Aquí el derecho ofrece dos posibilidades, en las que aparecen los dos caminos, el peligroso, fatal, y el de la promesa. Puede demandar ante los tribunales y así exponer a María a la vergüenza, destruirla como persona. Puede hacerlo de forma privada con una carta de separación. Y San José, verdadero justo, aunque sufrió mucho, toma la decisión de seguir este camino, que es un camino de amor en la justicia, de justicia en el amor, y San Mateo nos dice que luchó consigo mismo, dentro de sí con la palabra. En esta lucha, en este camino por comprender la verdadera voluntad de Dios, encontró la unidad entre el amor y la norma, entre la justicia y el amor, y así, en su camino hacia Jesús, está abierto a la aparición del ángel, abierto al hecho de que Dios le comunica que es obra del Espíritu Santo.

San Hilario de Poitier, en el siglo IV, una vez, tratando del temor de Dios, dijo al final: “Todo nuestro temor está puesto en el amor”, es sólo un aspecto, un matiz del amor. Entonces podemos decir aquí para nosotros: toda la ley está puesta en el amor, es una expresión del amor y debe cumplirse entrando en la lógica del amor. Y aquí hay que tener en cuenta que, incluso para nosotros los cristianos, existe la misma tentación, el mismo peligro que existía en el Antiguo Testamento: incluso un cristiano puede llegar a una actitud en la que la religión cristiana sea considerada como un conjunto de reglas, prohibiciones, normas positivas y prescripciones. Se puede llegar a la idea de que se trata sólo de cumplir prescripciones impersonales y así perfeccionarse, pero de esta manera se vacía el fondo personal de la palabra de Dios y se conduce a cierta amargura y dureza de corazón. En la historia de la Iglesia lo vemos en el jansenismo. Todos conocemos también este peligro, incluso personalmente sabemos que siempre debemos superar este peligro y encontrar a la Persona y, en el amor de la Persona, el camino de la vida y la alegría de la fe. Ser justo significa encontrar este camino y por eso, en realidad, también nosotros estamos siempre en camino del Antiguo al Nuevo Testamento en busca de la Persona, del rostro de Dios en Cristo. Esto es precisamente el Adviento: salir de la pura norma hacia el encuentro del amor, salir del Antiguo Testamento, que se convierte en Nuevo.

Este es, pues, el elemento primero y fundamental de la figura de san José tal como aparece en el Evangelio de hoy. Ahora dos palabras más breves sobre el segundo y tercer elemento.

El segundo: ve al ángel en el sueño y escucha su mensaje. Esto supone una sensibilidad interior hacia Dios, una capacidad de percibir la voz de Dios, un don de discernimiento, que sabe discernir entre los sueños que son ensueños y el verdadero encuentro con Dios. Sólo porque San José ya estaba en camino hacia la Persona del Verbo, hacia el Señor, hacia el Salvador, pudo discernir; Dios pudo hablarle y él lo entendió: esto no es un sueño, es verdad, es la aparición de Su ángel. Y así pudo discernir y decidir.

Para nosotros también es importante esta sensibilidad hacia Dios, esta capacidad de percibir que Dios me habla, y esta capacidad de discernir. Claro que Dios normalmente no nos habla como le habló a través del ángel a José, pero también tiene sus propias maneras de hablarnos. Son gestos de la ternura de Dios, que debemos percibir para encontrar alegría y consuelo, son palabras de invitación, de amor, incluso de petición al encontrarnos con personas que sufren, que necesitan una palabra o un gesto concreto de mi parte, una acción. Aquí necesitamos ser sensibles, conocer la voz de Dios, entender que ahora Dios me habla y responder.

Y así llegamos al tercer punto: la respuesta de San José a la palabra del ángel es la fe y luego la obediencia, el hecho. Fe: comprendió que ésta era realmente la voz de Dios, no era un sueño. La fe se convierte en fundamento sobre el que actuar, sobre el que vivir, significa reconocer que ésta es la voz de Dios, un imperativo de amor, que me guía por el camino de la vida, para luego hacer la voluntad de Dios. San José no era un soñador, aunque el sueño fuera la puerta por la que Dios entró en su vida. Era un hombre práctico y sobrio, un hombre de decisión, capaz de organizar. No fue fácil –creo– encontrar en Belén, porque no había lugar en las casas, el establo como lugar discreto y protegido y, a pesar de la pobreza, digno del nacimiento del Salvador. Organizar la fuga a Egipto, encontrar dónde dormir cada día, para vivir mucho tiempo: esto requería un hombre práctico, con sentido de acción, con capacidad de responder a los desafíos, de encontrar posibilidades de supervivencia. Y luego a su regreso, la decisión de volver a Nazaret, para establecer ahí la patria del Hijo de Dios, esto también demuestra que era un hombre práctico, que vivió como carpintero e hizo posible la vida de cada día.

Así San José nos invita por un lado a este camino interior en la palabra de Dios, para estar cada vez más cerca a la persona del Señor, y al mismo tiempo nos invita a la vida sobria, al trabajo, al servicio diario de cumplir con nuestro deber en el gran mosaico de la historia.

Demos gracias a Dios por la hermosa figura de San José. Oremos: “Señor, ayúdanos a estar abiertos a Ti, a encontrar tu rostro cada vez más, a amarte, a encontrar el amor en las normas, a estar arraigados, realizados en el amor. Ábrenos al don del discernimiento, a la capacidad de escucharte y a la sobriedad de vivir según tu voluntad y nuestra vocación”. ¡Amén!

