Pablo Cabellos Llorente
En la Iglesia de Cristo suceden cosas extraordinarias aunque sean de ordinaria administración. Pienso que ahí hemos de fijar la atención cuando queramos resolver cualquier problema existente. He leído con atención la carta dirigida a todos los obispos por el teólogo Hans Küng.
Es obvio que mi nivel no es el suyo, ni mi curriculum tampoco. Pero aquí no respondo a esa carta. Me dirijo a los católicos al filo de ese escrito, porque justamente echo en falta en él lo más maravilloso de la Iglesia, el punto de apoyo para cualquier reforma posible.
Es muy elemental lo que escribo: se trata de creer en el Depósito Revelado. Y creer con alegría; no como soportando un pesado fardo. Porque la fe es para vivir y morir con alegría.
En el Credo afirmamos nuestra fe en la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Aunque sus miembros pequemos, el Cuerpo de Cristo —la Iglesia— es santo, tiene una finalidad santa: la salvación de las gentes; se organiza esencialmente con medios santos: la oración y la vida sacramental; su Cabeza es el Dios hecho hombre; y como decían los clásicos, las cosas santas han de ser tratadas santamente.
Sé que muchas veces no lo hacemos así, pero eso no varía nada la esencia de la Iglesia. Quizá más bien la refuerza, al permanecer incólume en medio de tantos avatares en su historia bimilenaria.
Oí reiteradamente a una persona santa: yo no creo por los curas, ni por las monjas, ni por los frailes..., sino por Cristo Nuestro Señor. La fe no reside en técnicas ni tácticas, ni en celibato o no, ni en la misa en latín de espaldas o de cara, ni en que las iglesias estén llenas o vacías.
El propio Concilio Vaticano II recordaba: por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela. Esa fe es don de Dios pero, precisamente porque lo revelado por Él nos excede, la fe siempre es libre, nunca puede imponerse al entendimiento como puede hacerlo la solución de un problema matemático o lo observado empíricamente sin error.
En la misma Constitución conciliar —Dei Filius— se habla de la transmisión de los contenidos de la fe a través del Magisterio de la Iglesia, lo que choca frontalmente con esta afirmación de Küng: todo lo que hace el Papa —resumo su idea— no es capaz de modificar la postura de la mayoría de los católicos en cuestiones controvertidas, especialmente en materia de moral sexual.
Pero es que creemos por Revelación de Dios —custodiada por la jerarquía— cuya cumbre es Cristo, y no por lo que exprese la mayoría, suponiendo que sea cierta la afirmación del teólogo. La Iglesia es así por voluntad de su Fundador y otra pretensión se estrellará contra la roca de Pedro.
Pienso que vivir la sobrenaturalidad de la Iglesia es su verdadera recuperación, su real progreso. Lo otro hasta puede sonar bien a algunos oídos anclados en los setenta, pero sería una ONG; algo bueno, pero lejísimos de la esencia católica. Vale aquí lo que Dios decía al pueblo escogido: tu miseria es tuya, Israel; tu fuerza soy yo.
Es obvio que mi nivel no es el suyo, ni mi curriculum tampoco. Pero aquí no respondo a esa carta. Me dirijo a los católicos al filo de ese escrito, porque justamente echo en falta en él lo más maravilloso de la Iglesia, el punto de apoyo para cualquier reforma posible.
Es muy elemental lo que escribo: se trata de creer en el Depósito Revelado. Y creer con alegría; no como soportando un pesado fardo. Porque la fe es para vivir y morir con alegría.
En el Credo afirmamos nuestra fe en la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Aunque sus miembros pequemos, el Cuerpo de Cristo —la Iglesia— es santo, tiene una finalidad santa: la salvación de las gentes; se organiza esencialmente con medios santos: la oración y la vida sacramental; su Cabeza es el Dios hecho hombre; y como decían los clásicos, las cosas santas han de ser tratadas santamente.
Sé que muchas veces no lo hacemos así, pero eso no varía nada la esencia de la Iglesia. Quizá más bien la refuerza, al permanecer incólume en medio de tantos avatares en su historia bimilenaria.
Oí reiteradamente a una persona santa: yo no creo por los curas, ni por las monjas, ni por los frailes..., sino por Cristo Nuestro Señor. La fe no reside en técnicas ni tácticas, ni en celibato o no, ni en la misa en latín de espaldas o de cara, ni en que las iglesias estén llenas o vacías.
El propio Concilio Vaticano II recordaba: por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela. Esa fe es don de Dios pero, precisamente porque lo revelado por Él nos excede, la fe siempre es libre, nunca puede imponerse al entendimiento como puede hacerlo la solución de un problema matemático o lo observado empíricamente sin error.
En la misma Constitución conciliar —Dei Filius— se habla de la transmisión de los contenidos de la fe a través del Magisterio de la Iglesia, lo que choca frontalmente con esta afirmación de Küng: todo lo que hace el Papa —resumo su idea— no es capaz de modificar la postura de la mayoría de los católicos en cuestiones controvertidas, especialmente en materia de moral sexual.
Pero es que creemos por Revelación de Dios —custodiada por la jerarquía— cuya cumbre es Cristo, y no por lo que exprese la mayoría, suponiendo que sea cierta la afirmación del teólogo. La Iglesia es así por voluntad de su Fundador y otra pretensión se estrellará contra la roca de Pedro.
Pienso que vivir la sobrenaturalidad de la Iglesia es su verdadera recuperación, su real progreso. Lo otro hasta puede sonar bien a algunos oídos anclados en los setenta, pero sería una ONG; algo bueno, pero lejísimos de la esencia católica. Vale aquí lo que Dios decía al pueblo escogido: tu miseria es tuya, Israel; tu fuerza soy yo.