4/11/24

Santidad

Enrique Molina

Como se puede apreciar en el texto apenas citado –paradigmático en el tema que aquí nos ocupa, pero sólo uno entre muchos–, la santidad del hombre es para san Josemaría el objeto de una llamada de Dios, de una elección, de una vocación. Una vocación que está presente en  la eternidad de Dios y que arranca con la existencia misma del hombre (cfr. ECP, 1). Al enseñar que el hombre ha sido creado para Dios, san Josemaría asumía la constante tradición de la Iglesia, tomándola como punto de partida radical. Como consecuencia, en sus escritos, el hombre, el cristiano, es siempre contemplado  como el objeto de una elección divina, de una predilección de Dios, que mira con amor   a cada uno, y a cada uno destina a la comunión de vida con Él (cfr. ECP, 1). La santidad no es otra cosa que esa comunión  de vida con Dios: “Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios; a mayor intimidad con el Señor, más santidad” (AIG, p. 21). Unión con Dios que, como veremos, tiene en san Josemaría unos perfiles bien definidos.

1.       Santidad y santificación en medio del mundo

“«Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Efeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos.» –¿Verdad  que  es  conmovedor  ese  apelativo –¡santos!– que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí?” (C, 469). Este punto de Camino en el que san Josemaría aúna tres textos paulinos (2Co 13, 2; Ef 1, 1; Flp 1, 1), pone de manifiesto, a la vez, la universalidad con que el fundador del Opus Dei proclama la llamada a la santidad (los cristianos pueden dirigirse a otros con el apelativo de “santo”) y la fundamentación bíblica de ese modo de proceder. Conviene por tanto que dediquemos unas líneas a considerar la doctrina bíblica sobre la santidad y su recepción por san Josemaría.

La etimología de la palabra “santo” sugiere la idea de separación, de algo reservado, de algo trascendente. En el Antiguo Testamento, el concepto, en su plenitud, conviene exclusivamente a Dios: sólo Dios es santo por esencia, alejado de todo pecado y de toda imperfección, plenitud de vida y perfección (cfr., por ejemplo, Ex 15, 11; 1S 2, 2; Os 11, 9; Is 6, 3; y comentarios en Ancilli, 1984, pp. 346-347; Illanes, 2007, p. 129; Marti, 2006, p. 26).

La santidad es una propiedad exclusiva de Dios, pero Dios –plenitud del amor trinitario– la puede comunicar a los demás seres, especialmente a los espirituales, haciéndoles partícipes de su vida. La criatura será santificada en la medida en que se separe del pecado y se sustraiga de todo lo que la aparte de Dios. Así, se puede hablar de personas santas, lugares santos, etc. (cfr. Ex 3, 5; Ex 35, 2; Ex 19, 6; Lv 11, 44; Lv 11, 20-26; Lv 21, 6-8; Sal 5, 8; Ne 8, 11). Y así, también, el pueblo de Dios es santo, y está llamado a corresponder a la libre elección divina purificándose de toda inmundicia incompatible con la santidad de Dios: “Sed santos, porque yo, Yahveh, Dios vuestro, soy santo” (Lv 19, 2; Lv 20, 26).

El Nuevo Testamento hace también sujeto de este atributo divino a Jesús (cfr. Hch 3, 14). En Cristo, la comunicación de la vida y la santidad divinas alcanza su punto máximo al hacerse su naturaleza humana partícipe de la santidad del Verbo, quedando así santificada, penetrada de la vida de Dios. Cristo es santo en su ser, en su persona, y en su operación, en la que la voluntad humana se une perfectamente a la divina. Y junto a Jesús, también el cristiano es denominado santo, por la particular unión que alcanza con Cristo por el Bautismo (cfr. Hch 9, 13; Rm 16, 2;  Rm 16, 31; Rm 15, 25; 1Co 16, 1; 2Co 1, 1) gracias a la acción del Espíritu Santo, que Cristo envía desde el Padre. De esta manera, el cristiano es santo porque es templo del Espíritu Santo (cfr. 1Co 6, 19), nueva criatura en Cristo (cfr. Ga 6, 15) y, en suma, hijo de Dios (cfr. Rm 8, 14-17; 1Jn 3, 1-2) (cfr. Illanes, 2007, p. 131).