Fuente: almudi.org

12/27/23

Un niño nos ha nacido

Juan Luis Selma

Nada hay más anti-natural, más enemigo de la vida que esta cultura de muerte. Nada más anti-ecológico que la destrucción de la familia, que evitar la procreación

Esta noche es Nochebuena, noche santa, noche de luz y de paz. En un pobre portal nos ha nacido un niño que es Dios. Un niño que no es solamente de María y de José; por ser Dios es nuestro, de todos, y todos estamos invitados a esta celebración. En Belén, a pesar de la guerra, cabemos todos, ya que somos de la misma familia.

Noche buena, noche santa. Que el niño que nace en Belén nos traiga la paz y la armonía. Que todas las luminarias del cielo se junten, que haya luz, para que todos vean esa carita del niño, su sonrisa. Que nadie deje de conmoverse ante tanta ternura. Que todos saquen esos tesoros que a veces ocultan socapa de dureza, de suficiencia, de henchida ciencia. Que todos descubran al otro, que salgan, que se quiten las vendas.

“Noche de paz, noche de amor. Todo duerme alrededor. Entre los astros que esparcen su luz bella, anunciando al niño Jesús. Brilla la estrella de paz. Brilla la estrella de amor. Noche de paz, noche de luz. Ha nacido Jesús. Pastorcillos que oís anunciar, no temáis cuando entréis a adorar. Que ha nacido el amor. Desde el pesebre del niño Jesús, la tierra entera se llena de luz. Porque ha nacido Jesús entre canciones de amor”.

Y toda esta magia, este misterio, lo profetizó Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló… Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz”. Pregón hermoso que podríamos aplicar a todo niño.

¡Qué locura, qué insensatez, es tener miedo a la vida, a los niños, a los hijos! Es renunciar a la esperanza. Es elegir la muerte. Y lo triste es que la cultura imperante lo hace en nombre de la vida, de la supervivencia del planeta, del cuidado de la naturaleza. Nada hay más antinatural, más enemigo de la vida que esta cultura de muerte. Nada más antiecológico, que la destrucción de la familia, que evitar la procreación.

El salmo 126 canta “la herencia que da el Señor son los hijos; su salario, el fruto del vientre: son saetas en manos de un guerrero los hijos de la juventud. Dichoso el hombre que llena con ellas su aljaba: No quedará derrotado cuando litigue con su adversario en la plaza”. Occidente se hace viejo, no quiere tener hijos, muere.

Hay una falsa ciencia peligrosa para la salud, para el medio ambiente y la educación, ya que puede confundir sobre la naturaleza de las cosas y promover ideas erróneas o engañosas. Nada tan engañoso como la ciega soberbia que, rechazando la Luz de Dios, apenas ve dónde pone los pies. Si el mismo Dios ha querido una familia para venir al mundo, ser cuidado por un padre y una madre, crecer en una familia, cómo decir que es progreso la destrucción familiar.

Navidad es familia. Melissa S. Kearney revoluciona el debate sobre pobreza y desigualdad con un libro polémico en su obviedad: crecer con dos progenitores ¡es bueno! ¿Es la familia el nuevo privilegio de los ricos?, se pregunta en su libro Two-Parent Privilege: How Americans Stopped Getting Married and Started Falling Behind (Privilegio de ambos padres: cómo los estadounidenses dejaron de casarse y se quedaron atrás).

En España, según una estadística del INE, este año, por primera vez, han nacido más niños de madres solteras que casadas. La falta de compromiso matrimonial, la proliferación de niños que no pueden tener el apoyo de ambos padres, va a cambiar el dibujo social. Lo ha cambiado ya. Kearney afirma en su estudio que el ambiente familiar, la presencia del padre aporta al hijo más estabilidad: económica, emocional, etc… Más recursos: monetarios, pero no solo. También más tiempo, energía, conocimientos o cuidados. Por supuesto, modelos de conducta: esto parece especialmente importante en el caso de los chicos.

Se intenta paliar el déficit familiar con voluntariado de varones, que hacen el papel de padres o de hermanos mayores a tiempo parcial. Esto ha dado buenos resultados en barriadas conflictivas. Pero afirma la autora que “el matrimonio es la institución más confiable para aportar un elevado nivel de recursos y estabilidad a los niños. Simplemente, no hay una alternativa consistente y al alcance de la mayoría de la población en la sociedad americana”.

Volvemos a lo obvio, el hombre es familiar. La familia es lo que más apreciamos. Pues vamos a cuidarla. Dice el Papa: “Hoy, la familia es despreciada, es maltratada, y lo que se nos pide es reconocer lo bello, auténtico y bueno que es formar una familia, ser familia hoy; lo indispensable que es esto para la vida del mundo, para el futuro de la humanidad”.

En Navidad celebramos que el Hijo de Dios se hace hombre, nace en una familia. Un Niño nos ha nacido. Feliz Navidad.

Fuente: eldiadecordoba.es

12/26/23

Chesterton, el guardián de la Navidad: “Tiene que ser un tiempo doméstico”

Javier Lozano


Pocos intelectuales han disfrutado tanto la Navidad como Gilbert K. Chesterton. El escritor inglés converso al catolicismo vivía el Nacimiento de Cristo con la inocencia de un niño, a la vez que la defendía de los ataques con el ímpetu de un guerrero

Gilbert K. Chesterton fue el maestro de la paradoja, lo que dejó consignado no solamente en sus innumerables escritos, sino que también consiguió encarnar en su propia vida. Este gran hombre de 1,93 metros y más de 130 kilos, tan aficionado al pudin como abonado a la sana confrontación, se volvía un niño en Navidad. De pocas cosas hizo tan férrea defensa como de una fiesta que amaba en todas sus dimensiones: la religiosa, la cultural y la más puramente festiva. Se batió contra todo aquel que intentara desvirtuarla, y se esforzó en mostrar su esencia, indicando que no es necesario ser niño para vivir la Navidad.

