4/03/10

“Tenemos un gran Sumo Sacerdote”

Predicación de Viernes Santo del padre Raniero Cantalamessa en San Pedro

 

“Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos, Jesús, el Hijo de Dios”: así empieza el pasaje de la Carta a los Hebreos que hemos escuchado en la segunda lectura. En el Año Sacerdotal, la liturgia del Viernes Santo nos permite remontarnos a la fuente histórica del sacerdocio cristiano.

Esta es la fuente de las dos realizaciones del sacerdocio: la ministerial, de los obispos y de los presbíteros, y la universal de todos los fieles. También esta de hecho se funda en el sacrificio de Cristo que, dice el Apocalipsis, “Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1, 5-6). Es de vital importancia por ello entender la naturaleza del sacrificio y del sacerdocio de Cristo porque es de ellos de donde sacerdotes y laicos, de forma distinta, debemos buscar la impronta e intentar vivir sus exigencias.

La Carta a los Hebreos explica en qué consiste la novedad y la unicidad del sacerdocio de Cristo, no sólo respecto al sacerdocio de la antigua alianza, sino, como nos enseña hoy la historia de las religiones, respecto a toda institución sacerdotal incluso fuera de la Biblia. “Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros [...] penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!” (Hb 9, 11-14).

Cualquier otro sacerdote ofrece algo fuera de sí, Cristo se ofreció a sí mismo; cualquier otro sacerdote ofrece víctimas, ¡Cristo se ofreció como víctima! San Agustín recogió en una fórmula célebre este nuevo tipo de sacerdocio en el que sacerdote y víctima son la misma cosa: Ideo sacerdos, quia sacrificium: sacerdote porque víctima [1].

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En 1972 un conocido pensador francés lanzaba la tesis según la cual “la violencia es el corazón y el alma secreta de lo sagrado” [2]. De hecho, en el origen y en el centro de toda religión está el sacrificio, y el sacrificio comporta destrucción y muerte. El periódico Le Monde aplaudía la afirmación, diciendo que ésta hacía de aquel año “un año que marcar con asterisco en los anales de la humanidad”. Pero ya antes de esta fecha, este experto se había vuelto a acercar al cristianismo, y en la Pascua de 1959 había hecho pública su “conversión”, declarándose creyente y volviendo a la Iglesia.

Esto le permitió no detenerse, en los estudios sucesivos, en el análisis del mecanismo de la violencia, sino señalar también cómo salir de él. Muchos, por desgracia, siguen citando a René Girard como aquel que denunció la alianza entre lo sagrado y la violencia, pero no dicen una palabra sobre el Girard que señaló en el misterio pascual de Cristo la ruptura total y definitiva de esta alianza. Según él, Jesús desenmascara y rompe el mecanismo del chivo expiatorio que sacraliza la violencia, haciéndose él, inocente, la víctima de toda la violencia[3].

El proceso que lleva al nacimiento de la religión se invierte respecto a la explicación que Freud había dado de él. En Cristo, es Dios quien se hace víctima, no la víctima (en Freud, el padre primordial), que una vez sacrificada, es elevada a continuación a la dignidad divina (el Padre de los cielos). Ya no es el hombre el que ofrece sacrificios a Dios, sino Dios quien se “sacrifica” por el hombre, entregando a la muerte por él a su Hijo unigénito (cf. Jn 3,16). El sacrificio ya no sirve para “aplacar” a la divinidad, sino más bien para aplacar al hombre y hacerle desistir de su hostilidad hacia Dios y el prójimo.

Cristo no vino con la sangre de otro, sino con la suya propia. No puso sus propios pecados en los hombros de los demás – hombres o animales – sino que puso los pecados de los demás sobre sus propios hombros: “sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo” (1 Pe 2, 24).

¿Se puede, por tanto, seguir hablando de sacrificio, a propósito de la muerte de Cristo y por tanto de la Misa? Durante mucho tiempo el experto rechazó este concepto, considerándolo demasiado marcado por la idea de violencia, pero después acabó por admitir su posibilidad, con la condición de ver, en el de Cristo, un nuevo tipo de sacrificio, y de ver en este cambio de significado “el hecho central en la historia religiosa de la humanidad”.

