1/05/12


Iglesia e información religiosa



Señor Tornielli, ¿de dónde saca el tiempo para hacer todas estas cosas?
      Siempre que me hacen esta pregunta (mi amigo y maestro Vittorio Messori insiste en decirme que tengo cuatro o cinco clones diferentes que trabajan por mí) es como si se abriera una herida: porque mi primer pensamiento va a mi familia, y al hecho de que no estoy con ellos todo el tiempo que debiera… Pero es verdad que una de mis características es la de escribir con mucha rapidez. Mi jornada empieza todos los días muy temprano, a las seis y media. Me gusta mucho la respuesta que daba el beato cardenal Alfredo Ildefonso Schuster a quien le decía: «Eminencia, necesita usted descansar»; respondía: «Ya tendré tiempo para descansar en la otra vida, en el cielo».
Sus libros son un despliegue de historias interesantes, desde Juan XXIII, hasta los ataques a Benedicto XVI, pasando por la devoción mariana, los santos contemporáneos y las polémicas sobre Pío XII. ¿Con qué criterios elige los temas?
      En primer lugar, busco escribir libros que a mí me gustaría leer. Los libros que he escrito, sobre todo los dedicados a la historia de la Iglesia, son libros que no he encontrado, y que me hubiera gustado leer. Creo, por otra parte, que el estudio de la historia es fundamental para un cristiano. El cristianismo no es una “religión”, sino, antes que nada, un acontecimiento histórico, un hecho de la historia: Dios que sale al encuentro del hombre, que se hace carne y sangre. Lo acabamos de celebrar en la Navidad, viéndole nacer como niño en un preciso momento de la historia, totalmente abandonado a los cuidados de un padre y de una madre joven. Para los cristianos, la historia es tan fundamental que san Felipe Neri, en carta a su amigo Cesare Baronio, el que sería fundador de la historiografía católica, le decía: «Te ruego que vengas aquí al menos una vez al mes, para enseñar historia de la Iglesia a nuestros estudiantes, porque ya no la conocen; y si no se conoce la historia se llegará a desconocer la fe».
¿Cómo nació su vinculación con la información religiosa? ¿Tiene algún “maestro” en particular?
      Mi pasión por la información religiosa y el vaticanismo nació en 1978: tenía 14 años, y estaba de vacaciones en un pequeño pueblecito cerca de Canale d’Agordo, lugar de nacimiento de Juan Pablo I, el sucesor de Pablo VI, cuando fue elegido el Papa. Recuerdo que seguí con curiosidad la muerte de Pablo VI y el cónclave, y empecé a conocer el nombre de los vaticanistas que entonces escribían en la prensa italiana. Mis dos maestros son: el primero, Vittorio Messori, periodista y escritor, al que considero fundador de la nueva apologética católica y autor de libros importantes sobre los fundamentos de la fe; y el segundo es Luigi Accattoli, que fue vaticanista del mayor diario italiano, el Corriere della Sera, que fue mi compañero en muchos viajes siguiendo al Papa, y un verdadero amigo que me ayudó con su gran experiencia.
¿Debería la Iglesia mejorar su comunicación? ¿De qué manera?
      En primer lugar, cambiando su lenguaje: muchas veces escuchamos una lengua que parece para “iniciados”, totalmente auto-referencial, que no pueden comprender los que están fuera. Tendría que hablar menos y hacerlo de manera más sencilla, porque el Verbo se hizo carne, y no papel. Se escribe demasiado, los textos publicados son demasiado numerosos, y parece que es necesario escribir para justificar la existencia de comisiones, comités, oficinas, consejos, dicasterios… El estilo de los evangelios debería ser un modelo de comunicación. En otro orden de cosas, muchas veces nos desilusionan homilías aburridas y banales, sacerdotes que escriben libros dulzones y apologéticos sin contenido.
      Sin embargo, tenemos un don extraordinario: Benedicto XVI, que habla con claridad y con gran inteligencia a todos sus contemporáneos, creyentes y no creyentes, aportando siempre una luz nueva. Es un hombre humilde, que quiere enseñarnos que el protagonista de nuestra fe es Dios, y no nosotros. Enseña, con un magisterio claro y sorprendente, que tenemos que convertirnos con el corazón y con la razón, sin pensar que nuestra fuerza y consistencia está en las estructuras o en el“poder”.
      Basta escuchar sus palabras, o leer sus libros, para darse cuenta del extraordinario tesoro con que hemos sido enriquecidos.
¿Cuál es su opinión sobre los ataques que a veces se dirigen contra la Iglesia y, en particular, contra el Santo Padre?
