García de Leániz y Javier Marrodán
Hay pocos debates con posiciones tan previsibles y rocosas como el del aborto. Los argumentos antropológicos, morales o médicos se pierden con frecuencia en el fondo de una sociedad adormecida por sus propios hábitos. Por eso, las mejores razones en favor de la vida hay que buscarlas muchas veces en los quirófanos, en las farmacias, en la puerta de una clínica abortista o en el cuarto de estar de una familia que afronta un embarazo inesperado.
1. «Han pasado 19 años desde que aborté y todavía lloro por aquel hijo»
Esperanza Puente. Madre que abortó.
Cuando aquel test de embarazo dio positivo, yo me encontraba muy sola. Era la época de la movida madrileña, tenía 25 años, había aterrizado en la capital dispuesta a comerme el mundo, y el padre de la criatura desapareció de mi vida en cuanto le comuniqué la noticia. Me sentía abandonada, tenía miedo al desprecio de la gente, y tomé una decisión que hoy me parece inimaginable: abortar.
Fue algo casi instintivo, ni siquiera sospechaba que pudiese haber alternativas. Fui a una clínica donde sabía que no iba a tener problemas. Pagué por adelantado lo que me pidieron —una cantidad generosa— y me senté en la sala de espera. Nadie hablaba en aquella estancia. Algunas mujeres murmuraban algo y sus acompañantes les tranquilizaban con expresiones del tipo “No va a pasar nada”.
Me hicieron una ecografía, pero apenas pude verla. Creo que es parte de su protocolo. Hablé con el psicólogo, firmé los papeles que me pusieron delante y me dejé llevar. Era como si me diese igual lo que hicieran conmigo, como si hubiera perdido el rumbo.
En el quirófano cometieron un error. Ya me habían operado y yo respiraba lentamente con los ojos cerrados. “No ha pasado nada”, me repetía a mí misma, tratando de convencerme. Cuando abrí los ojos vi que se habían dejado en la sala los restos de mi hijo. Fue una negligencia médica del centro, pero a mí me sirvió para caer en la cuenta de lo que había hecho. Es una imagen que se me quedó grabada para siempre.
Una vez me preguntaron qué diferencia había entre el dolor de abortar y el de dar a luz un hijo. Es algo muy fácil de explicar para quien ha pasado por ambas experiencias. En el parto, los dolores que sufres son intensos, pero momentáneos. Sabes que hay que sufrirlos, pero también sabes que después te espera una recompensa muy feliz: la de ver la cara de tu hijo.
Cuando abortas, el dolor te deja una sensación de vacío. También parece entonces que te están arrancando los intestinos, pero esta vez no hay recompensa: al quirófano entran dos personas y sólo sale una. Ese vacío es un dolor que se queda para siempre. Han pasado 19 años desde que yo aborté y todavía lloro por aquel hijo.
2. «El embrión y la madre mantienen una comunicación desde el primer día de vida»
Natalia López Moratalla. Catedrática de Bioquímica Biología Molecular.
Desde el primer día de vida, el embrión y la madre mantienen una comunicación. Un diálogo molecular que inicia el embrión al enviar moléculas que reciben los receptores específicos de la madre.
En respuesta, ella produce sustancias que permiten el desarrollo del embrión, le inyectan vitalidad, le indican el recorrido que debe seguir y el lugar donde debe detenerse para anidar.
Con esta comunicación, el embrión, mitad materno y mitad paterno, anida en una atmósfera de tolerancia inmunológica que hace que la madre le perciba como algo no propio y, sin embargo, sin señales de peligro que activarían las defensas y lo rechazaría.
Algunas células madre de la sangre del feto pasan a la circulación materna, se almacenan en la médula ósea y se dispersan en los órganos de la madre, los rejuvenecen y colaboran en la regeneración de su corazón, hígado, etcétera.
