1/08/12


Carta del Prelado del Opus Dei

(enero 2012)


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Cantando ayer el Te Deum en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, ante el Santísimo Sacramento expuesto en la custodia, dábamos gracias a la Trinidad Beatísima por los beneficios que nos ha concedido en el año que acaba de transcurrir. Me sentí muy unido al Papa y a toda la Iglesia, especialmente a cada una y a cada uno de vosotros, y a los innumerables Cooperadores y amigos de la Prelatura. He visto y he oído cómo nuestro Padre rezaba este himno, con hambre de unirse al canto de alabanza que toda la creación rinde a Dios. Todas las mañanas, después de celebrar la Santa Misa y mientras se quitaba los ornamentos sacerdotales, lo recitaba con inmensa devoción, bien unido a sus hijas y a sus hijos.


En estos días de Navidad, y siempre, es lógico que se alce con más intensidad al Cielo nuestra acción de gracias, en primer lugar, por la encarnación y el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Este don es el fundamento perenne de nuestra gratitud, de nuestra alabanza, de nuestra adoración, a un Dios que no cesa de amarnos con locura y que nos lo manifiesta sin interrupción.


El comienzo del año nuevo nos debe ayudar a tener más presente esta prueba del amor divino. Los Padres de la Iglesia y todos los santos, en las diversas épocas de la historia, se han llenado de admiración al considerar que, con el nacimiento de Cristo, el Eterno ha entrado en el tiempo, el Inmenso se ha hecho pequeño asumiendo nuestra limitada condición humana. «¿Qué mayor gracia pudo concedernos Dios?», se pregunta san Agustín. «Teniendo un Hijo único lo hizo Hijo del hombre, para que el hijo del hombre se hiciera hijo de Dios. Busca dónde está tu mérito, busca de dónde procede, busca cuál es tu justicia; y verás que no puedes encontrar otra cosa que no sea pura gracia».


Nuestro asombro y nuestro agradecimiento aumenta aún más si consideramos que Dios no nos ha dado solamente este regalo por un tiempo o para un momento determinado, sino para siempre. El Eterno ha entrado en los límites del tiempo y del espacio, para hacer posible "hoy" el encuentro con Él. Los textos litúrgicos navideños nos ayudan a entender que los eventos de la salvación realizados por Cristo son siempre actuales, interesan a cada hombre y a todos los hombres. Cuando escuchamos o pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas, este "hoy ha nacido para nosotros el Salvador", no estamos utilizando una expresión convencional vacía, sino entendemos que Dios nos ofrece “hoy”, ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores de Belén, para que Él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.


A la luz del amoroso designio divino con la humanidad entera y con cada uno, adquieren su verdadero relieve los acontecimientos del año que acaba de concluir: la salud y la enfermedad, los éxitos y los fracasos, los acontecimientos felices y los dolorosos, lo que consideramos bueno y lo que nos pareció menos bueno... Qué bien lo expresó nuestro Fundador en aquel punto de Camino, cuando exhorta a levantar el corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque te han despreciado. —Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.

Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. —Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...

Dale gracias por todo, porque todo es bueno.

Es cierto que en el mundo abundan los dramas y sufrimientos: catástrofes naturales que arrebatan la vida a millares de personas, focos de guerra y violencia en muchos lugares, enfermedades y carencia de bienes de primera necesidad en innumerables puntos de la tierra, divisiones y rencillas en las familias y entre los pueblos... A todo esto hay que añadir ahora la profunda crisis económica que afecta a muchos países, con tantos hombres y mujeres en paro forzoso.

Sin embargo, aunque la razón no llegue a entender el porqué de estas situaciones, la fe nos asegura que este tiempo nuestro encierra ya, de forma definitiva e imborrable, la novedad gozosa y liberadora de Cristo salvador (...). La Navidad nos hace volver a encontrar a Dios en la carne humilde y débil de un niño. ¿No hay aquí una invitación a reencontrar la presencia de Dios y de su amor que da la salvación también en las horas breves y fatigosas de nuestra vidas cotidiana? ¿No es una invitación a descubrir que nuestro tiempo humano —también en los momentos difíciles y duros— está enriquecido incesantemente por las gracias del Señor, es más, por la Gracia que es el Señor mismo?.