      Claro que no los considero justificados. Hay acontecimientos o situaciones que pueden justificar críticas, pero no ataques. Y, por desgracia, se producen muchos ataques sin fundamento, debidos sobre todo, según creo, a la ignorancia, y en segundo término a los prejuicios. Es cierto que en ocasiones existe también la voluntad de golpear al Papa, pero el mayor peso corresponde a la ignorancia.
Parece una experiencia repetida regularmente que en los viajes pastorales del Santo Padre quedan siempre desmentidas las oscuras previsiones de la vigilia…
      En ese caso, se trata del hecho de que el encuentro con la realidad es totalmente diferente del prejuicio. Lo hemos visto de una manera muy clara en Francia (2008), en Inglaterra (2010) y en Alemania (2011). Cuando llega el Papa, se ve enseguida que no es ese hombre terrible que habían descrito algunos medios de comunicación, sino un hombre humilde, que escucha, y que con su palabra quiere simplemente presentar al cristianismo como una fe simple, profunda, que todos pueden comprender.
Si tuviese que trazar en pocas líneas un retrato del beato Juan Pablo II, ¿qué diría?
      Juan Pablo II fue verdaderamente hombre, sin sombra alguna de clericalismo, verdaderamente enamorado de Dios, que vivió en contacto con Él cada uno de los momentos de su vida, rezando tanto como respiraba. Abrazó al mundo, y todo el mundo lo abrazó.
¿Cómo valora el estado actual del catolicismo?
      Me parece que la Iglesia está todavía viva; sólo con criterios humanos, eso es un milagro. Sería necesario, en mi opinión, dedicar mayor atención a las Iglesias de los países de Asia, de América latina y de las demás tierras de misión. Nuestra Europa necesita ser evangelizada con el entusiasmo y la fe de aquellos pueblos que la han recibido de nosotros.
      Sigue habiendo un lugar en la sociedad para la Iglesia. Y, desde luego, lo que sí hay es necesidad de ella. ¿Qué están esperando las personas que nos encontramos cada día en nuestro camino? Un Dios con rostro de Hombre que, antes de juzgarlos por sus pecados, les diga: «Yo te quiero, te quiero tal como eres».
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Profesora Lucetta Scaraffia, usted vivió una larga etapa alejada de la fe y comprometida en el feminismo militante. ¿Qué nos puede contar de aquella etapa de su vida?
      En los años que rodearon el año 1968, los jóvenes nos sentíamos arrastrados por un torbellino de novedades y de vida que parecía abrirnos las puertas a una mayor comprensión de la realidad, y a experiencias que jamás habríamos podido vivir si nos hubiéramos mantenido “normales”. El juego de transformar el mundo, de conseguir que fuera justo y feliz, como nos prometían las ideologías, era apasionante. Pronto se descubrió que era un espejismo, lo que muchos no quisieron ver. En el momento en que comencé a darme cuenta, cayó para mí el velo de la opinión dominante, y comprendí muchas cosas; nació en mí un nuevo interés por la religión, a la que había dejado de lado más o menos irreflexivamente.
Entonces vino la conversión…
      Mi conversión se produjo en dos niveles. El primero fue, sin duda, el intelectual. Empecé a dedicarme a la historia de la religiosidad y, en particular, a la historia de las relaciones entre las mujeres y la religión, que en aquellos años era un filón nuevo y muy de moda. Al principio lo hacía solamente desde fuera, desde un punto de vista no creyente; pero luego mi participación se volvió cada vez más “interna”. Leer los textos de los místicos, como Teresa de Jesús, sumergirme en su vida, fue una experiencia importante y formativa. Es imposible leer estas cosas y no cambiar profundamente.
      Después tuve una intensa experiencia espiritual ante un antiguo icono; me sentí tocada por la gracia, y eso cambió de golpe toda mi vida. Todo ha cambiado, y sobre todo, mi trabajo se ha convertido en una ofrenda a la Iglesia.
Los protagonistas de sus libros son, a menudo, mujeres, incluidas algunas santas religiosas…
      He escrito la vida de dos santas muy distintas entre sí, una antigua y una moderna: Rita de Casia y Francesca Cabrini. Rita era una santa a la que mi abuela invocaba con frecuencia, y esto despertó mi interés; también el hecho de que no fuera canonizada hasta el siglo XX, habiendo vivido entre finales del siglo XIV y comienzos del XV, provocó mi curiosidad. Descubrí su historia, en gran parte mítica, así como su extraordinario potencial milagroso, al que tantos acuden, sobre todo tantas mujeres: conoció los sufrimientos de una vida familiar atribulada, y por eso muchas madres y esposas se reconocen en ella.