La neuroimagen ha permitido observar cómo con el embarazo el cerebro de la mujer cambia, estructural y funcionalmente, al responder a las consignas básicas que recibe del feto. Se crea en el cerebro materno, de forma totalmente natural, el vínculo de apego, que la inclina a comprender, cuidar y proteger a los hijos.
3. «Lo único que necesitaba aquella mujer era alguien que le ayudase, y bastó conmigo: un cualquiera de 21 años»
Javier López. Voluntario provida.
Se bajó de un coche negro que se había detenido junto a la puerta. Tendría unos 35 años. Yo sólo disponía de cinco segundos para acercarme a ella y para tratar de convencerle de que no entrase. Era muy poco tiempo. Menos aún si se tiene en cuenta que en aquel momento yo era un cualquiera de 21 años que había terminado 3º de Publicidad y Relaciones Públicas en Pamplona y que llevaba sólo unos días en Nueva York. Pero había que intentarlo. Por eso, Ignacio y yo fuimos rápidamente a su encuentro.
La mujer estaba ya en la primera puerta cuando llegamos a su altura y empezamos a decirle todo lo que se nos pasaba por la cabeza: “Tenemos ayuda gratis”, “Tú no quieres esto para tu bebé”, “No es tu última opción”, “El niño te querrá”... Eran más o menos los argumentos que nos habían repetido en Expectant Mother Care (EMC), la organización provida con la que acabábamos de empezar a colaborar. Ella continuó hacia la segunda puerta como si no nos escuchara. Nosotros insistíamos, aunque pensábamos que no había mucho que hacer.
Cuando ya tenía agarrado el pomo de la puerta, se detuvo mirando al suelo, dubitativa. Después levantó la vista y nos miró a nosotros. Luego a la puerta. Y se puso a llorar. “¡No entres!”, le pedimos. Se quedó inmóvil, llorando. Estuvo así durante casi diez minutos, hasta que soltó el pomo y vino hacia nosotros.
Sus ojos eran un poema, suplicaban ayuda. Ella sabía que en su interior había un niño, pero estaba sola, desesperada, sin dinero. Nos abrazó mientras reía y lloraba a la vez. Lo único que necesitaba era alguien que le ayudase, y bastó conmigo: un cualquiera de 21 años. Nuestra jefa en EMC la llevó a una casa de maternidad, y después supimos que esperaba gemelos y que estaba muy feliz, que sólo la desesperación le había llevado hasta la puerta de aquella clínica.
Cuando me confirmaron que no iba a abortar, en vez de sonreír de oreja a oreja me quedé aturdido: un tío de 21 años, que sale tres veces por semana, que aún estudia en la universidad, que lo único que quiere es irse con los colegas, que es más vago que nadie, había conseguido que una mujer no abortara.
Uno piensa que una historia así es algo que sucede en las películas; que hay unos pocos “elegidos” por ahí que se encargan de ayudar a los demás. Y de elegido nada: un chico de 21 años se puso delante de una chica y le dijo unas pocas palabras. Eso era todo lo que ella necesitaba en aquel momento.
4. «Estaba operando a una embarazada de veinte semanas y la niña tuvo fuerza suficiente como para darme una patada en la mano»
Carlos Larrañaga. Ginecólogo.
Durante el embarazo, las mujeres gestantes pueden padecer una complicación que se denomina “incompetencia cervical”. Consiste en que el cuello del útero se dilata sin contracciones. Es un fenómeno que se suele producir cuando aún faltan muchas semanas para el parto.
Antes, cuando ocurría esto, el embarazo se abandonaba a su suerte. Se administraba a la mujer alguna medicación, pero la eficacia del tratamiento era muy relativa. Hace unos años, algunos ginecólogos pensaron que el problema se podría afrontar mediante un cerclaje de urgencia: se trataba de reintroducir la bolsa amniótica en el útero y cerrar a continuación el cuello del útero con una especie de cinta.