Los textos del Nuevo Testamento implican una notable profundización en la noción de santidad respecto a los del Antiguo (cfr. Illanes, 2007, p. 132). La santidad no se predica sólo del pueblo de Israel, sino de toda persona que recibe la gracia. Y la palabra adquiere una densidad particular: connota no solamente algo moral, sino algo mucho más íntimo: la participación en la vida misma de Dios. Más concretamente, una participación en la vida misma de Cristo, y en Él y por Él en la de la Trinidad, que afecta a los niveles más profundos del ser, que transforma y eleva al hombre, elevando también su acción. Al mismo tiempo, se universaliza la aplicación del concepto: “No estamos destinados –decía san Josemaría– a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres. Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo” (ECP, 133).

Dicho con otras palabras, en el cristiano no sólo se da una santidad moral sino también una santidad ontológica, puesto que participa realmente del ser de Cristo. Con el Bautismo, la Trinidad viene a habitar en el cristiano por la infusión en el alma de una nueva realidad que la transforma: la gracia, a la que acompañan las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Así, con la gracia y con la efusión en él del Espíritu Santo, el cristiano es divinizado (cfr. Ga 6, 15; 1Jn 3, 1), se hace partícipe de la naturaleza divina (cfr. 2P  1, 4). De esa santidad ontológica, real, del hombre cristiano, surgen sus obras como de una nueva naturaleza; de modo que estas obras, en la medida en que corresponden a esa nueva naturaleza, son también santas, expresión y fuente de santidad (cfr. Ancilli, 1984, pp. 347-350).

En el Bautismo, el cristiano, por obra del Espíritu Santo, es injertado en Cristo y comienza a vivir de la santidad de Dios como hijo de Dios en Cristo. Toda realización ulterior de la realidad cristiana se fundamenta y se inserta en el Bautismo. La plenitud de la vida, la santidad, no será otra cosa que la realización acabada y perfecta de todo lo que la vida divina ha puesto en el corazón del cristiano.

“Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto»” (C, 291; la historia de este punto, en CECH, pp. 471-473). La santidad es la meta propia del bautizado y también, a través de la Iglesia, la de todo hombre, ya que todo hombre está llamado desde la obra redentora de Cristo a la salvación, que se opera en la Iglesia y por el Bautismo. El transcurrir de la historia irá propiciando la aparición de muy diversos modos de realizar en el tiempo esa llamada: la historia de la Iglesia está jalonada de santos, también reconocidos por la Iglesia (canonizados) que manifiestan la riqueza de aspectos y facetas de la santidad. Esta misma historia pone de relieve que en determinadas épocas la percepción de la santidad como la meta común a la que todo cristiano está llamado por el hecho mismo de su bautismo se ha difuminado hasta llegar a la persuasión de que la santidad parecería una meta demasiado alta para el común de los cristianos corrientes y, por tanto, accesible sólo a algunos.

La proclamación sin ambages por parte del Concilio Vaticano II de la llamada universal a la santidad supuso la cancelación definitiva de esa tendencia: “todos en la Iglesia –afirma la Lumen Gentium–, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Ts 4, 3; Ef 1, 4)” (LG, 39).

San Josemaría –que ha sido considerado, precisamente en este punto, un precursor del Vaticano II– lo venía afirmando, de palabra y por escrito, desde decenios antes: “Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas” (CONV, 26). En un documento terminado de redactar en los años sesenta, pero con materiales de la década de 1930, recalcaba: “Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa –homo peccator sum (Lc 5, 8), decimos con Pedro–, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo” (Carta 24-III-1930, n. 2: Illanes, 2007, pp. 146-147).

Y en otro lugar, haciendo referencia expresa a la gracia bautismal, decía: “todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma  la esperanza, una la caridad (cfr. 1Co 12, 4-6; 1Co 13, 1-13)” (ECP, 134; cfr. en el mismo sentido F, 13, 562).

