Carles Cardó
El amanecer del tercer día después de la muerte de Jesús lo fue también de un día nuevo que ha de ir creciendo en claridad a través de los siglos hasta hallar su plenitud en el día eterno. Cristo resucita no sólo para jamás volver a morir, sino para hacer vivir a sus fieles una vida nueva, dulcificarles la muerte, garantizarles después la inmortalidad bienaventurada.
El es el Primogénito de los muertos, el primero en ser engendrado a vida inmortal por un sepulcro que ha llegado a ser inútil. Los dolores de la muerte, especialmente horribles en Jesús, se han convertido en dolores de parto a la vida eterna para él y para nosotros, que ahora ya podemos y debemos creer en él a ojos cerrados.
Porque Cristo, resucitado, no sólo se ha librado de la muerte corporal sino también de la muerte moral, del fracaso irremediable de su misión. Un Cristo corrompido en el sepulcro, cuyo cadáver hubiese podido ser mostrado en cualquier instante, ya no sería el camino, la verdad y la vida, ya no sería la luz del mundo, la garantía de la inmortalidad para los que creyesen en él, para cuantos comiesen su carne. ¿Cómo comer la carne de un muerto? ¿Y qué es posible encontrar en ella sino la muerte?
Él mismo lo había hecho depender todo de su resurrección. «Esta generación adúltera, había dicho a los judíos pide una señal y no le será dada otra señal que la del Profeta Jonás; pues así como Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la tierra» (Mt 12,39-40).
Audacia verdaderamente divina la de un hombre que se atribuye una misión altísima y para probarla se compromete a resucitar después de su muerte. Desde aquel momento, desde la adquisición de este enorme compromiso, reforzado por otras predicciones de su resurrección, que constituyen casi sin excepción el punto final de los anuncios de la pasión, su prestigio no sólo de Mesías, de Profeta, sino incluso de hombre, dependía del cumplimiento de esta predicción única. Una muerte definitiva de Jesús habría sido la muerte de toda su dignidad y de toda su obra.
Así se comprende que toda la predicación de los apóstoles, en Jerusalén como en Antioquía, en Atenas como en Roma, se basa en este hecho y que una afirmación tan naturalmente increíble como la de que un hombre la resucitado haya sido aceptada por la humanidad hasta cambiar la faz de la tierra.
Era, por tanto, necesario dejar este hecho establecido de una manera indudable. Tenemos de él seis relatos auténticos, de testimonios oculares no del hecho en sí, fenómeno momentáneo, espiritual, sobrenatural, apenas controlable por los sentidos sino de lo que vale mucho más, de la sobrevivencia experimentada repetida y duraderamente, de aquel hombre al que todos habían podido ver muerto y enterrado. Los terribles tormentos que sufrió y la lanzada en pleno corazón quitan toda posibilidad de muerte aparente. La guardia colocada por sus enemigos en el sepulcro sellado, quitan cualquier posibilidad de fraude en cuanto al verdadero entierro y convierte en absurda toda hipótesis de un robo del cadáver.
Puesto que unos discípulos cobardes, escondidos por el miedo durante los tres días de su muerte, afirman que repetidas veces se les ha aparecido resucitado, o en verdad ha resucitado o su cadáver yace corrompido y a vista de todos en el sepulcro. El hecho de que esta prueba definitiva no haya sido jamás ni siquiera intentada basta para poner fuera de toda duda la resurrección. Los seis relatos son los de los cuatro evangelistas (Mt 28,120; Mc 16,120; Lc 24,152; Jn 20,1; 21,23), la breve alusión de los Hechos de los Apóstoles (1,39) y la relación de San Pablo en su primera carta a los Corintios (15,38).