      Francesca Cabrini es, en mi opinión, la más importante de las fundadoras de congregaciones de vida activa del siglo XIX: una mujer inteligente y valiente, una feminista que nunca declaró serlo, que escribió cartas bellísimas y vivas, una mujer que supo ser a la vez una mística y una persona de acción.
Usted ha publicado, junto con Margherita Pelaja, el libro “Dos en una sola carne. Iglesia y sexualidad en la historia”, que acaba de aparecer en español. ¿Cuál es su contenido?
      Tengo un especial afecto por ese libro, pues creo que ayudará a disipar los lugares comunes acerca de la relación entre la Iglesia y la sexualidad. Recorriendo la historia del cristianismo, hemos intentado hacer ver que la moral cristiana no es una moral represiva de la sexualidad, no es una normativa que impida la felicidad de las personas, como se suele pensar hoy, sino que es otra manera, más rica y profunda, de ver la sexualidad. El cristianismo, basado en la Encarnación, da valor espiritual al cuerpo y a todo lo que se hace con el cuerpo; por tanto, también a la vida sexual. La verdad es que la moral cristiana es justo lo contrario de lo que se piensa: da una gran importancia a la vida sexual, que se convierte en un camino para el crecimiento espiritual.
      Aparte de eso, es un libro escrito con dos manos, pues colaboramos en él una historiadora no creyente y yo misma, lo cual ayuda a entender que no presentamos un punto de vista apologético, sino el resultado de una investigación histórica lo más objetiva posible.
En los editoriales que Usted escribe para ‘L’Osservatore Romano’ trata con frecuencia de asuntos relativos a la bioética, ámbito que en la opinión pública se debate de manera apasionada.
      Actualmente registramos intentos decididos, por parte de la tecnociencia, por apoderarse de la vida humana, para lo cual primero se intenta privarla de valor. Todo parte de la idea de que, en el fondo, los seres humanos no son distintos de los animales, sino animales más evolucionados, de manera que se les podría tratar con la misma desenvoltura con que se trata a los animales: eliminarlos en caso de una enfermedad grave y experimentar con ellos igual que si fueran cobayas. Si se pierde la idea del hombre como imagen de Dios —y por eso mismo diferente de los animales— cae todo respeto por la vida humana. El enfrentamiento en torno a esta cuestión es cada vez más feroz, porque es el enfrentamiento “sustancial”, del que dependen todos los demás: la concepción del ser humano, la idea sobre quién es el hombre y, por tanto, sobre el respeto con que hay que tratarlo. Se está difuminando la verdad, aportada por el cristianismo, de que todos los seres son iguales entre sí porque todos son hijos del mismo Padre, creados a su imagen. Hoy, los enfermos, los viejos, los concebidos con algún defecto, en definitiva los más débiles, no son iguales a los demás, y su vida no es digna de respeto.
¿Es sólo consecuencia de la ideología, o detrás de las incomprensiones se esconde a veces la incapacidad para comunicar de quienes han de transmitir el mensaje cristiano?
      Desde luego, hay una contraposición cultural verdadera y muy fuerte. A esto se añade que a menudo los cristianos, para no ser excluidos —por ejemplo, del mundo científico—, guardan silencio incluso ante abusos graves. Finalmente, no son muchos los que saben argumentar de un modo no genérico, cada vez que resulta necesario y sin usar tonos que recuerdan posiciones de fanatismo, sino con serena claridad. Eso, sin duda, disminuye la receptividad ante la posición cristiana.
¿Qué papel tienen los prejuicios y los lugares comunes en los ataques contra la Iglesia?
      Los lugares comunes están muy extendidos, también entre las personas cultas: pero siempre tienen su origen en la ignorancia. La ignorancia sobre la historia de la Iglesia, por ejemplo, es increíble, también entre muchos sacerdotes y cristianos en general, que no saben cómo argumentar para responder a los ataques. Los italianos —por refirme a mi país, y hablando de modo genérico— no tienen una verdadera formación cristiana. Los jóvenes hoy a veces no conocen ni las parábolas evangélicas más sencillas. En esta situación de vacío cultural arraigan fácilmente los prejuicios y los lugares comunes, dañando gravemente a la Iglesia.
¿Hacia dónde va Europa, la que fue en su momento cuna de la cristiandad?
      Todos lo vemos: el proceso de descristianización es intenso, y parece que incluso llega a desdibujar memorias milenarias. Pero quizá se está desarrollando un movimiento cultural contrario, que esperemos sepa neutralizar esta infausta tendencia. Los jóvenes, y precisamente los que no han tenido ninguna educación religiosa, carecen de prejuicios y están animados muchas veces por un verdadero interés por la tradición religiosa. Es posible que se esté volviendo a empezar.