José Antonio García-Prieto Segura
“La belleza salvará al mundo”. Fiodor Dostovieski
La memoria del corazón cristiano celebra agradecida los eventos históricos de la Semana Santa. El Viernes Santo me ha traído a la memoria la famosa frase de Fiodor Dostovieski: “La belleza salvará al mundo”, que he tomado prestada para titular este artículo, pero con retoques fruto de la fe; por eso, escribo “Belleza”, con mayúscula, al referirla a la persona divina de Jesús; “oculta”, porque en la Cruz su rostro tumefacto y ensangrentado sería lo más opuesto a toda belleza; y “que nos salva”, porque ese fue el fruto de su Sacrificio, ofrecido a Dios-Padre por el perdón de nuestros pecados. Expongo algunas reflexiones sobre estas realidades.
Como inicio, contextualizaré las palabras de Dostoyevski para abrirnos luego hasta la dimensión trascendente de la Belleza. Aparecen en su obra “El idiota”, cuyo protagonista es el príncipe Misshkin, joven de gran corazón y bondad. Otro personaje, Ippolit, poco más joven que él, es tuberculoso, cercano a la muerte y ha decidido suicidarse; en una concurrida velada, se dirige a Misshkin, vociferando: “Príncipe, ¿es verdad que usted dijo una vez que al mundo lo salvaría la ´belleza`? ¡Caballeros! -gritó dirigiéndose a todos-. El príncipe ha dicho que la belleza salvaría al mundo… Yo sostengo que si se le ocurren ideas tan peregrinas es porque está enamorado.”. (Parte III, cap. 5). Ippolit parece ya muerto a todo amor y encanto de la vida.
En el fondo, quien habla es Dostoyevski que, además, transfiere experiencias propias, a esos dos personajes. A Misshkin, la epilepsia que padecía el escritor ruso. Con Ippolit comparte la vivencia de una muerte inminente, experimentada también por Fiodor cuando, condenado por actividades revolucionarias y llevado al paredón, le conmutaron in extremis la pena de muerte por cinco años de exilio en Siberia.
Ippolit, desde su situación personal, considera inconcebible -idea peregrina- que la belleza pueda salvar el mundo; pero Dostoyevski deja un resquicio de verosimilitud, y es que alguien, por estar tan enamorado, pueda conseguirlo; y tal persona es el príncipe Misshkin. Concuerdo con esa posibilidad, pero solo si se concibe un amor tan ardiente e intenso, tan abarcante y universal, que pueda abrazar al mundo entero. Pero entonces habría que hablar de algo sobrehumano y, por tanto, de una Belleza y del Amor que la originase, propiamente divinos. Por eso, este pasaje literario da pie para acceder a la dimensión trascedente de la belleza, aunque no entremos en consideraciones filosóficas. Los creyentes -y no olvidemos que Dostoyevski lo era- afirmamos que, en efecto, ese Amor y Belleza concurren en Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre.
Estamos así ante un Amor y Belleza divinos encarnados en un hombre, en el que algunas veces refulgen como acciones sobrehumanas, que despiertan la admiración y el asombro de las gentes; otras, en cambio, ese Amor y Belleza quedan tan ocultos y como desaparecidos, que es difícil pensar que sigan presentes en la misma persona. Y esto es lo que creemos que sucedió en la vida de Jesús y, especialmente, en su Sacrificio del Viernes Santo. La Sagrada Escritura ofrece luces reveladoras que lo confirman.
Hay dos textos muy expresivos de la Belleza divina y humana de Jesús, que no se reduce a una hermosura meramente externa y corporal. Así, del Cristo Mesías, dice el salmista: “Eres el más hermoso de los hijos de los hombres. La gracia se derramó en tus labios” (Sal 45, 2). Y la razón última de esta extrema belleza humana, la señala san Pablo: “porque en él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2, 9). En Jesús, su única persona divina confiere misteriosamente -si cabe hablar así- como un “plus” de hermosura y belleza a su naturaleza humana: la que tanta gente descubría en su mirada, en sus discursos, en sus maravillosas parábolas, en su amabilidad, en sus brazos abiertos para acoger a todos…
Sin embargo, aquella Belleza vivificada por su Amor divino, parece enteramente ausente en el Jesús ensangrentado y apenas reconocible, clavado en la Cruz del Gólgota, aunque sus brazos seguían abiertos para todos. Fueron momentos profetizados por Isaías, con estas palabras: “tan desfigurado estaba su aspecto, que no parecía ser de hombre” (Is 52, 14). Y poco después: “No hay en Él parecer ni hermosura que atraiga las miradas ni belleza que agrade” (Is 53, 2). Así debía estar el rostro y todo el cuerpo de Jesús después de la atroz flagelación y brutalidades sufridas.
¿Cómo explicar semejante contraste y mantener con Dostoyevski que la belleza salvará al mundo, si no es desde la luz de la fe? Solo abriéndonos a esa luz todo encaja y cobra sentido, como desvela Isaías al decirnos que Jesús se ha ofrecido, por amor y como víctima reparadora de nuestros pecados: “fue él quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores. Fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados. El castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados”. (Is 53, 4-5). La víspera de su muerte, el mismo Jesús nos dice que fue su amor la razón de su sacrificio redentor: “No hay un amor más grande que el dar la vida por los amigos”. (Jn 15, 13).
Recopilando lo anterior, diremos que la intuición de Dostoyevski era muy acertada, y alcanzó su dimensión trascendente en la vida, muerte y Resurrección de Jesús. Lo descubrió Dimas, el buen ladrón, en las palabras del Señor y en su modo de enfrentar la muerte: su Amor y Belleza luminosos y divinos reverberaban en la Cruz, aunque ocultos en el rostro exangüe y desfigurado de Jesús. La fe de Dimas quedó con firmada al oír las palabras de salvación: “hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43).
Nunca es tarde para descubrir la Belleza que salva, aunque san Agustín en sus Confesiones no lo viera así, pensando sin duda en el tiempo perdido antes de encontrar a Cristo. Lo recordaba Benedicto XVI a un grupo de jóvenes: “Como el joven Agustín con todos sus problemas en su camino difícil, cada uno de vosotros siente la llamada simbólica de toda criatura hacia lo alto; toda criatura hermosa remite a la belleza del Creador, que está como concentrada en el rostro de Cristo. Cuando la experimenta, el alma exclama: ‘Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva: tarde te amé’ (Confesiones X, 27, 38). Ojalá que cada uno de vosotros redescubra a Dios como sentido y fundamento de toda criatura, luz de verdad, llama de caridad, vínculo de unidad” (Discurso, 7-IX-2008)
El Viernes Santo es momento propicio para avivar la contemplación de la Belleza oculta del Crucificado, y corresponder con obras a su Amor divino, que nos dice como a Marta, en Betania: “Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá” (Jn 11, 25).
Fuente: religion.elconfidencialdigital.com