De los seis, el más importante es este último, por ser el más primitivo, escrito entre los años 53 y 55, diez antes que los sinópticos y más de veinte antes del evangelio de San Juan, y porque tanto por su contenido como por su forma aparece no sólo como un testimonio personal, sino colectivo y proveniente de dos testigos tan directos y valiosos como San Pedro y Santiago el Menor, el hermano (primo) del Señor. Sabemos por el mismo Pablo (Gal 1,18) que tres años después de su conversión fue a Jerusalén, en donde consultó a las «columnas de la Iglesia» Pedro y Jaime, de quienes recibió información no sólo sobre la doctrina sino también sobre el hecho fundamental que la avalaba, la resurrección del Señor.
El testimonio paulino se remonta, pues, a las fuentes. Por esta razón les dice a los corintios que les enseña lo que él mismo ha aprendido. Por ello puede darnos noticia de apariciones como la de San Jaime y de la de más de quinientos hermanos que ningún otro testigo nos da. Y viene aún a aumentar la autoridad de este testimonio el hecho de ser con toda verosimilitud una fórmula catequística enseñada tradicionalmente a los catecúmenos desde los tiempos inmediatos a Pentecostés.
Así lo indica claramente la expresión: «Os he dado lo que yo también he recibido», empleada corrientemente por los rabinos para caracterizar una doctrina recibida y transmitida por la tradición. Se trata, pues, de una enseñanza catequística dada por San Pablo después de haberla recibido de sus maestros, que, sin contar a Cristo, ya sabemos que eran Pedro y Jaime. Nos encontramos, por tanto, ante un testimonio de la resurrección transmitido por la comunidad cristiana más primitiva y que se remonta al más autorizado de los apóstoles.
Añadamos a éste los testimonios de los cuatro evangelistas (el de Lucas, doble por la alusión de los Hechos de los Apóstoles) y nos hallaremos ante un hecho histórico que no podemos sino aceptar so pena de no poder aceptar ningún otro, porque no hay ninguno tan documentado como éste.
La incredulidad, consciente del valor definitivo de este argumento de hecho, ha intentado lo posible para desvirtuarlo atribuyendo las apariciones del Resucitado a alucinaciones de los discípulos. De haber existido, la alucinación se hubiera producido en sentido contrario, más bien para hacer creer falsa una aparición verdadera, que no verdadera una aparición falsa. La Providencia permitió, por no decir dispuso, que a pesar de los repetidos anuncios que el Señor había dado de su resurrección, los discípulos estuviesen tan seguros de que la muerte del Señor era definitiva, que esta convicción dictó su conducta del primer domingo.
De haber esperado la resurrección, con la alegría consiguiente que esto les hubiese causado, no se habrían escondido atemorizados y hubiesen recibido con fe pronta los primeros anuncios de las apariciones del Resucitado, y con fe más pronta y ardiente su propia aparición. Al contrario. La resurrección de un muerto les parece una cosa tan increíble, aun después de las que habían visto obradas por el Maestro, que no sólo rehúsan el dar crédito a los que anuncian haberlo visto resucitado (el testimonio de Magdalena y las otras mujeres les parece desvarío), sino aun a sus propios sentidos.
Se creen, efectivamente, alucinados, o delante de un espíritu. Le es necesario al Señor hacerse tocar las llagas del costado y manos por Tomás. Se requiere, además, para decirlo claramente, la infusión de una fe sobrenatural, de aquella fe que ni engaña ni se engaña, a fin de que sus sentidos despierten a la verdad. ¿Y decís que unos hombres así se engañaron creyendo ver lo que ni creían, ni esperaban, ni tenían por posible?
Pero dirá, tal vez, alguno: ¿por qué no se apareció públicamente, sobre todo a sus enemigos, ante los cuales había invocado como prueba definitiva su futura resurrección? Eran ellos, primeramente, los que debían ser convencidos. Objeción sugerida, nos atrevemos a decir, por un espíritu puerilmente vanidoso. Sí; nosotros, vanos, petulantes, buscadores ávidos de un éxito que estorba, habríamos actuado así. Jesús obra de un modo diverso porque no es vanidoso, y por otras razones todavía.
