12/28/23

San José y la espera de la Navidad

(Pronunciada el IV Domingo de Adviento, 22 de diciembre de 2013)

Queridos amigos, junto a María, Madre del Señor, y a san Juan Bautista, la liturgia nos presenta hoy una tercera figura, en la que el Adviento es casi una persona, una figura que incorpora el Adviento: san José. Meditando el texto del Evangelio podemos ver, me parece, tres elementos constitutivos de esta visión.

El primer y decisivo es que a San José se le llama “justo”. Para el Antiguo Testamento, esta es la máxima caracterización de alguien que verdaderamente vive según la palabra de Dios, que vive la alianza con Dios.

Para entenderlo bien debemos pensar en la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

El acto fundamental de un cristiano es el encuentro con Jesús, en Jesús con la palabra de Dios, que es Persona. Al encontrarnos con Jesús hallamos la verdad, el amor de Dios y así la relación de amistad se convierte en amor, nuestra comunión con Dios crece, somos verdaderamente creyentes y nos hacemos en santos.

El acto fundamental en el Antiguo Testamento es diferente, porque Cristo todavía era futuro y por tanto a lo sumo era ir al encuentro de Cristo, pero aún no era un verdadero encuentro como tal. La palabra de Dios en el Antiguo Testamento tiene esencialmente la forma de ley: “Torá”. Dios guía, ese es el significado, Dios nos muestra el camino. Es un camino de educación que forma al hombre según Dios y lo hace capaz de encontrar a Cristo. En este sentido esa justicia, ese vivir según la ley es un camino hacia Cristo, un extenderse hacia Él; pero el acto fundamental es la observancia de la Torá, de la ley, y así ser “justo”. San José es justo, un ejemplo aún del Antiguo Testamento.

Pero aquí hay un peligro y al mismo tiempo una promesa, una puerta abierta.

El peligro aparece en las discusiones de Jesús con los fariseos y sobre todo en las cartas de san Pablo. El peligro es que si la palabra de Dios es sustancialmente ley, debe ser considerada como una suma de prescripciones y prohibiciones, un conjunto de reglas, y la actitud, por tanto, debe ser la de observar las reglas y ser así correctos. Pero si la religión es así, es sólo eso, no nace la relación personal con Dios, y el hombre permanece dentro de sí mismo, buscando perfeccionarse, ser perfecto. Pero así nace una amargura, como vemos en el segundo hijo de la parábola del hijo pródigo, quien, habiéndolo observado todo, al final se siente amargado y hasta un poco envidioso de su hermano que, según él, ha tenido vida en abundancia. Éste es el peligro: el solo hecho de observar la ley se vuelve impersonal; el solo hecho de hacerla, vuelve al hombre duro y hasta amargo. Al final no puede amar a ese Dios, que sólo se presenta con reglas y a veces incluso con amenazas. Ése es el peligro.

La promesa, en cambio, es: también podemos ver estas prescripciones, no sólo como un código, un conjunto de reglas, sino como expresión de la voluntad de Dios, en la que Dios habla conmigo, yo hablo con Él. Al entrar en esa ley, entro en diálogo con Dios, conozco el rostro de Dios, empiezo a ver a Dios y así estoy en camino hacia la palabra de Dios en persona, hacia Cristo. Y un verdadero justo como San José es así: para él la ley no es simplemente la observancia de reglas, sino que se presenta como una palabra de amor, una invitación al diálogo, y la vida según la palabra es entrar en ese diálogo y ver detrás de las normas y en las normas el amor de Dios, entendiendo que todas esas normas no son válidas en sí mismas, sino que son reglas de amor, sirven para que el amor crezca en mí. Así se entiende que al final toda la ley es sólo amor a Dios y al prójimo. Habiendo encontrado esto, se observa toda la ley. Si uno vive en ese diálogo con Dios, un diálogo de amor en el que busca el rostro de Dios, en el que busca el amor y deja claro que todo está dictado por el amor, está en camino hacia Cristo, es verdaderamente justo. San José es un verdadero justo, por eso en él el Antiguo Testamento se hace Nuevo, porque en las palabras busca a Dios, a la persona, busca su amor, y toda observancia es vida en el amor.

Lo vemos en el ejemplo que nos ofrece este Evangelio. San José, desposado con María, descubre que Ella está esperando un hijo. Podemos imaginar su decepción: conocía a esta chica y la profundidad de su relación con Dios, su belleza interior, la extraordinaria pureza de su corazón; vio brillar en esta joven el amor de Dios y el amor de Su palabra, de Su verdad y ahora se encuentra seriamente decepcionado. ¿Qué hacer? Aquí el derecho ofrece dos posibilidades, en las que aparecen los dos caminos, el peligroso, fatal, y el de la promesa. Puede demandar ante los tribunales y así exponer a María a la vergüenza, destruirla como persona. Puede hacerlo de forma privada con una carta de separación. Y San José, verdadero justo, aunque sufrió mucho, toma la decisión de seguir este camino, que es un camino de amor en la justicia, de justicia en el amor, y San Mateo nos dice que luchó consigo mismo, dentro de sí con la palabra. En esta lucha, en este camino por comprender la verdadera voluntad de Dios, encontró la unidad entre el amor y la norma, entre la justicia y el amor, y así, en su camino hacia Jesús, está abierto a la aparición del ángel, abierto al hecho de que Dios le comunica que es obra del Espíritu Santo.