La paradoja de la Navidad

Para ello utilizó este recurso literario con el que quiso mostrar lo que se ve y también lo que aparece velado. “La Navidad está basada en una hermosa e intencionada paradoja: que el nacimiento de un Niño sin hogar se celebre en cada hogar”, señalaba en un artículo en 1923, recogido junto a otros textos suyos en el libro El Espíritu de la Navidad (Espuela de Plata, 2017). 

“La Navidad es la conservación de lo bueno del pasado y la eliminación de lo malo del presente”

La Navidad tenía que ser –según insistía– “una fiesta familiar” y “un tiempo doméstico”, ambas -estrechamente -unidas ante lo que ya entonces se vislumbraba: el intento de acabar con ella o de apropiársela para fines más comerciales que trascendentales, motivo por el cual  “la Navidad no encaja con la vida moderna”, decía.

La Natividad con la anunciación a los pastores más allá

“Si la Navidad pudiera hacerse cada vez más doméstica, y no cada vez menos, creo que se produciría un crecimiento enorme del auténtico espíritu de la Navidad: el espíritu del Niño. […] Es cierto, en un sentido, que la Navidad es un tiempo en que las puertas deben abrirse. Pero yo cerraría las puertas en Navidad o poco antes. Entonces, el mundo sabrá de lo que somos capaces”, escribía sobre la importancia de vivir la Navidad recogidos en la intimidad del hogar, con nuestros seres queridos.

Aprender a disfrutar

Ya entonces, Chesterton intuía cómo la fiesta en sí de la Navidad pasaba a un segundo plano eclipsada por todo lo que la rodeaba: “Me parece mejor ser el niño travieso que se empacha de pudin de Navidad que ser el niño negativo y nihilista empachado de tantas fotos de pudin de Navidad, en revistas y vallas publicitarias, meses antes de probarlo siquiera”.  Para él, todo aquello era  “símbolo”  de que la gente se ha olvidado de “disfrutarla en y por sí misma”.

Sin embargo, el genial escritor inglés destacaba que “la Navidad no tiene más remedio que ser una delicia para el hombre”.  Y recuerda la grandeza que implica que todas las ideas que edifican –“la idea cristiana y católica”– han  “cristalizado en la bella historia de la Navidad”. En definitiva, “es como el nacimiento o la muerte: una prueba de nuestra simple virtud” que contiene lo más esencial, como cristiana que es: “La conservación de lo bueno del pasado y la eliminación de lo malo del presente”. Por eso lo tenía claro: “La Navidad no va a desaparecer”.

Fuenterevistamision.com

12/25/23

NAVIDAD 2023

 MENSAJE URBI ET ORBI DEL PAPA


Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Navidad!

La mirada y el corazón de los cristianos de todo el mundo se dirigen hacia Belén. Allí, donde en estos días reinan dolor y silencio, resonó el anuncio esperado durante siglos: «Les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Estas fueron las palabras del ángel en el cielo de Belén y hoy se dirigen también a nosotros. Nos llena de confianza y esperanza saber que el Señor nació por nosotros; que la Palabra eterna del Padre, el Dios infinito, puso su morada entre nosotros; que se hizo carne, vino «y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). ¡Esta es la noticia que cambia el curso de la historia!

El anuncio de Belén es «una gran alegría» (Lc 2,10). ¿Qué alegría? No es la felicidad pasajera del mundo, ni la alegría de la diversión, sino una “gran” alegría, porque nos hace “grandes”. Hoy, en efecto, nosotros seres humanos, con nuestros límites, abrazamos la certeza de una esperanza inaudita, la de haber nacido para el cielo. Sí, Jesús nuestro hermano vino a hacer que su Padre sea nuestro Padre. Siendo un Niño frágil, nos revela la ternura de Dios; y mucho más: Él, el Unigénito del Padre, nos da el «poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Esta es la alegría que consuela el corazón, que renueva la esperanza y da la paz; es la alegría del Espíritu Santo, la alegría de ser hijos amados.

Hermanos y hermanas, en medio de las tinieblas de la tierra, hoy en Belén se ha encendido una llama inextinguible; en medio de la oscuridad del mundo, hoy prevalece la luz de Dios, que «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). ¡Hermanos y hermanas, alegrémonos por esta gracia! Alégrate tú, que has perdido la confianza y las certezas, porque no estás solo, no estás sola: ¡Cristo ha nacido por ti! Alégrate tú, que has abandonado la esperanza, porque Dios te tiende su mano; no te señala con el dedo, sino que te ofrece su manito de Niño para liberarte de tus miedos, para aliviarte de tus fatigas y mostrarte que a sus ojos eres valioso como ningún otro. Alégrate tú, que en el corazón no encuentras la paz, porque se ha cumplido la antigua profecía de Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado […] y se le da por nombre: […] Príncipe de la paz» (9,5). La Escritura revela que su paz, su reino no tendrán fin (cf. 9,6).

En la Escritura, al Príncipe de la paz se le opone «el Príncipe de este mundo» (Jn 12,31) que, sembrando muerte, actúa en contra del Señor, «que ama la vida» (Sb 11,26). Lo vemos obrar en Belén cuando, después del nacimiento del Salvador, sucede la matanza de los inocentes. Cuántas matanzas de inocentes en el mundo: en el vientre materno, en las rutas de los desesperados que buscan esperanza, en las vidas de tantos niños cuya infancia está devastada por la guerra. Estos niños cuya infancia ha sido devastada por la guerra, por las guerras, son los pequeños Jesús de hoy.