En primer lugar, la vista de un cuerpo resucitado y glorioso es un gozo tan grande que puede ser considerado como un premio. El Cuerpo de Jesús estaba como espiritualizado, dejaba transparentar sin obstáculo la belleza celeste de un alma divinizada por la unión personal con Dios. Eran indignos de esta visión los que, lejos de creer en Jesús, le habían perseguido a muerte. Además, si se aparecía a sus enemigos, hubiese debido aparecerse a todos, y la fe se convertiría para todos en evidencia, adhesión intelectual sin mérito.
Por eso Dios escogió anticipadamente a los que habían de ser testigos de su resurrección para que los otros, más meritoriamente que ellos, creyesen en Cristo Dios. «Porque has visto, has creído : bienaventurados los que no han visto y han creído», dijo Jesús a Santo Tomás (Jn 20,29). Querríamos todavía encontrar otra razón. Los enemigos de Jesús, los que no creyeron en él a pesar de la resurrección de Lázaro, que azuzó más bien su odio, tampoco habrían creído ante una aparición del Señor Resucitado.
Con mala fe la habrían atribuido a alucinación o connivencia diabólica, y esta pretendida falsedad, pertinazmente divulgada como lo fue la fábula del robo del cuerpo por los discípulos, se habría perpetuado entre los incrédulos, reforzando la explicación falsa de alucinación. Tanto que hubieran sido más numerosos los que habrían tenido las apariciones por falsas que los que las habrían tenido por verdaderas.
Podrá objetarse todavía: entonces ¿por qué no se apareció a su Madre, ciertamente dignísima y de un valor insuperable como testigo? Objeción mal formulada. Lo que conviene preguntar no es por qué Jesucristo resucitado no se apareció a María, sino por qué ningún testigo lo relata. Pues que se le apareció no podemos dudar. Más aún: algunos teólogos han afirmado con verosimilitud que pasaba con ella muchas de las horas no destinadas a apariciones.
Aun entrando aquí en el terreno de la intimidad familiar de Jesús, nos atrevemos, sin embargo, a indicar algunas posibles razones de este silencio. María hace de Madre y por esto la encontramos en todos los momentos exigidos por la maternidad: Anunciación, Belén, Purificación, Calvario; Pentecostés, donde extendió su maternidad a la Iglesia naciente. Excluyendo estas ocasiones rara vez aparece, y cuando lo hace, Jesús señala la escasa relación entre la misión maternal y los asuntos de su Padre; así en el templo, cuando Jesús, muchacho de 12 años, se escapa de la compañía de los suyos; así en Caná al inaugurar su ministerio público; así cuando en plena actividad apostólica, le anuncian a su Madre (Mt 12,46-50).
Dar testimonio de su resurrección no era misión maternal, y podría por eso María no ser mencionada. Esto nos explicaría también por qué, habiendo estado siempre, hasta el pie de la cruz, con las santas mujeres que le ayudaban en su función maternal de procurarle a Jesús los medios materiales de vida, no las acompaña cuando van con aromas al sepulcro. Ellas no sabían que Jesús había de resucitar y creían que iban a encontrar el cadáver detrás de la losa. Ella lo sabía y lo esperaba en casa, primera visita de Jesús resucitado, perfumada de intimidad.
Tal vez Dios no quiso que fuese al sepulcro para que su fe sólida y ardiente no alejase de las santas mujeres y los discípulos aquella incredulidad que, por haber tenido que ser vencida por la objetividad corpórea de Jesús, nos fue tan saludable.
Acabamos este punto con unas bellas palabras de Santo Tomás: «Lo que toca a la vida futura excede el común conocimiento de los hombres... Por eso tales cosas no son conocidas del hombre sino por revelación divina. Y porque Cristo resucitó con resurrección gloriosa, por eso su resurrección no se manifiesta a todo el pueblo sino a algunos, por cuyo testimonio llegaría a conocimiento de los demás» (Summa Theologica, 3, q. 55, art. 1). Y el P. Billot comenta elegantemente: «Cristo lo hizo todo bien, es decir, ordenadamente; y por eso sufrió públicamente, porque sufrió como viador; pero no resucitó públicamente, porque resucitó como comprehensor» (De Verbo Incarnato, Roma, 1927, p. 536).