Estando todos los cristianos llamados a la plenitud de la vida cristiana, esta puede ser buscada, y alcanzada, en cualquier estado o condición. Concretamente el cristiano corriente, el laico seglar, debe buscar la configuración con Cristo en medio del mundo en que vive; de modo que es precisamente a través de las vicisitudes de la vida en el mundo como, unido a Dios y con la ayuda de la gracia, podrá llevar a plenitud su ser de cristiano. La existencia en el mundo (familiar, profesional, social, etc.) ofrece al cristiano, a quien Dios llama a vivir esa vida, la ocasión para tratar al Señor y servir a los demás ejercitando todas las virtudes –la caridad, la esperanza, la misericordia, la justicia, etc.– hasta el heroísmo y, de esta forma, perfeccionando a través de su conducta y de su vida ordinaria en el mundo la imagen de Cristo que le fue impresa en el Bautismo (cfr. Burkhart-López, I, 2010, pp. 49-52).

2.       Santidad y vida sacramental

San Josemaría predicó incansablemente que toda la vida del cristiano, la lucha por la santidad, surge de la gracia de Dios y de la correspondencia de cada uno a esa gracia. Y siendo los sacramentos los cauces ordinarios de la comunicación de  la gracia, no podían menos que aparecer muy frecuentemente en sus escritos y en su predicación. La raíz de la santidad del cristiano es sacramental. Los sacramentos lo configuran con Cristo y hacen posible que desarrolle la vida en Cristo que esa configuración trae consigo (cfr. ECP, 78). No es por eso de extrañar que los diversos sacramentos ocupen un papel destacado en la predicación del fundador del Opus Dei. Sirvan de ejemplo algunos textos:

–          “El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor” (ECP, 106).

–          “En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos (Tt 3, 5-7)” (ECP, 128).

–          “«Induimini Dominum Jesum Christum» –revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía San Pablo a los Romanos. –En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos” (C, 310).

–          “Se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos (cfr. S. Th. III, q. 65, a. 3). En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catequesis, 22, 3)” (ECP, 87).

–          “El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado –con la gracia de Dios– todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive” (CONV, 91).

En el conjunto de citas que acabamos de realizar se pueden distinguir dos cosas. En primer lugar, la íntima conexión de la doctrina de san Josemaría con toda la tradición cristiana y, si se quiere, particularmente con la de los Padres de la Iglesia. En segundo lugar, que esa acentuación sacramental de san Josemaría –según la perspectiva espiritual que le es propia– entronca y en parte se adelanta a algunos de los desarrollos en la fundamentación o enfoque de la teología moral contemporánea. Abandonando un planteamiento en parte voluntarista y en parte intelectualista –en  el que incidió gran parte de la teología moral del siglo XVI y siguientes–, en nuestros días se ha abierto paso en la teología moral un planteamiento de fundamentación, confirmado por Juan Pablo II en la Cart. Enc. Veritatis splendor, que se apoya en  la comprensión del sujeto moral cristiano como “hijo de Dios en Cristo por obra del Espíritu Santo”, viendo en el Bautismo y en la Eucaristía los dos momentos fundamentales de esa configuración.

El Bautismo incorpora a la persona que lo recibe a aquello que un día vivió Cristo: su muerte y su resurrección, su experiencia de la muerte y su paso a la vida. Participando en el Bautismo del acontecimiento de la Cruz, el hombre se ve realmente liberado del pecado. Y así como la muerte y sepultura de Cristo no son hechos aislados, sino que se ordenan a su resurrección –y han de ser comprendidos en conjunto–, así también, el sacramento del Bautismo tiene por objetivo un cambio completo del hombre, el don de la vida nueva, la participación en la vida misma de Cristo resucitado (cfr. VS, 21). Se participa, por tanto, de la muerte de Jesús para pasar a una vida libre del pecado en comunión con Cristo resucitado.

La Eucaristía a su vez se ordena a llevar a la plenitud esa vida nueva recibida en el Bautismo. En efecto, siguiendo el paralelismo tradicional que la teología católica establece entre los sacramentos y la vida natural del hombre, se puede decir que, así como nacer no es vivir, aunque para vivir hay que nacer, de modo análogo, el nacer a la vida cristiana, siendo imprescindible, no lo es todo: hay que vivir y ese vivir, que implica el actuar libre que desenvuelve la vida y la lleva a plenitud, es alimentado y hecho posible por la Eucaristía. Participar en la Eucaristía supone para el bautizado recibir a Cristo mismo y tomar parte en  la donación incondicionada de Cristo por amor, reconocer el amor sacrificial de Cristo y hacerlo propio configurando el propio modo de vivir al del Señor que se les entrega. El vivir del cristiano puede así ser un vivir desde y por amor, en una donación incondicionada al Padre y a los demás hombres, como el de Cristo.