Es una técnica que en su momento fue calificada de “heroica” por algunos profesionales de la ginecología. Nuestro grupo aprendió el procedimiento y hemos realizado ya bastantes cerclajes de urgencia. La operación le supone a la madre un ingreso prolongado y mucha medicación. Algunas mujeres tienen que hacer después rehabilitación.
En una ocasión, yo estaba practicando una de estas intervenciones. Era un embarazo de unas veinte semanas. Cuando separaba las membranas para llevar a cabo el cerclaje, la niña tuvo la fuerza suficiente como para proporcionarme una patadita en la mano. Fue como un escalofrío que viajó desde mis dedos hasta la columna. Nunca olvidaré la chispa de vida que tiene un feto de veinte semanas.
5. «Decidimos que íbamos a dar a nuestros clientes argumentos comprensibles, y que les íbamos a sugerir otras alternativas»
Rocío Moncada. Farmacéutica.
Hace un tiempo entró a nuestra farmacia un chico joven. Estábamos en el mostrador mi auxiliar y yo. El chico se acercó a la auxiliar y le pidió varias cosas. Ya al final, añadió: “Y déme también una caja de la píldora del día después, por favor”. Mi auxiliar le dio todo, incluidas las píldoras. Yo había asistido a la escena e intenté hacerle al chico alguna pregunta de tipo “disuasorio”, pero mi auxiliar cerró rápidamente la venta y el chico se marchó.
El caso ilustra algunos de los problemas de conciencia que se nos plantean en las farmacias desde que la ley nos obliga a ofrecer la píldora del día después. La pregunta que a veces hacen los clientes ya no es: “¿Qué me ofrece para evitar un embarazo?”, sino otra un poco más sutil: “Puede que mi relación termine en embarazo, ¿tiene algo para evitarlo?”.
Ocurre además que para trabajar en equipo en una farmacia ha de haber una unidad de acción. Si tenemos un excedente de un jarabe contra la tos, todos nos pondremos de acuerdo para recomendar ese producto y no otro. Con la píldora del día después debería pasar lo mismo, pero se añade un problema de conciencia.
Después de la visita de aquel chico, me dediqué a buscar información para hablar de la “ética de la vida” tanto a mi auxiliar como a otros clientes que pidieran lo mismo. Quería argumentos sólidos, pero explicados de forma sencilla y breve, algo que pudiese transmitir a un cliente en dos o tres minutos. Lo que tenía claro es que no podía limitarme a decir: “Mire, no voy a venderle la píldora por mi objeción de conciencia”.
Lo que buscaba era dar a las personas que demandan la píldora una atención farmacéutica adecuada, algo que les ayudase a reconducir su salud. Pretendía proporcionarles alternativas a la píldora: que dispusieran de otros recursos y de otras posibilidades. El que pide la píldora está pidiendo algo que va contra la apertura a la vida. No podemos considerarlo una terapia puesto que esa persona no está enferma, no ha perdido la salud.
Hablamos de todo esto en nuestra farmacia y vimos que podíamos apoyarnos unos a otros, de modo que los clientes no se fuesen acto seguido a otra farmacia en busca de la píldora del día después. Decidimos que nos iban a encontrar siempre dispuestas a atenderles: que les íbamos a dar argumentos comprensibles y que les íbamos a sugerir otras alternativas en su relación con las chicas.
El chico del que he hablado al principio volvió pocos días después de su compra. Hablamos con él y decidió devolver la caja que había comprado y plantearse de un modo distinto su trato con las chicas. Ahora es un cliente habitual.
6. «Enseñé una ecografía de pocas semanas a quienes me habían aconsejado abortar, pero no quisieron verla»
Isabel Roa. Madre soltera.
Han pasado poco más de dos años, y mi vida, desde que confirmé que estaba embarazada, ha experimentado un cambio vertiginoso. En principio, el mundo se me vino encima, mis planes de futuro se desmoronaron. Todo eran dudas. ¿Cómo iba a decirlo en casa?