Entonces, decir “sí” al Príncipe de la paz significa decir “no” a la guerra, y esto con valentía, decir “no” a la guerra, a toda guerra, a la misma lógica de la guerra, un viaje sin meta, una derrota sin vencedores, una locura sin excusas. Esto es la guerra, un viaje sin meta, una derrota sin vencedores, una locura sin excusas. Pero para decir “no” a la guerra es necesario decir “no” a las armas. Porque si el hombre, cuyo corazón es inestable y está herido, encuentra instrumentos de muerte entre sus manos, antes o después los usará. ¿Y cómo se puede hablar de paz si la producción, la venta y el comercio de armas aumentan? Hoy, como en el tiempo de Herodes, las intrigas del mal, que se oponen a la luz divina, se mueven a la sombra de la hipocresía y del ocultamiento. ¡Cuántas masacres debidas a las armas ocurren en un silencio ensordecedor, a escondidas de todos! La gente, que no quiere armas sino pan, que le cuesta seguir adelante y pide paz, ignora cuántos fondos públicos se destinan a los armamentos. ¡Y, sin embargo, deberían saberlo! Que se hable sobre esto, que se escriba sobre esto, para que se conozcan los intereses y los beneficios que mueven los hilos de las guerras. 

Isaías, que profetizaba al Príncipe de la paz, escribió acerca de un día en el que «no levantará la espada una nación contra otra»; de un día en el que los hombres «no se adiestrarán más para la guerra», sino que «con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas» (2,4). Con la ayuda de Dios, pongámonos manos a la obra para que ese día llegue.

Que llegue en Israel y Palestina, donde la guerra sacude la vida de esas poblaciones; abrazo a ambas, en particular a las comunidades cristianas de Gaza —la parroquia de Gaza— y de toda Tierra Santa. Llevo en el corazón el dolor por las víctimas del execrable ataque del pasado 7 de octubre y renuevo un llamamiento apremiante para la liberación de quienes aún están retenidos como rehenes. Suplico que cesen las operaciones militares, con sus dramáticas consecuencias de víctimas civiles inocentes, y que se remedie la desesperada situación humanitaria permitiendo la llegada de ayuda. Que no se siga alimentando la violencia y el odio, sino que se encuentre una solución a la cuestión palestina, por medio de un diálogo sincero y perseverante entre las partes, sostenido por una fuerte voluntad política y el apoyo de la comunidad internacional. Hermanos y hermanas, recemos por la paz en Palestina y en Israel.

Mi pensamiento se dirige además a la población de la martirizada Siria, como también a la de Yemen, que sigue sufriendo. Pienso en el querido pueblo libanés y ruego para que pueda recuperar pronto la estabilidad política y social.

Con los ojos fijos en el Niño Jesús imploro la paz para Ucrania. Renovemos nuestra cercanía espiritual y humana a su martirizado pueblo, para que a través del sostén de cada uno de nosotros sienta el amor de Dios en lo concreto.

Que llegue el día de la paz definitiva entre Armenia y Azerbaiyán. Que la favorezcan la prosecución de las iniciativas humanitarias, el regreso de los desplazados a sus hogares de manera legal y segura, y el respeto mutuo de las tradiciones religiosas y de los lugares de culto de cada comunidad.

No olvidemos las tensiones y los conflictos que perturban a las regiones del Sahel, el Cuerno de África y Sudán, como también a Camerún, la República Democrática del Congo y Sudán del Sur.

Que llegue el día en el que se consoliden los vínculos fraternos en la península coreana, abriendo vías de diálogo y reconciliación que puedan crear las condiciones para una paz duradera.

El Hijo de Dios, que se hizo un Niño humilde, inspire a las autoridades políticas y a todas las personas de buena voluntad del continente americano, para hallar soluciones idóneas que lleven a superar las disensiones sociales y políticas, a luchar contra las formas de pobreza que ofenden la dignidad de las personas, a resolver las desigualdades y a afrontar el doloroso fenómeno de las migraciones.

Desde el pesebre, el Niño nos pide que seamos voz de los que no tienen voz: voz de los inocentes, muertos por falta de agua y de pan; voz de los que no logran encontrar trabajo o lo han perdido; voz de los que se ven obligados a huir de la propia patria en busca de un futuro mejor, arriesgando la vida en viajes extenuantes y a merced de traficantes sin escrúpulos.

Hermanos y hermanas, se acerca el tiempo de gracia y esperanza del Jubileo, que comenzará dentro de un año. Que este periodo de preparación sea ocasión para convertir el corazón; para decir “no” a la guerra y “sí” a la paz; para responder con alegría a la invitación del Señor que nos llama, como había profetizado Isaías, «a llevar la buena noticia a los pobres, / a vendar los corazones heridos, / a proclamar la liberación a los cautivos / y la libertad a los prisioneros» (Is 61,1).

Estas palabras se cumplieron en Jesús (cf. Lc 4,18), nacido hoy en Belén. Acojámoslo, abrámosle el corazón a Él, el Salvador. Abrámosle el corazón a Él, el Salvador, que es el Príncipe de la paz.