Dicho con otras palabras, mediante la celebración de la Eucaristía, Cristo arranca al creyente de la posesión egoísta de sí mismo y lo hace partícipe de su misma caridad. Participando en este sacramento, el cristiano se hace capaz de articular su conducta desde el fundamento originario de su nueva vida, desde el amor, configurándose plenamente a Cristo y siendo capaz de vivir la vida del Señor, y así, convertirla en el seguimiento de Cristo, en la identificación con Jesús.

En sintonía con estas verdades cristianas, san Josemaría recalca la necesidad de que el sacrificio eucarístico, la santa Misa, constituya el centro y la raíz de la vida del bautizado: “Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar…” (F, 69; cfr. en el mismo sentido, subrayando la razón de fin de todos los sacramentos que tiene la Eucaristía, ECP, 86-87). Y como prolongación de la celebración eucarística, el trato con Jesús en el Sagrario: “¡Sé alma de Eucaristía! –Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!” (F, 835).

La participación en la vida de Cristo,  la unión con Cristo, presupone la acción del Espíritu Santo y, a la vez, conduce a abrazarse a ella. Es el Espíritu Santo quien santifica al hombre (cfr. C, 57), quien guía al cristiano en el proceso de configuración de la propia vida según Cristo: “el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14)” (ECP, 135; cfr. C, 273).

Junto al Bautismo y a la Eucaristía san Josemaría concedía un lugar de privilegio en la vida del cristiano al sacramento de   la Penitencia. Era bien consciente de que en la respuesta libre del hombre a los dones de Dios cabe la posibilidad del error, de la flaqueza. De ahí que la santidad del cristiano se configure siempre con la forma de una lucha interior que no cesará hasta el momento mismo de la muerte: “La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad –insisto– está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios” (F, 312). En esa vida de amor y empeño, ocupa un lugar importante la Penitencia. “Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia” (AD, 214), y poco después añade: “En este Sacramento maravilloso, el Señor  limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios” (ibídem). De esa forma, la santidad del cristiano se va haciendo realidad mediante la sinergia de la voluntad y los dones de Dios, y la correspondencia libre, agradecida, amorosa y filial del hombre (cfr. S, 668; F, 429 y 990).

3.       La santidad como identificación con Cristo

Con toda la tradición cristiana, san Josemaría entiende la santidad como unión con Dios. Una unión a la que se ordenan los dones recibidos con el Bautismo y plenificados por la Eucaristía, que configuran con Cristo. El cristiano se une a Dios siendo configurado con Cristo y viviendo de lo que Cristo es por la obra del Espíritu Santo. Dicho con otras palabras, la santidad forma una sola cosa con la identificación con Cristo.

La expresión “identificación con Cristo” tiene un valor específico. No es, por lo demás, la única que permite la descripción de la vida cristiana como vida de relación con Cristo. El Nuevo Testamento mismo nos ofrece al menos otras dos: imitación de Cristo y seguimiento de Cristo, de tal modo que la santidad puede ser caracterizada como el seguir a Cristo y el imitar a Cristo. Está claro que el imitar y el seguir tienen aquí un sentido pleno, como lo enseña de modo catequético Juan Pablo II, en la Cart. Enc. Veritatis splendor: el fundamento esencial y original de la moral cristiana es seguir a Cristo, un seguimiento que no se reduce a una mera imitación exterior, sino a un seguir interior, conformándose a los sentimientos mismos de Jesús, compartiendo su vida y su destino, haciendo del amor la expresión de la propia vida (cfr. VS, 19).