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Visto a esta luz, el sacrificio de Cristo contiene un mensaje formidable para el mundo de hoy. Grita al mundo que la violencia es un residuo arcaico, una regresión a estadios primitivos y superados de la historia humana y – si se trata de creyentes – de un retraso culpable y escandaloso en la toma de conciencia del salto de calidad realizado por Cristo.

Recuerda también que la violencia es perdedora. En casi todos los mitos antiguos la víctima es el vencido y el verdugo el vencedor. Jesús cambió el signo de la victoria. Ha inaugurado un nuevo tipo de victoria que no consiste en hacer víctimas, sino en hacerse víctima. Victor quia victima, vencedor porque víctima, así define Agustín al Jesús de la cruz [4].

El valor moderno de la defensa de las víctimas, de los débiles y de la vida amenazada nació sobre el terreno del cristianismo, es un fruto tardío de la revolución llevada a cabo por Cristo. Tenemos la prueba contraria. Apenas se abandona (como hizo Nietzsche) la visión cristiana para devolver a la vida la pagana, se pierde esta conquista y se vuelve a exaltar “al fuerte, al poderoso, hasta su punto más excelso, el superhombre”, y se define a la cristiana “una moral de esclavos”, fruto del resentimiento impotente de los débiles contra los fuertes.

Por desgracia, sin embargo, la misma cultura actual que condena la violencia, por otro lado, la favorece y exalta. Se rasgan las vestiduras frente a ciertos actos de sangre, pero no se dan cuenta de que se les prepara el terreno con lo que se anuncia en la página de al lado del periódico o en el programa siguiente de la televisión. El gusto con el que se insiste en la descripción de la violencia y la competición en quién es el primero y el más crudo al describirla, no hacen sino favorecerla. El resultado no es una catarsis del mal, sino una incitación a él. Es inquietante que la violencia y la sangre se hayan convertido en uno de los ingredientes de mayor reclamo en las películas y en los videojuegos, que sean atraídos por ella y que se diviertan mirándola.

El mismo experto recordado antes puso de manifiesto la matriz de la que se inicia el mecanismo de la violencia: el mimetismo, esa connatural inclinación humana a considerar deseable las cosas que desean los demás, y por tanto, a repetir las cosas que ven hacer a los demás. La psicología del “rebaño” es la que lleva a la elección del “chivo expiatorio” para encontrar, en la lucha contra un enemigo común – en general, el elemento más débil, el distinto – una cohesión totalmente artificial y momentánea.

Tenemos un ejemplo en la actual violencia de los jóvenes en el estadio, en el acoso escolar y en ciertas manifestaciones callejeras que dejan tras de sí ruina y destrucción. Una generación de jóvenes que ha tenido el rarísimo privilegio de no conocer una verdadera guerra y de no haber sido nunca llamados a las armas, se divierte (porque se trata de un juego, aunque estúpido y a veces trágico) a inventar pequeñas guerras, empujados por el mismo instinto que movía a la horda primitiva.

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Pero hay una violencia aún más grave y difundida que la de los jóvenes en los estadios y en las plazas. No hablo aquí de la violencia sobre los niños, de la que se han manchado desgraciadamente también elementos del clero; de esa se habla ya bastante fuera de aquí. Hablo de la violencia sobre las mujeres. Esta es una ocasión para hacer comprender a las personas y a las instituciones que luchan contra ella que Cristo es su mejor aliado.

Se trata de una violencia tanto más grave en cuanto que tiene lugar al abrigo de los muros del hogar, sin que nadie lo sepa, cuando no incluso se justifica con prejuicios pseudo-religiosos y culturales. Las víctimas se encuentran desesperadamente solas e indefensas. Solo hoy, gracias al apoyo y al aliento de muchas asociaciones e instituciones, algunas encuentran la fuerza de salir al descubierto y de denunciar a los culpables.

Mucha de esta violencia tiene trasfondo sexual. Es el macho que cree demostrar su virilidad cebándose contra la mujer, sin darse cuenta de que está demostrando solo su inseguridad y cobardía. También hacia la mujer que se ha equivocado, ¡qué contraste entre la actuación de Cristo y la que aún tiene lugar en ciertos ambientes! El fanatismo invoca la lapidación; Cristo, a los hombres que le presentaron a una adúltera, responde: “quien de vosotros esté sin pecado, que le lance la primera piedra” (Jn 8, 7). El adulterio es un pecado que se comete siempre en dos, pero por el cual uno solo ha sido (y en algunas partes del mundo lo es todavía) castigado.

