4/03/24

Las verdades del Génesis

 José María Contreras Espuny

Estos días he estado repasando mis apuntes sobre Adán y Eva para escribir esta página de sensacionalismo teológico. Me animó la reciente lectura de Creación, paraíso y pecado original (Guadarrama, 1969) del escriturista holandés H. Renckens, a quien llegué por el vivísimo interés que el asunto despierta en mí desde hace años. Tengo la sospecha de que los tres primeros capítulos del Génesis componen uno de los relatos que más verdad acumulan por sílaba cuadrada. Gómez de la Serna escribió que «La Biblia es un libro en el que todos estamos aludidos»; y es cierto, tan cierto que la primera alusión no se hace esperar. Aquí dejo, pues, varias notas e ideas que he ido cosechando. Estoy seguro de que alguna les será de provecho, entre otras cosas porque ninguna de ellas es enteramente mía.

1. Espíritu y palabra

El Génesis empieza, como es de rigor, por el principio. Primero era Elohim, y en un momento dado Elohim creó el cielo y la tierra. Pero todo estaba aún manga por hombro, como en esos documentales donde, a base de remontarse hasta lo inconcebible, nos muestran una Tierra que bien podría pasar por cualquiera de esos fallidos planetas que vagan adormecidos por el espacio sideral. Pero he aquí que había agua, y sobre aquel océano primitivo aleteaba, deseoso, impaciente, el espíritu de Dios. Y entonces Dios habló, y de su palabra surgió la luz, la bóveda celeste, los árboles, las «plantas portadoras de semilla», las aves, «los seres vivientes que pululan en las aguas», las bestias, los reptiles… En suma, de su palabra surgió cuanto desde entonces ha albergado, con más o menos durabilidad, la llama de la existencia.

Según Renckens, a los occidentales se nos escapa el intríngulis del pasaje porque no acabamos de entender la relación entre Espíritu y Palabra, entre lenguaje y realidad. Asegura que nosotros, tan proclives a las abstracciones especulativas, separamos al hablante del verbo y al verbo de la acción, mientras que para el oriental todo se concibe de manera unitaria. «De toda palabra pronunciada dimana una fuerza eficaz, puesto que ella encierra la energía, el alma entera de quien habla». Muestra de ello que el hebreo pueda expresar con el mismo término palabra y cosa, también mentira y delito. No habría convención ni arbitrariedad. Muy al contrario, cada palabra es una quimera en la que va el hablante íntegro y, también íntegra, la cosa designada.

El apunte de Renckens es bellísimo y arroja una luz decisiva sobre los primeros versículos del Génesis, así como sobre el paralelo del Evangelio según san Juan. Sin embargo, tanta belleza acaba poniéndonos en un apuro, como por otra parte es habitual, pues rara vez lo bello nos deja indemnes. Porque si cada palabra que pronuncio es una prolongación de mí, «unos brazos inmateriales» por medio de los cuales me propago como una luz o un incendio; si cuanto escribo ejerce una fuerza efectiva; si al poner sobre el papel, por ejemplo, amo, ni yo ni el amor ni lo amado salimos de rositas, cómo atreverse a decir algo. La situación sería: o el nombre exacto ―porque si es exacto es bueno― o nada. Casi más vale callar, taparse la boca con una hoja de higuera.

2. Adán y Eva

La creación del ser humano en el primer capítulo del Génesis está llena de detalles significativos: ese «Hagamos», deliberativo y lleno de ternura; el hecho de que, a diferencia del resto de animales creados según su especie, el hombre, cada hombre, surja a su caer, singular, hijo de su madre; y, por encima de todo, que estemos hechos a imagen y semejanza Suya. En lugar del descenso de lo divino, lo cual sería propio del politeísmo, se nos propone aquí la elevación del hombre, la vocación a dejarnos inspirar por nuestros anhelos más nobles, que los tenemos, es cuestión de rebuscarlos. Y siendo todo lo anterior estupendo, el salseo empieza en el segundo capítulo, cuando Adán es colocado en el jardín del Edén. Al rato lo narcotizan y, de algún modo, le extraen a Eva. Con ello la humanidad fue escindida en dos mitades que, desde entonces, buscan volver a unirse por medios que podemos calificar de dificultosos, aparatosos, novelescos.