Soy la segunda de diez hermanos y me preocupaba el mal ejemplo que daba a los pequeños. Cursaba entonces 5º de Ingeniería Industrial y busqué apoyo en mis compañeros, pero mi angustia aumentaba con sus comentarios: con un niño no iba a terminar la carrera, no iba a encontrar trabajo, mis padres me darían la espalda... La solución que me proponían era abortar. Me ofrecían dinero, nadie se enteraría.
El círculo se iba cerrando y yo me ahogaba, no quería matar a mi hijo. Había vivido con ilusión los embarazos de mi madre desde el primer día y no me convencían sus argumentos, aquellas células eran una vida humana, eran mi hijo. Me di cuenta de que cinco años de noviazgo se esfumaban y que tendría que asumir yo sola la responsabilidad de mi hijo. Necesitaba ayuda para seguir adelante y se lo conté muy pronto a mi madre.
Una de mis mayores sorpresas fue que quienes pensé que me iban a apoyar me rechazaron y, en cambio, me ayudaron no sólo mis padres y mis hermanos, que ya lo esperaba, sino también muchos amigos suyos y la directora y compañeras de la residencia de Oscus donde vivía desde hacía unos meses.
Mi preocupación era ilusionarme con mi hijo. Enseñé una ecografía de las primeras semanas a los que me aconsejaban abortar. Se notaban sus bracitos, sus piernecitas, pero ellos no miraban porque no querían ver. Si no tenía sentimientos —decían—, daba igual matarle. Eran ellos los incapaces de sentir nada, de emocionarse ante una nueva vida, yo lo iba logrando poco a poco, a pesar del miedo.
Cuando tuve a mi niña entre mis brazos me di cuenta de que tenía que esforzarme, porque su futuro dependía de mí. Cuando Elena tenía cuatro meses empecé a trabajar de programadora y terminé Ingeniería Superior. Elena está rodeada de cariño y llena mi vida de risas.
Con dieciocho meses, habla a media lengua y, mientras escribo estas líneas, corre con mis hermanos contando hasta ocho y diciendo: “Toca a mí”. Es cierto que me gustaría formar una familia con muchos hijos, pero no le doy vueltas a la cabeza porque, de momento, mi futuro es mi hija y vivo para ella.
7. «En un Estado de Derecho, la personalidad de cualquier 'viviente humano' no debe otorgarse arbitrariamente sino protegerse respetuosamente»
Rafael Domingo. Catedrático de Derecho Romano.
Conceder el estatuto jurídico de persona sólo a partir del nacimiento es tan cómodo para los legisladores como injusto para la humanidad. Tuvo su lógica, decenios atrás, cuando poco se conocía del desarrollo humano en su fase embrionaria. El argumento jurídico que se esgrimía entonces para negar la personalidad al nasciturus era su falta de identificabilidad.
En nuestros días, sin embargo, los legisladores han de dar un paso más, en la medida en que los embriólogos son ya capaces de identificar plenamente la existencia de un viviente humano desde la fecundación de un óvulo por un espermatozoide, así como de controlar escrupulosamente su evolución desde la fase de segmentación, formación del blastocisto, implantación, periodo embrionario, fetal, etcétera, hasta su nacimiento.
Por eso, en un Estado de Derecho consolidado, la personalidad de cualquier “viviente humano” no debe otorgarse arbitrariamente, sino más bien reconocerse respetuosamente. Aquí se funda el concepto jurídico de dignidad humana, centro de todas las constituciones avanzadas. Actuar de otra forma supone abandonar a quien no puede protegerse por sí mismo. Y esto es contrario al más elemental principio de solidaridad, que ha de informar toda sociedad democracia en el siglo XXI.
8. «Cuando rompió a llorar, supimos que la vida que latía en su interior estaba salvada»
María Garay Bascarán. Voluntaria provida.