Fuente: vatican.va

 

SANTA MISA DE NOCHEBUENA NATIVIDAD DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL PAPA


 «Un censo en todo el mundo» (Lc 2,1). Este es el contexto en el que nació Jesús y en el que se detiene el Evangelio. Podría haberlo mencionado rápidamente, en cambio habla de ello con precisión. Y así pone de manifiesto un gran contraste: mientras el emperador contabiliza los habitantes del mundo, Dios entra en él casi a escondidas; mientras el que manda intenta convertirse en uno de los grandes de la historia, el Rey de la historia elige el camino de la pequeñez. Ninguno de los poderosos se percata de Él, sólo algunos pastores, relegados a los márgenes de la vida social.

Pero el censo revela aún más. En la Biblia no dejaba un buen recuerdo. El rey David, cediendo a la tentación de los grandes números y a una malsana pretensión de autosuficiencia, había cometido un pecado grave, haciendo precisamente el censo del pueblo. Quería conocer su fuerza y al cabo de un poco más de nueve meses obtuvo el número de los que eran aptos para empuñar la espada (cf. 2 Sam 24,1-9). El Señor, indignado, asoló al pueblo con una desgracia. En esta noche, en cambio, después de nueve meses en el vientre de María nace Jesús, el “Hijo de David”, en Belén, la ciudad de David, y no castiga por el censo, sino que se deja contabilizar humildemente. Uno entre muchos. No vemos un dios iracundo que castiga, sino al Dios misericordioso que se encarna, que entra débil en el mundo, precedido del anuncio: «en la tierra, paz a los hombres» (Lc 2,14). Y nuestro corazón esta noche está en Belén, donde el Príncipe de la Paz sigue siendo rechazado por la lógica perdedora de la guerra, con el rugir de las armas que también hoy le impiden encontrar una posada en el mundo (cf. Lc 2,7).

El censo de toda la tierra, en definitiva, manifiesta, por una parte, la trama demasiado humana que atraviesa la historia: la de un mundo que busca el poder y la fuerza, la fama y la gloria, donde todo se mide con los éxitos y los resultados, con las cifras y los números. Es la obsesión del beneficio. Pero, al mismo tiempo, en el censo se destaca el camino de Jesús, que viene a buscarnos a través de la encarnación. No es el dios del beneficio, sino el Dios de la encarnación. No combate las injusticias desde lo alto con la fuerza, sino desde abajo con el amor; no irrumpe con un poder sin límites, sino que desciende a nuestros límites; no evita nuestras fragilidades, sino que las asume.  

Hermanos y hermanas, esta noche podemos preguntarnos: nosotros, ¿en qué Dios creemos? ¿En el Dios de la encarnación o en el del beneficio? Sí, porque existe el riesgo de vivir la Navidad con una idea pagana de Dios, como si fuera un amo poderoso que está en el cielo; un dios que se alía con el poder, con el éxito mundano y con la idolatría del consumismo. Vuelve siempre la imagen falsa de un dios distante e irritable, que se porta bien con los buenos y se enoja con los malos; de un dios hecho a nuestra imagen, útil solamente para resolvernos los problemas y para quitarnos los males. Él, en cambio, no usa la varita mágica, no es el dios comercial del “todo y ahora mismo”; no nos salva pulsando un botón, sino que Él se acerca para cambiar la realidad desde dentro. Y, sin embargo, ¡qué arraigada está en nosotros la idea mundana de un dios alejado y controlador, rígido y poderoso, que ayuda a los suyos a imponerse sobre los demás! Muchas veces está arraigada en nosotros esta idea, pero no es así, Él ha nacido para todos, durante el censo de toda la tierra.

Miremos, por tanto, al «Dios vivo y verdadero» (1 Ts 1,9); a Él, que está más allá de todo cálculo humano y, sin embargo, se deja censar por nuestros cómputos; a Él, que revoluciona la historia habitándola; a Él, que nos respeta hasta el punto de permitirnos rechazarlo; a Él, que borra el pecado cargándolo sobre sí, que no quita el dolor, sino que lo transforma; que no elimina los problemas de nuestra vida, sino que da a nuestras vidas una esperanza más grande que los problemas. Desea tanto abrazar nuestra existencia que, siendo infinito, por nosotros se hace finito; siendo grande, se hace pequeño; siendo justo, vive nuestras injusticias. Hermanos y hermanas, este es el asombro de la Navidad: no una mezcla de afectos melosos y de consuelos mundanos, sino la inaudita ternura de Dios que salva el mundo encarnándose. Miremos al Niño, miremos su cuna, contemplemos el pesebre, que los ángeles llaman la «señal» (Lc 2,12). Es, en efecto, el signo que revela el rostro de Dios, que es compasión y misericordia, omnipotente siempre y sólo en el amor. Se hace cercano, tierno y compasivo, este es el modo de ser de Dios: cercanía, compasión, ternura.

Hermanas, hermanos, asombrémonos porque «se hizo carne» (Jn 1,14). Carne: palabra que evoca nuestra fragilidad y que el Evangelio utiliza para decirnos que Dios ha entrado plenamente en nuestra condición humana. ¿Por qué llegó a tanto? —nos preguntamos—. Porque le interesa todo de nosotros, porque nos ama hasta el punto de considerarnos más valiosos que cualquier otra cosa. Hermano, hermana, para Dios, que ha cambiado la historia durante el censo, tú no eres un número, sino que eres un rostro; tu nombre está escrito en su corazón. Pero tú, mirando a tu corazón, al rendimiento que no es suficiente, al mundo que juzga y no perdona, quizás vivas mal esta Navidad, pensando que no estás a la altura, albergando un sentimiento de fracaso y de insatisfacción por tus fragilidades, por tus caídas y tus problemas, y por tus pecados. Pero hoy, por favor, deja la iniciativa a Jesús, que te dice: “Por ti me hice carne, por ti me hice como tú”. ¿Por qué permaneces en la prisión de tus tristezas? Como los pastores, que dejaron sus rebaños, deja el recinto de tus melancolías y abraza la ternura del Dios Niño. Y hazlo sin máscaras, sin corazas, encomiéndale a Él tus afanes y Él te sostendrá (cf. Sal 55,23). Él, que se hizo carne, no espera de ti tus resultados exitosos, sino tu corazón abierto y confiado. Y tú en Él redescubrirás quién eres: un hijo amado de Dios, una hija amada de Dios. Ahora puedes creerlo, porque esta noche el Señor vino a la luz para iluminar tu vida y sus ojos brillan de amor por ti. Nos resulta difícil aceptar esto, que los ojos de Dios brillan de amor por nosotros.