El es el Primogénito de los muertos, el primero en ser engendrado a vida inmortal por un sepulcro que ha llegado a ser inútil. Los dolores de la muerte, especialmente horribles en Jesús, se han convertido en dolores de parto a la vida eterna para él y para nosotros, que ahora ya podemos y debemos creer en él a ojos cerrados.
Porque Cristo, resucitado, no sólo se ha librado de la muerte corporal sino también de la muerte moral, del fracaso irremediable de su misión. Un Cristo corrompido en el sepulcro, cuyo cadáver hubiese podido ser mostrado en cualquier instante, ya no sería el camino, la verdad y la vida, ya no sería la luz del mundo, la garantía de la inmortalidad para los que creyesen en él, para cuantos comiesen su carne. ¿Cómo comer la carne de un muerto? ¿Y qué es posible encontrar en ella sino la muerte?
Él mismo lo había hecho depender todo de su resurrección. «Esta generación adúltera, había dicho a los judíos pide una señal y no le será dada otra señal que la del Profeta Jonás; pues así como Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la tierra» (Mt 12,39-40).
Audacia verdaderamente divina la de un hombre que se atribuye una misión altísima y para probarla se compromete a resucitar después de su muerte. Desde aquel momento, desde la adquisición de este enorme compromiso, reforzado por otras predicciones de su resurrección, que constituyen casi sin excepción el punto final de los anuncios de la pasión, su prestigio no sólo de Mesías, de Profeta, sino incluso de hombre, dependía del cumplimiento de esta predicción única. Una muerte definitiva de Jesús habría sido la muerte de toda su dignidad y de toda su obra.
Así se comprende que toda la predicación de los apóstoles, en Jerusalén como en Antioquía, en Atenas como en Roma, se basa en este hecho y que una afirmación tan naturalmente increíble como la de que un hombre la resucitado haya sido aceptada por la humanidad hasta cambiar la faz de la tierra.
Era, por tanto, necesario dejar este hecho establecido de una manera indudable. Tenemos de él seis relatos auténticos, de testimonios oculares no del hecho en sí, fenómeno momentáneo, espiritual, sobrenatural, apenas controlable por los sentidos sino de lo que vale mucho más, de la sobrevivencia experimentada repetida y duraderamente, de aquel hombre al que todos habían podido ver muerto y enterrado. Los terribles tormentos que sufrió y la lanzada en pleno corazón quitan toda posibilidad de muerte aparente. La guardia colocada por sus enemigos en el sepulcro sellado, quitan cualquier posibilidad de fraude en cuanto al verdadero entierro y convierte en absurda toda hipótesis de un robo del cadáver.
Puesto que unos discípulos cobardes, escondidos por el miedo durante los tres días de su muerte, afirman que repetidas veces se les ha aparecido resucitado, o en verdad ha resucitado o su cadáver yace corrompido y a vista de todos en el sepulcro. El hecho de que esta prueba definitiva no haya sido jamás ni siquiera intentada basta para poner fuera de toda duda la resurrección. Los seis relatos son los de los cuatro evangelistas (Mt 28,120; Mc 16,120; Lc 24,152; Jn 20,1; 21,23), la breve alusión de los Hechos de los Apóstoles (1,39) y la relación de San Pablo en su primera carta a los Corintios (15,38).
De los seis, el más importante es este último, por ser el más primitivo, escrito entre los años 53 y 55, diez antes que los sinópticos y más de veinte antes del evangelio de San Juan, y porque tanto por su contenido como por su forma aparece no sólo como un testimonio personal, sino colectivo y proveniente de dos testigos tan directos y valiosos como San Pedro y Santiago el Menor, el hermano (primo) del Señor. Sabemos por el mismo Pablo (Gal 1,18) que tres años después de su conversión fue a Jerusalén, en donde consultó a las «columnas de la Iglesia» Pedro y Jaime, de quienes recibió información no sólo sobre la doctrina sino también sobre el hecho fundamental que la avalaba, la resurrección del Señor.