San Hilario de Poitier, en el siglo IV, una vez, tratando del temor de Dios, dijo al final: “Todo nuestro temor está puesto en el amor”, es sólo un aspecto, un matiz del amor. Entonces podemos decir aquí para nosotros: toda la ley está puesta en el amor, es una expresión del amor y debe cumplirse entrando en la lógica del amor. Y aquí hay que tener en cuenta que, incluso para nosotros los cristianos, existe la misma tentación, el mismo peligro que existía en el Antiguo Testamento: incluso un cristiano puede llegar a una actitud en la que la religión cristiana sea considerada como un conjunto de reglas, prohibiciones, normas positivas y prescripciones. Se puede llegar a la idea de que se trata sólo de cumplir prescripciones impersonales y así perfeccionarse, pero de esta manera se vacía el fondo personal de la palabra de Dios y se conduce a cierta amargura y dureza de corazón. En la historia de la Iglesia lo vemos en el jansenismo. Todos conocemos también este peligro, incluso personalmente sabemos que siempre debemos superar este peligro y encontrar a la Persona y, en el amor de la Persona, el camino de la vida y la alegría de la fe. Ser justo significa encontrar este camino y por eso, en realidad, también nosotros estamos siempre en camino del Antiguo al Nuevo Testamento en busca de la Persona, del rostro de Dios en Cristo. Esto es precisamente el Adviento: salir de la pura norma hacia el encuentro del amor, salir del Antiguo Testamento, que se convierte en Nuevo.

Este es, pues, el elemento primero y fundamental de la figura de san José tal como aparece en el Evangelio de hoy. Ahora dos palabras más breves sobre el segundo y tercer elemento.

El segundo: ve al ángel en el sueño y escucha su mensaje. Esto supone una sensibilidad interior hacia Dios, una capacidad de percibir la voz de Dios, un don de discernimiento, que sabe discernir entre los sueños que son ensueños y el verdadero encuentro con Dios. Sólo porque San José ya estaba en camino hacia la Persona del Verbo, hacia el Señor, hacia el Salvador, pudo discernir; Dios pudo hablarle y él lo entendió: esto no es un sueño, es verdad, es la aparición de Su ángel. Y así pudo discernir y decidir.

Para nosotros también es importante esta sensibilidad hacia Dios, esta capacidad de percibir que Dios me habla, y esta capacidad de discernir. Claro que Dios normalmente no nos habla como le habló a través del ángel a José, pero también tiene sus propias maneras de hablarnos. Son gestos de la ternura de Dios, que debemos percibir para encontrar alegría y consuelo, son palabras de invitación, de amor, incluso de petición al encontrarnos con personas que sufren, que necesitan una palabra o un gesto concreto de mi parte, una acción. Aquí necesitamos ser sensibles, conocer la voz de Dios, entender que ahora Dios me habla y responder.

Y así llegamos al tercer punto: la respuesta de San José a la palabra del ángel es la fe y luego la obediencia, el hecho. Fe: comprendió que ésta era realmente la voz de Dios, no era un sueño. La fe se convierte en fundamento sobre el que actuar, sobre el que vivir, significa reconocer que ésta es la voz de Dios, un imperativo de amor, que me guía por el camino de la vida, para luego hacer la voluntad de Dios. San José no era un soñador, aunque el sueño fuera la puerta por la que Dios entró en su vida. Era un hombre práctico y sobrio, un hombre de decisión, capaz de organizar. No fue fácil –creo– encontrar en Belén, porque no había lugar en las casas, el establo como lugar discreto y protegido y, a pesar de la pobreza, digno del nacimiento del Salvador. Organizar la fuga a Egipto, encontrar dónde dormir cada día, para vivir mucho tiempo: esto requería un hombre práctico, con sentido de acción, con capacidad de responder a los desafíos, de encontrar posibilidades de supervivencia. Y luego a su regreso, la decisión de volver a Nazaret, para establecer ahí la patria del Hijo de Dios, esto también demuestra que era un hombre práctico, que vivió como carpintero e hizo posible la vida de cada día.

Así San José nos invita por un lado a este camino interior en la palabra de Dios, para estar cada vez más cerca a la persona del Señor, y al mismo tiempo nos invita a la vida sobria, al trabajo, al servicio diario de cumplir con nuestro deber en el gran mosaico de la historia.

Demos gracias a Dios por la hermosa figura de San José. Oremos: “Señor, ayúdanos a estar abiertos a Ti, a encontrar tu rostro cada vez más, a amarte, a encontrar el amor en las normas, a estar arraigados, realizados en el amor. Ábrenos al don del discernimiento, a la capacidad de escucharte y a la sobriedad de vivir según tu voluntad y nuestra vocación”. ¡Amén!

Fuente: almudi.org