Sí, Cristo no mira números, sino rostros. Pero, entre las tantas cosas y las locas carreras de un mundo siempre ocupado e indiferente, ¿quién lo mira a Él? ¿quién lo mira? En Belén, mientras mucha gente, llevada por la euforia del censo, iba y venía, llenaba los albergues y las posadas hablando de todo un poco, sólo algunos estuvieron cerca de Jesús: María y José, los pastores, y luego los magos. Aprendamos de ellos. Permanecen con la mirada fija en Jesús, con el corazón dirigido hacia Él. No hablan, sino adoran. Esta noche, hermanos y hermanas, es el tiempo de la adoración: adorar.

La adoración es el camino para acoger la encarnación. Porque es en el silencio que Jesús, Palabra del Padre, se hace carne en nuestras vidas. Comportémonos también nosotros como en Belén, que significa “casa del pan”. Estemos ante Él, Pan de vida. Redescubramos la adoración, porque adorar no es perder el tiempo, sino permitirle a Dios que habite en nuestro tiempo. Es hacer que florezca en nosotros la semilla de la encarnación, es colaborar con la obra del Señor, que como fermento cambia el mundo. Adorar es interceder, reparar, permitirle a Dios que enderece la historia. Un gran narrador de aventuras épicas escribió a su hijo: «Pongo delante de ti lo que hay en la tierra digno de ser amado: el Bendito Sacramento. En él hallarás el romance, la gloria, el honor, la fidelidad y el verdadero camino a todo lo que ames en la tierra» (J.R.R. Tolkien, Carta 43, marzo 1941).

Hermanos y hermanas, esta noche el amor cambia la historia. Haz que creamos, oh Señor, en el poder de tu amor, tan distinto del poder del mundo. Señor, haz que, como María, José, los pastores y los magos, nos reunamos en torno a Ti para adorarte. Haciéndonos Tú más semejantes a Ti, podremos testimoniar al mundo la belleza de tu rostro.

Fuente: vatican.va

¡Pensemos en la gentileza de Dios!

 El Papa ayer en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Hoy, en el cuarto domingo de Adviento, el Evangelio nos presenta la escena de la Anunciación (cf. Lc 1,26-38). El ángel, para explicar a María cómo concebirá a Jesús, le dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (v. 35). Detengámonos un poco en esta imagen, la sombra.

En una tierra como la de María, perennemente soleada, una nube pasajera, un árbol que resiste a la sequía y ofrece cobijo, una tienda hospitalaria brindan alivio y protección. La sombra es un don que restaura, y el ángel describe precisamente así el modo en el que el Espíritu Santo desciende sobre María, el modo de hacer de Dios: Dios siempre actúa como un amor gentil que abraza, que fecunda, que custodia, sin violencia, sin herir la libertad. Así es el modo de actuar de Dios.

La de la sombra que protege es una imagen recurrente en la Biblia. Pensemos en la sombra que acompaña al pueblo de Dios en el desierto (cf. Ex 13,21-22). La sombra habla, en suma, de la gentileza de Dios. Es como si Él dijera a María, pero también a todos nosotros: “Estoy aquí para ti y me ofrezco como tu refugio y tu cobijo: ven bajo mi sombra, quédate conmigo”. Hermanos y hermanas, así se comporta el amor fecundo de Dios. Y es algo que, en un cierto sentido, podemos experimentar también entre nosotros, por ejemplo, cuando entre amigos, prometidos, esposos, padres e hijos somos delicados, somos respetuosos, cuidando a los demás con amabilidad. ¡Pensemos en la gentileza de Dios!

Dios ama así y nos llama también a nosotros a hacer lo mismo: acogiendo, protegiendo, respetando a los demás. Pensar en todos, pensar en quien está marginado, en quien estos días está lejos de la alegría de la Navidad. Pensemos en todos con la gentileza de Dios. Recordad esta palabra: la gentileza de Dios.

Y preguntémonos entonces, en la víspera de la Navidad: ¿Yo deseo dejarme envolver por la sombra del Espíritu Santo, por la dulzura y por la mansedumbre de Dios, por la gentileza de Dios, haciéndole un sitio en el corazón, acercándome a su perdón, a la Eucaristía? Y después: ¿Para qué personas solas y necesitadas podría ser una sombra que repara, una amistad que consuela?

Que María nos ayude a estar abiertos, acogedores ante la presencia de Dios, que con mansedumbre viene a salvarnos.

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Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de Italia y de varias partes del mundo. En particular, saludo a la delegación de los ciudadanos italianos que viven en territorios oficialmente reconocidos como muy contaminados y que desde hace tiempo esperan la descontaminación. Expreso solidaridad a estas poblaciones y deseo que su voz sea escuchada.