El testimonio paulino se remonta, pues, a las fuentes. Por esta razón les dice a los corintios que les enseña lo que él mismo ha aprendido. Por ello puede darnos noticia de apariciones como la de San Jaime y de la de más de quinientos hermanos que ningún otro testigo nos da. Y viene aún a aumentar la autoridad de este testimonio el hecho de ser con toda verosimilitud una fórmula catequística enseñada tradicionalmente a los catecúmenos desde los tiempos inmediatos a Pentecostés.
Así lo indica claramente la expresión: «Os he dado lo que yo también he recibido», empleada corrientemente por los rabinos para caracterizar una doctrina recibida y transmitida por la tradición. Se trata, pues, de una enseñanza catequística dada por San Pablo después de haberla recibido de sus maestros, que, sin contar a Cristo, ya sabemos que eran Pedro y Jaime. Nos encontramos, por tanto, ante un testimonio de la resurrección transmitido por la comunidad cristiana más primitiva y que se remonta al más autorizado de los apóstoles.
Añadamos a éste los testimonios de los cuatro evangelistas (el de Lucas, doble por la alusión de los Hechos de los Apóstoles) y nos hallaremos ante un hecho histórico que no podemos sino aceptar so pena de no poder aceptar ningún otro, porque no hay ninguno tan documentado como éste.
La incredulidad, consciente del valor definitivo de este argumento de hecho, ha intentado lo posible para desvirtuarlo atribuyendo las apariciones del Resucitado a alucinaciones de los discípulos. De haber existido, la alucinación se hubiera producido en sentido contrario, más bien para hacer creer falsa una aparición verdadera, que no verdadera una aparición falsa. La Providencia permitió, por no decir dispuso, que a pesar de los repetidos anuncios que el Señor había dado de su resurrección, los discípulos estuviesen tan seguros de que la muerte del Señor era definitiva, que esta convicción dictó su conducta del primer domingo.
De haber esperado la resurrección, con la alegría consiguiente que esto les hubiese causado, no se habrían escondido atemorizados y hubiesen recibido con fe pronta los primeros anuncios de las apariciones del Resucitado, y con fe más pronta y ardiente su propia aparición. Al contrario. La resurrección de un muerto les parece una cosa tan increíble, aun después de las que habían visto obradas por el Maestro, que no sólo rehúsan el dar crédito a los que anuncian haberlo visto resucitado (el testimonio de Magdalena y las otras mujeres les parece desvarío), sino aun a sus propios sentidos.
Se creen, efectivamente, alucinados, o delante de un espíritu. Le es necesario al Señor hacerse tocar las llagas del costado y manos por Tomás. Se requiere, además, para decirlo claramente, la infusión de una fe sobrenatural, de aquella fe que ni engaña ni se engaña, a fin de que sus sentidos despierten a la verdad. ¿Y decís que unos hombres así se engañaron creyendo ver lo que ni creían, ni esperaban, ni tenían por posible?
Pero dirá, tal vez, alguno: ¿por qué no se apareció públicamente, sobre todo a sus enemigos, ante los cuales había invocado como prueba definitiva su futura resurrección? Eran ellos, primeramente, los que debían ser convencidos. Objeción sugerida, nos atrevemos a decir, por un espíritu puerilmente vanidoso. Sí; nosotros, vanos, petulantes, buscadores ávidos de un éxito que estorba, habríamos actuado así. Jesús obra de un modo diverso porque no es vanidoso, y por otras razones todavía.
En primer lugar, la vista de un cuerpo resucitado y glorioso es un gozo tan grande que puede ser considerado como un premio. El Cuerpo de Jesús estaba como espiritualizado, dejaba transparentar sin obstáculo la belleza celeste de un alma divinizada por la unión personal con Dios. Eran indignos de esta visión los que, lejos de creer en Jesús, le habían perseguido a muerte. Además, si se aparecía a sus enemigos, hubiese debido aparecerse a todos, y la fe se convertiría para todos en evidencia, adhesión intelectual sin mérito.
