4/16/10

La última pesca


Monseñor Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo



El relato de la última aparición de Jesús resucitado a sus discípulos, tiene una escena entrañable. De nuevo entre redes, como al principio; de nuevo ante un faenar cansino e ineficaz, como tantas veces; de nuevo la dureza de cada día, en un cotidiano sin Jesús, como antes de que todo hubiera sucedido.
Alguien extraño a una hora temprana, desde la orilla, se atreve a provocar haciendo una pregunta allí donde más dolía: sobre lo que había... donde no existía más que cansancio y vacío. Habían aprendido que la verdad de las cosas no siempre coincide con lo que nuestros ojos logran ver y nuestras manos acariciar, y se fiaron de aquel desconocido. El resultado fue el inesperado, ese que sorprende porque ya no se espera, porque se nos da cuando vamos de retirada y estamos de vuelta... de todas nuestras nadas e inutilidades. Para unos sería buena vista o acaso magia para otros, pero para el discípulo amado sólo podía ser el Señor.
Hay unas brasas que recuerdan aquella fogata en torno a la cual días antes el viejo pescador juró no conocer a Jesús, negándole tres veces. Ahora, junto al fuego hermano, Jesús lavará con misericordia la debilidad de Pedro, transformando para siempre su barro frágil en piedra fiel.
El verdadero milagro no es una red que se llena, como vacío que se torna en plenitud inmerecida. El milagro más grande es que la traición cobarde se transforma en confesión de amor. Hasta tres veces lo confesará. La traición, deshumanizó a Pedro, le hizo ser como en el fondo no era, y le obligó a decir con los labios lo que su corazón no quería. El amor de Jesús, su gracia siempre pronta, le humanizará de nuevo, hasta reestrenar su verdadera vida. Sin ironía, sin indirectas, sin pago de cuentas atrasadas. Gratuitamente como la gracia misma.
En nuestro mundo, hay muchas fogatas y foros donde se traiciona a Dios y a los hermanos, y haciendo así nos deshumanizamos, y nos partimos y rompemos. Pero hay otras brasas, las que Jesús prepara al amanecer de nuestras oscuridades y a la vuelta de nuestras fatigas, y allí nos convoca en compañía nueva, haciéndonos humanidad distinta. Allí nos permite volver a empezar, en la alegría del milagro de su misericordia inmerecida. Es la última pesca, la de nuestras torpezas y cansancios. Feliz quien tenga ojos para reconocerle como Juan, y quien se deje renacer como Pedro.