María Novo
Individual y socialmente, necesitamos una nueva cultura del tiempo. Debemos reorientar las pautas y creencias que hemos heredado en relación con las prisas
El tiempo es la medida del cambio, afirman los científicos. El tiempo es oro, decían nuestros abuelos. Tiempo es libertad, decimos los transeúntes del siglo XXI… Todas estas cosas y muchas más confluyen en ese don intangible y a la vez tan presente en nuestras vidas.
Los filósofos modernos afirman que el tiempo es una medida de la felicidad. Así, sin paliativos. Para Platón, era la imagen móvil de lo eterno. Mientras los artistas completan la frase: es la vasija que permite la creación. Y algunos escépticos se limitan a decir: pasa y no vuelve.
Todos tienen razón y, pese a ello, no logran dar una definición total y absoluta de ese misterio que esconde la vida, la sucesión de un universo de horas inalcanzable en sus vaivenes, en su semejanza a un viento que empuja a veces, otras acaricia y siempre mueve el mundo sin pedir permiso. Cada amanecer, cada crepúsculo, señala los ritmos de la naturaleza y nos ayuda a medir los minutos, los días; una forma inocente de pretender abarcar lo inabarcable, de ponerle nombre a lo efímero, de descubrir que ese laberinto indescifrable guarda el secreto de la Vida y de nuestra propia vida.
La sencillez del tiempo es una mampara que oculta su complejidad. Es imposible vencerlo, guardarlo, almacenarlo… Los ecologistas dicen que es un recurso no renovable. Los poetas aman las horas demoradas y describen sin prisa el amor. Algunos adoran el silencio y agradecen el mutismo del tiempo. Otros, en cambio, persiguen la luz y aguardan impacientes la llegada de los amaneceres. Los místicos se asoman al lado íntimo de las horas y nos recuerdan que el alma no lleva reloj. En cualquier caso, el eco de ese flujo permanente está insertado en cada una de las células de nuestro cuerpo, contribuye a construir el trazo de nuestras vidas, envuelve los hechos con la medida exacta del placer y el dolor. Nos modela como un escultor maneja la materia prima.
Escribimos la vida en el tiempo y nos arriesgamos
a hipotecarlo cuando llega la llamada de las prisas
Pero existe un algo interior, una vocación de libertad, que nos permite a los humanos manejar a nuestra vez el tiempo. Es la fuerza de la vida que transportamos, la búsqueda del equilibrio que requieren mente y cuerpo, la vocación de crear y vencer al caos, la capacidad de nombrar lo que ocurre, también de ponerle nombre a las épocas, intervalos, vaivenes que construyen nuestra historia.
Y así, forcejeando con lo que se impone y los sueños, abrazamos el instante, dialogamos con los relojes, y sometemos la fragilidad de nuestras vidas al proyecto de hacerlas mejores, de dejar una huella feliz a nuestro paso por el mundo, de superar el vértigo de una muerte inevitable haciendo de cada existencia una obra de arte.
Escribimos la vida en el tiempo y nos arriesgamos a hipotecarlo cuando llega la llamada de las prisas: el trabajo, el dinero, el éxito… nos impulsan a correr. En ese difícil equilibrio vamos tejiendo, paso a paso, la urdimbre de unas existencias retadas a autoorganizarse. Tenemos necesidad de acercarnos a los otros, de escuchar, compartir… Y también de disponer de recursos materiales, de ir creciendo profesional y humanamente. Aparece entonces la aceleración por hacer, por querer estar en todo, verlo todo, experimentarlo todo… Y olvidamos que la mayor experiencia es el encuentro en paz con uno mismo y con las personas queridas.
En esa carrera, estamos perdiendo el alma, que se mueve despacio. Nuestra biografía acaba sepultada por los lemas de la sociedad: producir, comprar, vender… El asombro que sentíamos de niños da paso al ansia de poseer, de controlar, y nuestra atención se desplaza hacia el territorio de la conquista, llega a ir más allá de los límites. Así, poco a poco, las estaciones de lo humano se van independizando de las de la naturaleza. Ya no nos sometemos a las reglas de la primavera o del otoño, deseosos de ser dueños de todas las reglas, de dominar las pautas que están custodiadas desde el origen.
Individual y socialmente, necesitamos una nueva cultura del tiempo. Comenzar introduciendo pequeños cambios en la vida diaria es, sin duda, una buena forma de contribuir a la transformación cultural, social y ecológica que requieren nuestras sociedades. Cada cambio, cada ocasión en la que acoplamos nuestro ritmo al de la naturaleza (y a nuestra propia naturaleza), es una brecha por la que entra una luz nueva al sistema.
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Necesitamos con urgencia acoplar nuestras conductas individuales y colectivas a los límites y posibilidades del entorno natural que es nuestro hábitat. También a los ritmos que marca nuestro cuerpo, frecuentemente forzados por los vaivenes de la vida diaria. Ojalá entre todos consigamos reorientar las pautas y creencias que hemos heredado en relación con las prisas, el éxito y la calidad de vida.
Fuente: ethic.es
Este texto es un fragmento de ‘La sociedad de las prisas’ (Ediciones Obelisco, 2023), de María Novo