Hagamos memoria, hijas e hijos míos, de los innumerables beneficios recibidos en los meses que acaban de transcurrir. Podemos meditarlos en la intimidad de la oración. A pesar de nuestra poquedad personal, ha sido un año más de fidelidad a nuestra vocación cristiana en la Iglesia, siguiendo el espíritu de la Obra. Y podemos enumerar otros muchos beneficios: los frutos espirituales de un trabajo ofrecido a Dios y realizado con espíritu de servicio a las almas; las personas que, gracias al ejemplo y a la palabra apostólica de los hijos de Dios, se han acercado con intimidad al Señor o lo han descubierto en la trama de su existencia ordinaria; el comienzo de la labor apostólica estable de fieles de la Prelatura en nuevos países y su consolidación en otros; la llamada divina a servirle en el Opus Dei que el Señor ha dirigido a muchas personas en el mundo entero; la profunda remoción interior, las conversiones y vocaciones de entrega total, siguiendo los más variados caminos espirituales, que Dios ha suscitado en la Iglesia con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en el mes de agosto... Y tantos otros beneficios en la vida personal, familiar y social, que toca a cada uno descubrir y agradecer.

Ante este panorama sin fronteras, podemos hacer nuestra la oración que san Josemaría rezó innumerables veces, especialmente en los últimos años de su existencia terrena: Sancte Pater, omnipotens, æterne et misericors Deus, Beata Maria intercedente, gratias tibi ago pro universis beneficiis tuis etiam ignotis[5]; Padre Santo, omnipotente, eterno y misericordioso Dios: por la intercesión de la bienaventurada Virgen María te doy gracias por todos tus beneficios, también los desconocidos. Porque, efectivamente, son más los beneficios que nos han pasado inadvertidos que los que conocemos. ¿Quién podría contar las veces que el Señor, con su paternal providencia, nos ha librado de peligros del alma y del cuerpo? ¿Quién sería capaz de enumerar las gracias que la Santísima Virgen nos ha conseguido en estos meses?

Por eso, es natural y sobrenaturalmente lógico que tratemos de mantener una constante actitud de agradecimiento. Como exhortaba san Josemaría al comienzo de un nuevo año: Ut in gratiarum semper actione maneamus!Que estemos siempre en una continua acción de gracias a Dios, por todo: por lo que parece bueno y por lo que parece malo, por lo dulce y por lo amargo, por lo blanco y por lo negro, por lo pequeño y por lo grande, por lo poco y por lo mucho, por lo que es temporal y por lo que tiene alcance eterno. Demos gracias a Nuestro Señor por cuanto ha sucedido este año, y también en cierto modo por nuestras infidelidades, porque las hemos reconocido y nos han llevado a pedirle perdón, y a concretar el propósito —que traerá mucho bien para nuestras almas— de no ser nunca más infieles.

Dirijamos ahora la mirada al año que comienza. ¡Cuántos beneficios nos otorgará el Señor, si lo recorremos de la mano de Santa María! Se lo pedimos a nuestra Madre en esta fecha en la que la Iglesia conmemora solemnemente su Maternidad divina.

Las fiestas de estas semanas nos impulsan a empaparnos del clima de la primera Navidad. Ante el belén, imaginando los detalles de cariño de María y José con el Recién Nacido, habremos examinado cómo es nuestro trato con los demás: nuestra propia familia, los amigos, los colegas, y todas las personas que Dios —de un modo u otro— va poniendo a nuestro lado. Para todos hemos de ser luminarias que lleven a Cristo, como deseaba el Papa al reflexionar sobre las luces que adornan el árbol de Navidad. Que cada uno de nosotros —decía— aporte algo de luz en los ambientes en que vive: en la familia, en el trabajo, en el barrio, en los pueblos, en las ciudades. Que cada uno sea una luz para quien tiene al lado; que deje de lado el egoísmo que, tan a menudo, cierra el corazón y lleva a pensar sólo en uno mismo; que preste más atención a los demás, que los ame más. Cualquier pequeño gesto de bondad —concluía el Santo Padre— es como una luz de este gran árbol: junto con las otras luces ilumina la oscuridad de la noche, incluso de la noche más oscura.