Deseo a todos un feliz domingo y una Nochebuena en la oración, en el calor de los afectos y en la sobriedad. Permitidme una recomendación: ¡No confundamos la fiesta con el consumismo!  Se puede – y como cristianos se debe – festejar en la sencillez, sin desperdicios y compartiendo con aquellos a los que le falta lo necesario o les falta compañía. Estamos cerca de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la guerra: pensemos en Palestina, Israel, Ucrania. Pensemos también en quienes sufren por la miseria, el hambre, la esclavitud. ¡Que el Dios que adoptó para sí un corazón humano infunda humanidad en los corazones de los hombres!

Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y feliz Navidad a todos!

 Hasta pronto.

Fuente: vatican.va

12/24/23

La Luz de Belén

José Antonio García-Prieto Segura

Otra vez, Navidad. Ciegos o sordos habríamos de estar, para no darnos cuenta de que la fiesta del Nacimiento de Cristo está a las puertas. Ciegos, porque las luces que adornan calles y escaparates brillan por doquier; y sordos porque ruidos y bullicio no se quedan atrás. A esto se suma la impresión de que las prisas por adelantar el acontecimiento -promoviendo compras con tantas proclamas externas- creciesen de año en año. Todo sea bienvenido si las ramas no impiden ver el bosque, es decir, si la jarana y luces titilantes ayudan y no hacen olvidar “el misterio” que subyace al decorado exterior.

El “Misterio” subyacente sí, y esta vez con mayúscula, porque los cristianos celebramos el Nacimiento, en Belén, del Salvador del mundo. La fiesta del Hijo eterno de Dios hecho hombre es lo que late en la entraña del profuso bosque de luces y músicas que nos envuelven. Y para quienes no sean cristianos, no por ello la conmemoración del 25 de diciembre, dejará de ser el motivo de tanto reflejo externo.

Considero que todos, cristianos o no, tendríamos que cuestionarnos qué eco interior produce en nosotros este acontecimiento histórico que, al cabo de 21 siglos, sigue llamando a nuestras puertas. Ya es motivo serio de personal interpelación el que sean tantos los siglos transcurridos, sin que haya perdido fuerza. Por eso, me parece fundamental que nos esforcemos por aminorar nuestro ajetreo incesante y hacer silencio en el interior del corazón. Solo así los cristianos celebraremos la Navidad como Dios se merece; y quienes no lo sean, sabe Dios si recibirán también rayos de luz del que, en su oscuridad de Belén, nació para todos.

Como ilustración de lo escrito hasta aquí, y para favorecer disposiciones personales que nos ayuden a acoger el Misterio y responder a su amor, me serviré de dos representaciones artísticas.

“Censo en Belén” es el título de un cuadro al óleo, del flamenco Pieter Brueghel el Viejo, de mediados del siglo XVI. Recoge la escena evangélica del empadronamiento en Belén, que registra san Lucas en su evangelio. El artista presenta un paisaje nevado en el que numerosas personas, aisladas o en pequeño grupos, transmiten la sensación de una incesante actividad, afanadas en sus trabajos. A las puertas de una gran casa, se ve un nutrido grupo de personas, agolpadas, pidiendo asilo; y en el centro del cuadro, dirigiéndose a ese alojamiento, aparecen dos figuras inconfundibles: María, montada sobre un jumento; y José que camina a pie, por delante, llevando el ronzal del borrico. Da la impresión de que estuviesen como perdidos y silenciosos, en medio de la marabunta y del movimiento que difunden a su alrededor todos los demás personajes.

La descripción que acabo de hacer, bien podría ser una imagen de nuestros días. Además de los actuales conflictos bélicos que tanto sufrimiento nos producen, vemos mucha agitación de distinto tipo y a diversos niveles: en el trabajo, en las relaciones sociales, en los grupos familiares, etc.. Estos contrastes en la convivencia social, en las relaciones laborales o familiares, de suyo no deberían ser motivo de inquietudes y desequilibrios; sin embargo, muchas veces dificultan e impiden que nos detengamos por fuera y nos apacigüemos por dentro.

Ahora, la conmemoración del nacimiento de Jesús es una llamada apremiante para serenar nuestras vidas y contribuir a que lo hagan también muchos otros. Si pacificamos el propio mundo interior, será más fácil que la mirada descubra a María y José perdidos entre la marabunta de “El censo en Belén”, y al Niño que, en breve, y sin ruido de palabras nos hablará desde la gruta de Belén.

Correspondámosle con oración porque de eso se trata y a eso invita la “parada” que hagamos. Así dispuestos, oiremos su llamada y percibiremos su luz, sin dejar que pase de largo, ahora y en el curso de nuestra vida.

“La luz del mundo” es el título de la segunda obra pictórica con la que deseo ilustrar cuanto vengo diciendo: que el bullicio y los reclamos exteriores no impidan que el amor de Dios reavivado en su Navidad, pase sin dejar huella en nosotros. William Holman es el autor inglés del cuadro, a mediados del siglo XIX.

Si en el óleo del “Censo en Belén” el movimiento y número de las figuras eran incontables, en “La luz del mundo” aparece una sola: Cristo, que vestido con una túnica blanca y portando un farol en su mano izquierda, llama con la derecha a la puerta de una casa. En realidad, son dos los protagonistas del cuadro: además de Jesús, cada uno de nosotros. aunque no estemos representados pictóricamente, pero nos sabemos presentes al otro lado de la puerta. La metáfora está más que clara y servida. Cristo ha dicho de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”, y desea comunicarnos, uno a uno, la luz de su verdad y del sentido de nuestras vidas, representados por el farol que porta en su mano. Sin embargo, todo depende de que acojamos su llamada y le abramos nuestra intimidad.