Por eso Dios escogió anticipadamente a los que habían de ser testigos de su resurrección para que los otros, más meritoriamente que ellos, creyesen en Cristo Dios. «Porque has visto, has creído : bienaventurados los que no han visto y han creído», dijo Jesús a Santo Tomás (Jn 20,29). Querríamos todavía encontrar otra razón. Los enemigos de Jesús, los que no creyeron en él a pesar de la resurrección de Lázaro, que azuzó más bien su odio, tampoco habrían creído ante una aparición del Señor Resucitado.
Con mala fe la habrían atribuido a alucinación o connivencia diabólica, y esta pretendida falsedad, pertinazmente divulgada como lo fue la fábula del robo del cuerpo por los discípulos, se habría perpetuado entre los incrédulos, reforzando la explicación falsa de alucinación. Tanto que hubieran sido más numerosos los que habrían tenido las apariciones por falsas que los que las habrían tenido por verdaderas.
Podrá objetarse todavía: entonces ¿por qué no se apareció a su Madre, ciertamente dignísima y de un valor insuperable como testigo? Objeción mal formulada. Lo que conviene preguntar no es por qué Jesucristo resucitado no se apareció a María, sino por qué ningún testigo lo relata. Pues que se le apareció no podemos dudar. Más aún: algunos teólogos han afirmado con verosimilitud que pasaba con ella muchas de las horas no destinadas a apariciones.
Aun entrando aquí en el terreno de la intimidad familiar de Jesús, nos atrevemos, sin embargo, a indicar algunas posibles razones de este silencio. María hace de Madre y por esto la encontramos en todos los momentos exigidos por la maternidad: Anunciación, Belén, Purificación, Calvario; Pentecostés, donde extendió su maternidad a la Iglesia naciente. Excluyendo estas ocasiones rara vez aparece, y cuando lo hace, Jesús señala la escasa relación entre la misión maternal y los asuntos de su Padre; así en el templo, cuando Jesús, muchacho de 12 años, se escapa de la compañía de los suyos; así en Caná al inaugurar su ministerio público; así cuando en plena actividad apostólica, le anuncian a su Madre (Mt 12,46-50).
Dar testimonio de su resurrección no era misión maternal, y podría por eso María no ser mencionada. Esto nos explicaría también por qué, habiendo estado siempre, hasta el pie de la cruz, con las santas mujeres que le ayudaban en su función maternal de procurarle a Jesús los medios materiales de vida, no las acompaña cuando van con aromas al sepulcro. Ellas no sabían que Jesús había de resucitar y creían que iban a encontrar el cadáver detrás de la losa. Ella lo sabía y lo esperaba en casa, primera visita de Jesús resucitado, perfumada de intimidad.
Tal vez Dios no quiso que fuese al sepulcro para que su fe sólida y ardiente no alejase de las santas mujeres y los discípulos aquella incredulidad que, por haber tenido que ser vencida por la objetividad corpórea de Jesús, nos fue tan saludable.
Acabamos este punto con unas bellas palabras de Santo Tomás: «Lo que toca a la vida futura excede el común conocimiento de los hombres... Por eso tales cosas no son conocidas del hombre sino por revelación divina. Y porque Cristo resucitó con resurrección gloriosa, por eso su resurrección no se manifiesta a todo el pueblo sino a algunos, por cuyo testimonio llegaría a conocimiento de los demás» (Summa Theologica, 3, q. 55, art. 1). Y el P. Billot comenta elegantemente: «Cristo lo hizo todo bien, es decir, ordenadamente; y por eso sufrió públicamente, porque sufrió como viador; pero no resucitó públicamente, porque resucitó como comprehensor» (De Verbo Incarnato, Roma, 1927, p. 536).