Apliquemos estas consideraciones a la existencia cotidiana, tan rica de oportunidades de entrega a Dios y a los demás. Es cierto que somos y nos sentimos poca cosa; por eso mismo, os transmito la invitación de nuestro Fundador a volvernos voluntariamente pequeños delante de Dios, para que nuestro Padre celestial y nuestra Madre la Virgen se ocupen con especial esmero de cada uno. Esta decisión comporta el deseo de renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños.

El trato de los hijos pequeños con sus padres —su abandono en ellos, su confianza, sus audaces peticiones— nos sirve de modelo para nuestras relaciones con Dios. Es la actitud fundamental del cristiano, que, renovada un día y otro, jornada tras jornada, nos asegura que andamos por la senda justa, independientemente de los éxitos o fracasos que puedan presentarse. ¿Nos detenemos con frecuencia a pensar si estamos caminando con el Señor? ¿Le dejamos que nos acompañe a toda hora? ¿Cómo le hablamos de lo que se nos presenta en cada momento?

¿Quién va a ser mejor Maestra que la Santísima Virgen? Al escuchar el anuncio de san Gabriel, se abandonó plenamente a la Voluntad divina —fiat mihi secundum verbum tuum!—, y creyó firmemente que se cumplirían las cosas que se te han dicho de parte del Señor, como proclamó santa Isabel, inspirada por el Espíritu Santo. Luego, en Caná, dirigió a su Hijo una petición llena de fe, intercediendo por las necesidades de los esposos —no tienen vino— y recomendó a los sirvientes cumplir exactamente lo que les indicara el Señor: haced lo que Él os diga. Miremos más a la Virgen, invoquémosla más.

Dentro de pocas fechas, el 9 de enero, se cumplen ciento diez años del nacimiento de san Josemaría. Aprovechemos este aniversario para acudir con fe a su intercesión, pidiendo por la Iglesia y la humanidad. Llevadle de modo especial las necesidades de la Obra, de sus hijas y de sus hijos en el mundo entero, y seguid rezando por mis intenciones. Todas y todos estáis constantemente presentes en mi oración; especialmente los que pasan por momentos de mayor sufrimiento físico o espiritual. Con palabras de san Pablo, os aseguro que es justo que yo sienta esto por cada uno de vosotros, ya que os tengo en el corazón (...). Dios es testigo de cómo os amo a todos vosotros en las entrañas de Cristo Jesús.


Me parece también muy oportuno que recordemos el empuje sobrenatural y humano, el optimismo nacido de la fe, que san Josemaría transmitió a sus hijos en la Carta Circular del 9 de enero de 1939, un año después de su llegada a Burgos, pensando en el incremento de la labor apostólica de la Obra al concluir la guerra civil española, cuyo fin era ya inminente.


¿Obstáculos? No me preocupan los obstáculos exteriores: con facilidad los venceremos. No veo más que un obstáculo imponente: vuestra falta de filiación y vuestra falta de fraternidad, si alguna vez se dieran en nuestra familia. Todo lo demás (escasez, deudas, pobreza, desprecio, calumnia, mentira, desagradecimiento, contradicción de los buenos, incomprensión y aun persecución de parte de la autoridad), todo, no tiene importancia, cuando se cuenta con Padre y hermanos, unidos plenamente por Cristo, con Cristo y en Cristo. No habrá amarguras, que puedan quitarnos la dulcedumbre de nuestra bendita Caridad.

Con la fuerza de nuestro Padre, y en su nombre, os pido que afinemos en la filiación y en la fraternidad. Si no cuidásemos a fondo estos pilares de nuestra familia sobrenatural, se provocarían grietas en la estructura de la Obra, a las que ninguno debe quitar importancia. Os digo lo que también nos comunicó en los años 50: que recemos el oremus pro unitate apostolatus, porque lo vivamos sin solución de continuidad.

Con todo cariño, deseándoos los mejores regalos del Cielo en este nuevo año, os bendice

  vuestro Padre + Javier