El seguimiento y la imitación de Cristo entendidos de este modo son completamente análogos a lo que designamos como identificación con Cristo. De hecho, san Josemaría utiliza en muchas ocasiones esas expresiones: seguimiento de Cristo (cfr. S, 728), imitación de Cristo (cfr. ECP, 106). Pero se puede establecer un matiz que las diferencia de la identificación con Cristo. El matiz consiste en que para san Josemaría, la identificación con Cristo es como la meta o el ideal al que tienden  y en el que naturalmente han de terminar el seguimiento y la imitación de Cristo. El cristiano es y ha de llegar a ser “ipse Christus”, el mismo Cristo, dirá innumerables veces: “En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!” (ECP, 104).

Citamos dos textos más en los que san Josemaría pone de relieve la cercanía y la orientación de los conceptos de seguimiento e imitación de Cristo con el de identificación con Cristo:

–          “Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro único modelo. Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas, adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres” (AD, 128; el subrayado es nuestro).

–          “Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 12, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo” (AD, 299).

Al comprender la santidad como identificación con Cristo, san Josemaría la concibe, por un lado, como algo dado, que se comunica al cristiano con la gracia a través de los sacramentos, empezando por el Bautismo. Y por otro lado, como un proceso de crecimiento en la semejanza a Cristo, que se va obrando a lo largo de toda  la vida por la correspondencia del cristiano a la gracia recibida. Esa plenitud llegará al final, cuando cada uno, tras la muerte, alcance la identificación plena con Cristo  y, con ella, la comunión plena de vida con Dios. Pero se inicia ya en la vida en el tiempo con la correlación entre gracia de Dios y correspondencia del hombre. De aquí que san Josemaría describiera la santidad al mismo tiempo como un don y como una tarea. Dios concede sus dones; el hombre, al recibirlo, es llamado a aplicar su libertad en corresponder con todas sus fuerzas de modo que el Espíritu Santo pueda ir conformando en él la imagen de Cristo. “No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas” (ECP, 58).

4.       Santidad y apostolado

La comprensión de la santidad como identificación con Cristo lleva consigo ineludiblemente la afirmación del apostolado, la  llamada  como  contribución  a  la santificación de los demás, como una tarea inherente a la propia santificación. En efecto, dada la configuración real con Cristo que se obra con el Bautismo y se plenifica con la Eucaristía, el ser, el sentir y el vivir del cristiano pueden ser, deben ser, el ser y el sentir del propio Cristo. En suma, la configuración del cristiano con Cristo lleva también consigo la configuración de la misión del cristiano en el mundo con la de Cristo.

Fue en san Josemaría una profunda convicción doctrinal la inseparabilidad en Jesucristo de su ser y de su misión: “No es posible separar en Cristo su ser de Dios- Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres” (ECP, 106). Si en Cristo ser y misión constituyen una unidad indisociable, en el cristiano, configurado verdaderamente a Cristo, ha de ocurrir lo mismo. El apostolado es, desde esta perspectiva, la manifestación de la santidad: “Es preciso que seas «hombre de Dios», hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida «para adentro»” (C, 961).

La vida del cristiano es, por eso, para san Josemaría una vida dotada de un significado apostólico profundo, determinante. Así como Cristo vivió para entregarse para la redención de los hombres, también el cristiano debe vivir de cara a los demás, con actitud no sólo de respeto sino de amor y de espíritu de servicio, procurando transmitirles siempre  con  respeto  a su libertad, lo que sabe que es el don más precioso para todo hombre, la fe. De este modo el cristiano continúa la misión redentora de Cristo: “Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención” (ECP, 183).

En esta línea, y con frecuencia, san Josemaría utiliza el término corredención  o corredentores para significar gráficamente la participación del cristiano en la misión de Cristo (de cuyo ser ya participa por la gracia): “La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención. Nos urge la caridad de Cristo (cfr. 2Co 5, 14), para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas. Mirad: la Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1 Co 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6)” (ECP, 120-121). Corredención, apostolado, santificación de la vida ordinaria, santidad forman así una profunda unidad.

5.       El camino de la santidad

El proceso a través del cual el bautizado va progresando en la configuración con Cristo recibida en el Bautismo tiene para san Josemaría una serie de referencias, como jalones, necesarias para alcanzar esa finalidad. Se pueden encontrar expresadas con una gran belleza en la homilía Hacia la santidad (AD, 294-316). También aparecen con los matices del tema concreto de que se ocupa en La grandeza de la vida corriente (AD, 1-22). Las mismas ideas pueden encontrarse diseminadas por toda su predicación.