Se cuenta que William Holman al dar a conocer su obra en Londres, fue interpelado por uno de los presentes, por no haber pintado cerradura alguna en la puerta. El autor le habría contestado que era una omisión intencionada, porque esa puerta solo podía abrirse desde dentro. Poco importa que esta anécdota sea o no verídica, porque el propio Holman, en el mismo cuadro, ha dejado bien clara su intencionalidad: no hacer oídos sordos a la llamada personal que Cristo hace a cada uno de nosotros.

En efecto, en la parte superior del cuadro, junto con su firma a la derecha, puso, en latín, estas palabras: “Me non praetermisso, Domine”, que podemos traducir así: “No me pases de largo, Señor”. Lo interpreto como una aspiración del pintor, a modo de sincera jaculatoria. Puede servirnos como llamada de atención para no dejar escapar la gracia y la luz de Cristo que nunca nos faltan, y menos en esta nueva fiesta de Navidad. Precisamente en estos días oiremos las palabras de Isaías referidas al nacimiento de Jesús: “Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor” (Is. 9, 2).

Concluyo sintetizando las precedentes sugerencias con tres sucintas ideas: Dios viene de nuevo y nos interpela personalmente con su amor. La oración y el silencio interior se hacen necesarios para oír su llamada y acogerla. Cristo hará que experimentemos la alegría y la paz que nos ofrece y, con Él, que las difundamos a nuestro alrededor. Es la Navidad que deseo para todo el mundo, empezando por los lectores de estas líneas y sus allegados más queridos

Fuente: religion.elconfidencialdigital.com


12/23/23

He aquí la esclava del Señor

 4.º domingo de Adviento (Ciclo B). 

Evangelio (Lc 1,26-38)

En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.

Y entró donde ella estaba y le dijo:

— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.

Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo. Y el ángel le dijo:

— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.

María le dijo al ángel:

— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?

Respondió el ángel y le dijo:

— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.

Dijo entonces María:

— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia.


Comentario

Con el correr de este tiempo de Adviento se ha ido encendiendo en nuestro corazón el deseo de acoger al Señor que viene a nosotros. Ya faltan sólo unos días para que festejemos la Navidad. Ahora vivimos de cerca los acontecimientos que precedieron al nacimiento de Jesús, y hoy en concreto la liturgia de la Iglesia nos invita a meditar el anuncio que el ángel Gabriel hizo a santa María de los planes que Dios tenía para ella en la historia de la salvación.

San Josemaría gustaba de entrar en ella, como en todas las de Evangelio, para vivirla desde dentro, como un personaje más: “No olvides, amigo mío, que somos niños. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración. Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino... –Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena…”.

El ángel se dirige a María con las palabra: Jaire, kejaritoméne! –según el texto griego. El término jaire es un saludo que literalmente significa: “alégrate”. En efecto, siempre que Dios está cerca, una alegría serena invade el alma. “La misma palabra –hace notar Benedicto XVI– reaparece en la Noche Santa [del nacimiento de Jesús] en labios del ángel, que dijo a los pastores: ‘Os anuncio una gran alegría’ (cf. Lc 2, 10).

Vuelve a aparecer en Juan con ocasión del encuentro con el Resucitado: ‘Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor’ (Jn 20, 20). En los discursos de despedida en Juan hay una teología de la alegría que ilumina, por decirlo así, la hondura de esta palabra: ‘Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría’ (Jn 16, 22)”.

La palabra jaire está relacionada en griego con járis (que significa “gracia”), porque la alegría es inseparable de la gracia. María “ha sido abundantemente objeto de la gracia” (v. 28), que eso significa literalmente el término kejaritoméne, traducido por “llena de gracia”. Dios la había escogido para ser madre de su Hijo hecho hombre y, por eso, en atención a los méritos de Cristo, había sido preservada del pecado original desde el momento en que fue concebida por sus padres.

El Señor le anuncia que concebirá y dará a luz un niño, que llevará el nombre de Jesús (es decir, Salvador). Será el Mesías prometido, aquel que recibirá “el trono de David”, y, aún más, el “Hijo del Altísimo”, el “Hijo de Dios” verdadero.

Lo concebirá virginalmente, sin concurso de varón, por obra y gracia del Espíritu Santo: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (v. 35). Durante la peregrinación del pueblo de Dios por el desierto camino de la tierra prometida, la presencia del Señor se manifestaba a través de la nube que cubría el santuario, ahora será el Espíritu Santo el que cubrirá con su sombra ese Santuario de la presencia de Dios que es el cuerpo de María.

Por eso, sigue diciendo el ángel, “el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios” (v. 35). El adjetivo “santo”, por la posición en la que aparece en el texto griego original y en esta traducción, va calificando el modo de nacer: “nacerá santo”, en posible alusión a su nacimiento virginal.

María, diciendo sencillamente que “sí” se convierte en la madre del Hijo de Dios hecho hombre. Benedicto XVI observa que “los Padres de la Iglesia han expresado a veces todo esto diciendo que María habría concebido por el oído, es decir, mediante su escucha. A través de su obediencia la palabra ha entrado en ella, y ella se ha hecho fecunda”.

También a través de la escucha de la palabra de Dios y la obediencia sin condiciones a lo que el Señor nos dice podremos acoger en nuestros corazones a Jesús que viene, participando junto con María y José en el gozo del nacimiento del Mesías largamente esperado.

Fuente: opusdei.org