El supuesto diario de Adán, hallado y traducido por Mark Twain, se abre con la siguiente frase: «Esta nueva criatura con el pelo largo anda todo el día por medio». Era lunes. Y aunque después vienen unas cuantas páginas más de irreprochable misoginia, resulta conmovedor ver cómo la ternura, con la que le bombardea la «nueva criatura con el pelo largo», va transformándole por dentro. Al final, tras una década de convivencia fuera del Edén, Adán corrige sus impresiones iniciales y reconoce que «es mejor vivir fuera del Jardín con ella que dentro sin ella». No consta que se lo dijera a Eva, quien por su parte escribe: «Él me ama todo lo que es capaz; yo le amo con toda la fuerza de mi naturaleza apasionada»; pero ojalá lo hiciera porque le habría encantado. Una mujer, sobre todo después de aquello, nunca te pedirá que renuncies a la gracia de Dios por ella; ahora bien, si lo haces sin necesidad de que lo pida, cuando menos se sentirá halagada. ¿Acaso no es ella misma un Edén portátil?

3. La caída

Muchos han querido ver, en especial desde el ámbito protestante, una relación entre la lascivia y el pecado original. El apetito sexual habría tenido la culpa de todo. San Agustín, que no llega a comprar esta mercancía averiada, no obstante propone la transmisión venérea del pecado original. Como consecuencia del desliz, la semilla de Adán, sobre quien recae la mayor porción de culpa, fue dañada, de modo que en adelante el pecado se heredará por vía paterna. Debido a ello, continúa san Agustín, el miembro masculino, portador de vida ya empecatada, a veces toma sus propias decisiones, sin consultar con nadie y, por así decirlo, a espaldas de su dueño. Es un miembro díscolo, recordatorio de la desobediencia que nuestro primer padre cometió contra su Creador.

Sea o no como supuso el de Hipona, parece claro que el pecado original no tuvo nada que ver con lo sexual, lo cual habría sido además bastante decepcionante, sino con la soberbia. Comimos del árbol del conocimiento del bien y el mal porque quisimos ser como dioses para discernir lo bueno y lo malo. Le pedimos a Dios que nos dejara en paz e iniciamos esta chapucera autonomía que nos ha granjeado no pocos padecimientos. «Con cada acción pecaminosa ―escribe Renckens― el hombre […] llama bueno a lo que es malo, y viceversa; escoge el mal como si fuera bueno, porque lo encuentra bueno».

Y después está lo de nuestra condición mortal. Puede ser que la muerte no entrara en el mundo hasta que el pecado le abrió la puerta, en línea con lo escrito por san Pablo en la Epístola a los Romanos. Por tanto nuestros anhelos de inmortalidad, que se avivan al contacto con el bien, la verdad y la belleza, tendrían mucho de añoranza. Pero también hay exégetas que sostienen que fuimos creados caducos en un principio, solo que Dios encadenó a la muerte para colocarnos en el Edén. Vamos a darles una oportunidad, se diría sin tenerlas todas consigo. Al poco pasó lo que pasó y regresamos a la adamah, a la 'tierra' de la que fue formado Adán, de la que tomó su nombre.

Para el caso, lo mismo da. Henos aquí: mortales y, sin embargo, hambrientos de eternidad ―la eternidad… dudoso bocado―. Y de nuevo la contradicción, el forcejeo entre los opuestos. El hombre, siempre oscilante; una criatura en la cual es tan evidente el hálito divino como las consecuencias de la caída. Y aunque no seré yo quien celebre aquel primer pecado, resulta apasionante la lucha a la que dio lugar, nacida en nuestro interior y desplegada en la historia. Escribió Erich Auerbach que, después de Adán y Eva, en la literatura todas las acciones se reducen a una sola acción: la caída y salvación del hombre. El hombre… la única criatura moral y contradictoria. El único animal al que, por sus ansias de conocer el bien, podemos llamar malo.

Fuente: eldebate.com