En apretada síntesis, se podrían señalar los siguientes rasgos o dimensiones en ese camino de santidad o identificación con Cristo:

a)       Piedad, trato personal con Dios, vida interior

“La meta no es fácil: identificarnos con Cristo. Pero tampoco es difícil, si vivimos como el Señor nos ha enseñado: si acudimos diariamente a su Palabra, si empapamos nuestra vida con la realidad sacramental –la Eucaristía– que Él nos ha dado por alimento” (ECP, 32). Impulsa, por tanto, al trato directo con Dios en la oración y en la Eucaristía, como medio indispensable para identificarse con Él (cfr. también, ECP, 107; AD, 111). En definitiva, se trata de conocer y amar a Jesucristo, lo que implica dirigir la mirada hacia la Humanidad Santísima de Cristo (cfr. AD, 299-300), mediante la lectura meditada del Santo Evangelio y de la Pasión del Señor.

En la homilía Hacia la santidad describe con detalle ese camino de oración, subrayando –de cara precisamente a poner de relieve que trata de un camino llamado a ser recorrido por cristianos corrientes– que se inicia con las oraciones que se aprendieron desde niños, de modo que, perseverando en ese inicio de contemplación que implica la oración infantil, y a través de una vida espiritual cada vez más honda, se llega hasta la intimidad con la Trinidad Beatísima (cfr. AD, 295-298).

b)       Amor a la Cruz

De manera clara, san Josemaría advierte que “estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza,  y tolera también que nos llamen locos” (AD, 301).

La Cruz, que formó parte integrante de la vida de Jesús entre los hombres, no puede no estar presente en la del cristiano, que tiene que ser vida de amor y de entrega. La contemplación de la cruz de Cristo ayuda por lo demás a alcanzar una comprensión profunda del sentido verdadero del dolor y del sufrimiento, hasta captar ese signo positivo –capacidad de amar sin límites en la obra de la redención– que tan difícil es de vislumbrar cuando se contempla desde una perspectiva exclusivamente natural.

De ahí que invitara a meditar en la Pasión del Señor, introduciéndose por derroteros de contemplación hasta las llagas abiertas del Redentor (cfr. AD, 302).

c)       En la vida corriente

San Josemaría describe un itinerario exigente que puede y debe ser recorrido por cualquier persona en el contexto de  su vida normal y corriente. No hay en la santidad nada que pueda ser considerado extraordinario, en el sentido de reservado para algunos que reciben de Dios un don particular, aunque tenga todo lo extraordinario que implica la realidad  del  obrar de Dios: “Me interesa confirmar de nuevo –afirma en una de sus homilías– que no me refiero a un modo extraordinario de vivir cristianamente” (AD, 312), sino de afrontar la vida ordinaria y corriente, con presencia de Dios y con espíritu de servicio que anima todas las acciones. Es en las circunstancias de cada día y a través precisamente de ellas, donde el cristiano encuentra a Dios y vive la vida sobrenatural que le ha sido comunicada por la gracia divina.

d)       En unión con la Santísima Virgen

El cristiano está acompañado a lo largo de todo su camino por la Madre del Redentor. Es en María donde mejor se ha realizado la configuración a Cristo, en su ser y en su misión, por obra del Espíritu Santo, y es María quien puede guiar al cristiano en ese proceso de identificación. El modelo del cristiano es siempre Jesucristo, pero para acercarse a ese modelo ha de estar presente ante nuestros ojos la vida, el ejemplo de la Santísima Virgen, como modelo para la identificación con Jesucristo.

Pueden citarse aquí, junto a numerosos puntos de Camino, Surco y Forja, las tres homilías sobre la Virgen publicadas en Es Cristo que pasa y Amigos de Dios, en las que san Josemaría exhorta a imitar a María, a sentirse identificado con Ella, para alcanzar la santidad y, como redundancia, a cumplir la personal misión apostólica. Citamos un pasaje entre tantos otros: “Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María,  de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios” (AD, 281).


Fuente: cedejbiblioteca.unav.edu