Monseñor Sanz Montes, arzobispo electo de Oviedo
La escena del evangelio de este domingo nos sitúa a Jesús en la Sinagoga de Nazaret. Jesús, pasó por allí al poco tiempo y en su fugaz regreso descubrió la indiferencia llena del prejuicio de sus paisanos hacia su Persona. Puesto de pie, Jesús dirá aquella frase que se ha hecho célebre: nadie es profeta en su tierra.
¿Cuál era la dificultad de los nazaretanos respecto de Jesús? Precisamente una familiaridad que les impedía reconocer en Él a alguien más que al hijo del carpintero, el de la Señora María. Creían conocer a quien, en el fondo, desconocían profundamente. Decimos en castellano ese dicho hermoso: "del roce nace la querencia". Pero ya se ve que no todo ni siempre es así: podemos querer a quienes no podemos tocar por la distancia, e ignorar calamitosamente a quien a diario vemos y tratamos. Viene a la memoria la pregunta decisiva de Jesús a sus discípulos: ¿qué dice la gente de mí? ¿y vosotros, quién decís que soy yo? Es una pregunta que se nos puede hacer hoy a nosotros.
Los nazaretanos conocían a Jesús como se conoce a un paisano, a alguien del barrio. Nosotros lo podemos conocer desde el barniz de las pinturas, el escorzo de algunas imágenes, o las literaturas que nos hablan de Él. Para no pocos, éste sería el barrio o el paisanaje en su conocimiento de Jesús. Podemos decir que queda un halo cultural que nos permite saber de Él algunas cosas comunes, quizás algunas cosas más de las que conocían sus paisanos. Ellos recordaban de Jesús lo que habían visto en su mocedad mientras crecían en el pueblo. Nosotros podemos recordar lo que hemos aprendido a vuelapluma y con alfileres. Pero sólo conoce a Jesús quien se ha fiado de su palabra y quien ha quedado seducido por su presencia.
Es hoy un día para desear conocer al Señor por dentro, desde el corazón que ora y que ama, desde el testimonio que narra con obras sencillas y cotidianas, el amor que le embarga y plenifica. Sólo así podemos decir que Jesús no es un extraño profeta en la tierra de nuestra vida, sino un Dios vecino, cuya casa tiene entraña y tiene hogar, una casa habitada, que abre las puertas de par en par. Con Él convivimos; a Él le vamos a contar nuestras cuitas buscando el consuelo en los sinsabores cuando la vida parece que nos quiere acorralar; a Él vamos también a agradecer los dones, las muchas alegrías con las que también esa vida nos sonríe. Y descubrimos que ese Buen Dios, el mejor vecino, saber reír y sabe llorar, porque le importa nuestra vida, nuestro destino y nuestra paz.
Dios, sin ser uno cualquiera quiere ser entre nosotros uno más, que no sólo es el Camino, sino también el caminante junto a cada cual.