José Antonio García-Prieto Segura
- “Yo soy la luz del mundo”, y desea comunicarnos, uno a uno, la luz de su verdad y del sentido de nuestras vidas, representados por el farol que porta en su mano
Otra vez, Navidad. Ciegos o sordos habríamos de estar, para no darnos cuenta de que la fiesta del Nacimiento de Cristo está a las puertas. Ciegos, porque las luces que adornan calles y escaparates brillan por doquier; y sordos porque ruidos y bullicio no se quedan atrás. A esto se suma la impresión de que las prisas por adelantar el acontecimiento -promoviendo compras con tantas proclamas externas- creciesen de año en año. Todo sea bienvenido si las ramas no impiden ver el bosque, es decir, si la jarana y luces titilantes ayudan y no hacen olvidar “el misterio” que subyace al decorado exterior.
El “Misterio” subyacente sí, y esta vez con mayúscula, porque los cristianos celebramos el Nacimiento, en Belén, del Salvador del mundo. La fiesta del Hijo eterno de Dios hecho hombre es lo que late en la entraña del profuso bosque de luces y músicas que nos envuelven. Y para quienes no sean cristianos, no por ello la conmemoración del 25 de diciembre, dejará de ser el motivo de tanto reflejo externo.
Considero que todos, cristianos o no, tendríamos que cuestionarnos qué eco interior produce en nosotros este acontecimiento histórico que, al cabo de 21 siglos, sigue llamando a nuestras puertas. Ya es motivo serio de personal interpelación el que sean tantos los siglos transcurridos, sin que haya perdido fuerza. Por eso, me parece fundamental que nos esforcemos por aminorar nuestro ajetreo incesante y hacer silencio en el interior del corazón. Solo así los cristianos celebraremos la Navidad como Dios se merece; y quienes no lo sean, sabe Dios si recibirán también rayos de luz del que, en su oscuridad de Belén, nació para todos.
Como ilustración de lo escrito hasta aquí, y para favorecer disposiciones personales que nos ayuden a acoger el Misterio y responder a su amor, me serviré de dos representaciones artísticas.
“Censo en Belén” es el título de un cuadro al óleo, del flamenco Pieter Brueghel el Viejo, de mediados del siglo XVI. Recoge la escena evangélica del empadronamiento en Belén, que registra san Lucas en su evangelio. El artista presenta un paisaje nevado en el que numerosas personas, aisladas o en pequeño grupos, transmiten la sensación de una incesante actividad, afanadas en sus trabajos. A las puertas de una gran casa, se ve un nutrido grupo de personas, agolpadas, pidiendo asilo; y en el centro del cuadro, dirigiéndose a ese alojamiento, aparecen dos figuras inconfundibles: María, montada sobre un jumento; y José que camina a pie, por delante, llevando el ronzal del borrico. Da la impresión de que estuviesen como perdidos y silenciosos, en medio de la marabunta y del movimiento que difunden a su alrededor todos los demás personajes.
La descripción que acabo de hacer, bien podría ser una imagen de nuestros días. Además de los actuales conflictos bélicos que tanto sufrimiento nos producen, vemos mucha agitación de distinto tipo y a diversos niveles: en el trabajo, en las relaciones sociales, en los grupos familiares, etc.. Estos contrastes en la convivencia social, en las relaciones laborales o familiares, de suyo no deberían ser motivo de inquietudes y desequilibrios; sin embargo, muchas veces dificultan e impiden que nos detengamos por fuera y nos apacigüemos por dentro.
Ahora, la conmemoración del nacimiento de Jesús es una llamada apremiante para serenar nuestras vidas y contribuir a que lo hagan también muchos otros. Si pacificamos el propio mundo interior, será más fácil que la mirada descubra a María y José perdidos entre la marabunta de “El censo en Belén”, y al Niño que, en breve, y sin ruido de palabras nos hablará desde la gruta de Belén.
Correspondámosle con oración porque de eso se trata y a eso invita la “parada” que hagamos. Así dispuestos, oiremos su llamada y percibiremos su luz, sin dejar que pase de largo, ahora y en el curso de nuestra vida.
“La luz del mundo” es el título de la segunda obra pictórica con la que deseo ilustrar cuanto vengo diciendo: que el bullicio y los reclamos exteriores no impidan que el amor de Dios reavivado en su Navidad, pase sin dejar huella en nosotros. William Holman es el autor inglés del cuadro, a mediados del siglo XIX.
Si en el óleo del “Censo en Belén” el movimiento y número de las figuras eran incontables, en “La luz del mundo” aparece una sola: Cristo, que vestido con una túnica blanca y portando un farol en su mano izquierda, llama con la derecha a la puerta de una casa. En realidad, son dos los protagonistas del cuadro: además de Jesús, cada uno de nosotros. aunque no estemos representados pictóricamente, pero nos sabemos presentes al otro lado de la puerta. La metáfora está más que clara y servida. Cristo ha dicho de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”, y desea comunicarnos, uno a uno, la luz de su verdad y del sentido de nuestras vidas, representados por el farol que porta en su mano. Sin embargo, todo depende de que acojamos su llamada y le abramos nuestra intimidad.
Se cuenta que William Holman al dar a conocer su obra en Londres, fue interpelado por uno de los presentes, por no haber pintado cerradura alguna en la puerta. El autor le habría contestado que era una omisión intencionada, porque esa puerta solo podía abrirse desde dentro. Poco importa que esta anécdota sea o no verídica, porque el propio Holman, en el mismo cuadro, ha dejado bien clara su intencionalidad: no hacer oídos sordos a la llamada personal que Cristo hace a cada uno de nosotros.
En efecto, en la parte superior del cuadro, junto con su firma a la derecha, puso, en latín, estas palabras: “Me non praetermisso, Domine”, que podemos traducir así: “No me pases de largo, Señor”. Lo interpreto como una aspiración del pintor, a modo de sincera jaculatoria. Puede servirnos como llamada de atención para no dejar escapar la gracia y la luz de Cristo que nunca nos faltan, y menos en esta nueva fiesta de Navidad. Precisamente en estos días oiremos las palabras de Isaías referidas al nacimiento de Jesús: “Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor” (Is. 9, 2).
Concluyo sintetizando las precedentes sugerencias con tres sucintas ideas: Dios viene de nuevo y nos interpela personalmente con su amor. La oración y el silencio interior se hacen necesarios para oír su llamada y acogerla. Cristo hará que experimentemos la alegría y la paz que nos ofrece y, con Él, que las difundamos a nuestro alrededor. Es la Navidad que deseo para todo el mundo, empezando por los lectores de estas líneas y sus allegados más queridos
Fuente: religion.elconfidencialdigital.com