Se llamaba Magdalena, era dominicana y tenía 31 años. Cuando apareció en la oficina del South Bronx donde Mercedes Robles y yo colaborábamos como voluntarias, se había sometido ya a cinco abortos. Tenía además una hija de siete años. El lema de Expectant Mother Care es “Free Abortion Alternatives” y algunas mujeres creen que la organización ofrece abortos gratuitos.
Quizá fue eso lo que creyó Magdalena. Mientras rellenaba el formulario pertinente, ya nos dimos cuenta de que el suyo era un caso complicado. A pesar de todo, le hicimos la pregunta: “Esto... Usted..., ¿sabe qué es el aborto?”. La cara con que nos miró lo decía todo. ¡Cinco abortos! Le pusimos un vídeo que se titula La dura realidad.
Es un documental en castellano que llega hasta lo más hondo del corazón. O eso pensábamos Mercedes y yo. Magdalena, sin embargo, lo vio sin inmutarse. Continuamos hablando con ella y, al cabo de unos minutos, no sé si por algo que le dijimos, rompió a llorar como si nunca antes lo hubiera hecho. Y en ese mismo instante supimos que la vida que latía en su interior estaba salvada.
Le enseñamos fotos, le dimos información y le explicamos todas las ayudas que tenía a su disposición. Me dejó muy pensativa algo que nos comentó ella: “En este lugar hay algo especial. Aquí hay demasiada alegría como para que esto esté relacionado con algo tan malo como el aborto. La verdad es que no sé cómo he acabado aquí”.
Liz, nuestra jefa, le dijo: “Tendrás a alguien allí arriba que cuida de ti”. La cara de Magdalena cambió entonces por completo, su mirada se iluminó: “Claro que sí. Mi mamá está allí arriba y me está haciendo ver que ya basta de hacerme daño”.
Aquella escena permanece muy grabada en mi memoria. Creo que es una de esas experiencias que de alguna manera marcan tu vida. De todos modos, nunca pensé que el final feliz de la historia de Magdalena fuese un trabajo mío. Yo simplemente tuve la suerte y la oportunidad de estar precisamente ahí.
9. «Álex nos ha enseñado a ser mejores personas, a ver la vida como nunca antes la habíamos imaginado»
Anna Oromí. Madre de un niño con síndrome de Down.
Nuestra vida ha cambiado en muchos aspectos desde el día en que el ginecólogo, en una visita rutinaria, nos comentó que Álex, el hijo que esperábamos, podía tener síndrome de Down. Fue un choque seguido de una sensación de incertidumbre: no sabíamos qué podía pasar, cómo sería el futuro. Teníamos ya otro hijo, Marc, de tres años.
En aquellos días, mi marido y yo rezamos y pedimos luces para saber qué hacer en cada momento. Nos pusimos además en contacto con familias que tenían un hijo con síndrome de Down y que habían pasado por tanto por la misma situación. Nunca olvidaré la felicidad que descubrí en las caras de aquellas personas. Algunas nos acogieron como si nosotros también formáramos parte de su familia. Fue algo que nos ayudó muchísimo.
El embarazo transcurrió bien. Nos dedicamos a leer libros sobre el síndrome de Down para recibir a Álex lo mejor posible. Tuve que hacer algunas visitas al cardiólogo, ya que el niño tenía un problema de corazón. Comentamos la noticia con amigos y conocidos y surgieron conversaciones que creo que nos hicieron reflexionar a todos.
Y llegó el nacimiento. Álex llenó de felicidad nuestras vidas desde el primer momento. Nos ha enseñado muchas cosas, es una personita muy especial, de la que aprendes continuamente. Lo principal es que nos ha enseñado a ser mejores personas, a ver la vida como nunca antes habíamos imaginado.
Como madre, creo que no tengo ningún derecho de privar a un hijo de vivir su vida. Tengo que darle la oportunidad de que tenga una vida plena y feliz, con limitaciones, sí, ¿pero quién no las tiene? Los padres no elegimos niños a la carta sino que, cuando llegan, los aceptamos como son. ¿Acaso no querríamos igual a un hijo que ya tenemos si se quedara en silla de ruedas? ¿Lo íbamos a matar por ello?