La violencia contra la mujer no es nunca tan odiosa como cuando se produce allí donde debería reinar el respeto y el amor recíprocos, en la relación entre marido y mujer. Es verdad que la violencia no es sólo de una parte, que se puede ser violentos también con la lengua y no solo con las manos, pero nadie puede negar que en la gran mayoría de los casos la víctima es la mujer.

Hay familias donde aún el hombre se considera autorizado a levantar la voz y las manos sobre las mujeres de la casa. Mujeres e hijos viven a veces bajo la constante amenaza de la “ira de papá”. A estos tales habría que decirles amablemente: “Queridos compañeros hombres, creándonos varones, Dios no ha pretendido darnos el derecho de enfadarnos y dar puñetazos en la mesa por cualquier pequeñez. La palabra dirigida a Eva después de la culpa, 'Él (el hombre) te dominará' (Gn 3,16), era una amarga previsión, no una autorización”.

Juan Pablo II inauguró la práctica de las peticiones de perdón por los errores colectivos. Una de ellas, entre las más justas y necesarias, es el perdón que una mitad de la humanidad debe pedir a la otra mitad, los hombres a las mujeres. Ésta no debe quedarse en genérica y abstracta. Debe llevar, especialmente a quien se profesa cristiano, a gestos concretos de conversión, a palabras de perdón y de reconciliación dentro de las familias y de la sociedad.

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El pasaje de la Carta a los Hebreos que hemos escuchado prosigue diciendo:”El cual ofreció en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte”. Jesús conoció en toda su crudeza la situación de las víctimas, los gritos sofocados y las lágrimas silenciosas. Verdaderamente, “no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas”. En cada víctima de la violencia, Cristo revive misteriosamente su experiencia terrenal. También a propósito de cada una de ellas dice: “A mi me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Por una rara coincidencia, este año nuestra Pascua cae en la misma semana que la Pascua judía, que es la antepasada y la matriz en la cual se formó. Esto nos empuja a dirigir un pensamiento a los hermanos judíos. Ellos saben por experiencia qué significa ser víctimas de la violencia colectiva, y también por esto están dispuestos a reconocer sus síntomas habituales. He recibido en estos días la carta de un amigo judío y, con su permiso, comparto aquí una parte. Decía:

“Estoy siguiendo con disgusto el ataque violento y concéntrico contra la Iglesia, el Papa y todos los fieles por parte del mundo entero. El uso del estereotipo, el paso de la responsabilidad y la culpa personal a la colectiva me recuerdan los aspectos más vergonzosos del antisemitismo. Deseo por tanto expresarle a usted personalmente, al Papa y a toda la Iglesia mi solidaridad de judío de diálogo, y de todos aquellos que en el mundo judío (y son muchos) comparten estos sentimientos de fraternidad. Nuestra Pascua y la vuestra tienen indudables elementos de alteridad, pero viven ambas en la esperanza mesiánica que seguramente nos reunirá en el amor del Padre común. Le auguro por ello a usted y a todos los católicos Buena Pascua”.

Y también nosotros católicos auguramos a los hermanos judíos Buena Pascua. Lo hacemos con las palabras de su antiguo maestro Gamaliel, incorporadas al Seder pascual judío y de ahí pasadas a la más antigua liturgia cristiana:

“Él nos hizo pasar

de la esclavitud a la libertad,

de la tristeza a la alegría,

del luto a la fiesta,

de las tinieblas a la luz,

de la servidumbre a la redención.

Por ello decimos ante Él: ¡Aleluya!" [5].

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1 S. Agustín, Confesiones, 10,43.

2 Cfr. R. Girard, La violence et le sacré, Grasset, París 1972.

3 M. Kirwan, Discovering Girard, Londres 2004.

4 S. Agustín, Confesiones, 10,43.

5 Pesachim, X,5 y Melitón de Sardes, Homilía pascual,68 (SCh 123, p.98).