Quizá lo que ocurre es que acabamos pensando demasiado en nosotros mismos: nos planteamos si seremos o no capaces de tirar adelante, y eso nos preocupa más que la vida de una persona minúscula y desprotegida que, sin embargo, es nuestro hijo.
10. «No hay nada que enriquezca tanto la vida como tus hijos: tú cambias y evolucionas con ellos»
Mercedes Donoso. Madre de una niña con síndrome de Down.
No puedo decir que el 15 de octubre de 2007 fuera uno de los días más felices de mi vida. Yo había esperado con tranquilidad el nacimiento de Teresa, nuestra sexta hija, y la noticia de que tenía síndrome de Down fue un auténtico mazazo.
Nunca me había hecho la amniocentesis, creo que no es justo realizar un proceso de selección sobre tu propia descendencia. Cualquier hijo es recibido en nuestra casa, aunque eso no significa que deseemos que los peques vengan con dificultades. Aquel 15 de octubre fue el único día de mi vida en el que he necesitado una pastilla para dormir.
Han pasado dos años, y qué diferente es la realidad de ahora de los miedos de entonces. Hemos conocido a profesionales que nos han ofrecido ayuda y consuelo. Hemos descubierto un mundo que existe, que está ahí fuera, lleno de padres y madres que un día vieron cómo sus expectativas de ampliar la familia volaban por los aires, y que sin embargo están orgullosos de estas criaturas que nos enseñan que el esfuerzo tiene siempre una recompensa. De estas criaturas que proporcionan alegrías impagables.
Después de Teresa tuvimos otra hija: Reyes. Mucha gente me preguntó si me iba a hacer la amniocentesis, y algunas personas hasta me dijeron que era una irresponsable por no querer saber. Siempre contestaba lo mismo: “¿Cómo se puede pensar que voy a interrumpir un embarazo por tener otro hijo con síndrome de Down?, ¿qué les digo a mis hijas?, ¿cómo les explico que he eliminado al bebé de mi tripa porque era igual que Teresa?”. Ellas, con toda la lógica del mundo, me habrían preguntado: “¿Y qué tiene de malo Teresa?”.
Los hijos te complican la vida. Y un hijo con discapacidad, aún más. Pero no hay nada que enriquezca tanto la vida como los hijos. Tú cambias y evolucionas con ellos. Y si ves que uno tiene una dificultad añadida, y que se esfuerza por superarla, luchas junto a él. Y eso hace que los pequeños logros se conviertan en grandes triunfos, y que todo merezca la pena.
En nuestra familia, Teresa nos ha enseñado a todos a ser más tolerantes, más respetuosos con el prójimo. Nos ha hecho más conscientes de las dificultades que tienen tantas personas. Es indignante mirar el rostro de nuestra hija, ver cómo se esfuerza por dar sus primeros pasos, observar cómo juega con sus hermanas, escuchar cómo balbucea unas pocas palabras, admirar su sonrisa, su deseo de agradar y de ser querida, y saber a la vez que está incluida en un listado de una absurda ley que la presenta como material de desecho.
11. «Quizá tardemos en verlo, como tardamos en ver la abolición de la esclavitud, pero en ambas coyunturas está en juego qué significa ‘ser humano’»
Jaime Nubiola. Profesor de Filosofía.
Hay quien ha buscado paralelismos entre la superación del aborto en el siglo XXI y la abolición de la esclavitud a lo largo del siglo XIX. No es una comparación exagerada. Todos los que hayan visto la estupenda película de Michael Apted Amazing Grace habrán pensado probablemente en el parentesco que une ambas tropelías.
En medio de la opulencia del Imperio Británico de finales del siglo XVIII, cuya riqueza se basaba, al menos en parte, en el tráfico y posesión de esclavos, sólo unos pocos alzaron su voz en favor de la abolición de la esclavitud. Nuestra avanzada sociedad occidental —que se enorgullece legítimamente de sus formidables logros democráticos— pone ahora toda su maquinaria legal e institucional en favor del aborto y son sólo unos pocos quienes dicen que se trata de un trágico error.
España fue lenta en la abolición de la esclavitud. Hubo que esperar hasta 1880 —¡hace sólo 130 años!— para su prohibición en Cuba. De hecho, uno de los argumentos esgrimidos por los norteamericanos para su intervención en 1898 fue el de la efectiva liberación de los esclavos de la isla. Hoy nos llama la atención que nuestros tatarabuelos —sólo cinco generaciones— fueran tan ciegos para lo obvio: nadie tiene derecho a tener esclavos.
Algo parecido ocurre en el presente. El núcleo del problema es el embarazo no deseado, el hijo no deseado, que es visto como un intruso y que, como es el más débil, es legalmente eliminado. Habría que poner, en cambio, toda la maquinaria del Estado al servicio de las mujeres embarazadas que no quieren recibir a la criatura que se está gestando en sus entrañas.
Habría que darles motivos (y también recursos económicos) para que desearan seguir adelante con su embarazo, y para que —si no lo quisieran o no lo pudieran recibir— entregaran después en adopción a sus hijos a tantas mujeres que querrían ser madres y no pueden.
De todos modos, cuántas veces es el padre de la nueva criatura quien la rechaza, y la mujer recurre al aborto para no ser a su vez rechazada. Al menos en estos casos, está claro que ese supuesto derecho al aborto es la culminación del viejo machismo represivo.
Algunos gobiernos quieren universalizar un supuesto “derecho al aborto” en favor de todas las mujeres, independientemente de su edad, condición y recursos económicos. Sin embargo, así como nadie tiene derecho a tener esclavos, nadie tiene derecho a matar la vida que germina en el seno de una mujer. Quizá tardemos en verlo, como tardó la abolición de la esclavitud. En ambas coyunturas está en juego qué significa “ser humano”.
12. «La paradoja es brutal: la más refinada cultura de los derechos humanos convive hoy con la mayor matanza de la Historia»
Alejandro Navas. Profesor de Sociología.
Cuando se debatió en el Parlamento alemán la legalización del aborto, el diputado socialista Adolf Arndt advirtió de que esa medida equivalía a la capitulación del Estado de Derecho, que había consistido precisamente en el sometimiento voluntario del más fuerte al imperio de la ley.
En todo grupo humano, pequeño o grande, surge algún tipo de gobierno, si es que el colectivo aspira a durar en el tiempo. Si el grupo se abandona a la espontaneidad natural, se impone el más fuerte, que fácilmente puede tender a oprimir a los demás.
Durante siglos de evolución social y política hemos ido generando procedimientos para regular tanto el acceso como el ejercicio del poder, de modo que se someta a reglas y se asegure la protección de los débiles. Esta evolución culmina en el Estado de Derecho: elección democrática de los gobernantes, separación de poderes, imperio de la ley.
Ya no estamos sometidos al capricho del soberano, pues también este debe cumplir con el ordenamiento legal. Supuesto que se admita —lo que es mucho admitir— que entre la madre y el feto se da un insuperable conflicto de intereses, no deja de ser terrible que la solución sancionada por la ley sea la muerte de la parte más débil, el feto, a manos justamente de aquellos a cuyo cuidado está entregado.
El seno materno, lugar acogedor y seguro por excelencia, se convierte así en una trampa mortal. El aborto ya es hoy la primera causa de muerte en el mundo. La paradoja o incoherencia resulta brutal: la más refinada cultura de los derechos humanos y del aprecio a la dignidad de todos va de la mano con la mayor matanza de la Historia —en torno a mil millones de abortos en el mundo en el último siglo—. Los débiles vuelven a quedar a merced de los fuertes en este retorno imprevisto de la ley de la selva.