1/12/12


Filiación divina:                          ontología y vivencia existencial

José Luis Illanes 


La filiación divina no es expresión o despliegue de virtualidades inmanentes a la naturaleza, sino don trascendente, que brota, sí, de Dios pero no a modo de efluvio impersonal y necesario, sino como manifestación hondamente querida y supremamente libre del amor divino

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, ¡y que lo seamos!». Estas palabras de la primera Carta de San Juan, y más concretamente, la distinción entre «llamarse» y «ser», pueden servirnos de introducción a las consideraciones que queremos esbozar, en las que aspiramos a poner de manifiesto la distinción y a la vez la íntima conexión entre la dimensión ontológica y la existencial respecto a la filiación divina.

      Ciertamente entre el horizonte que presupone la Carta de San Juan y el que acabamos de apuntar hay diferencias marcadas: el texto joánico apunta a la distinción entre denominación y realidad; nuestras consideraciones se mueven en torno a la cuestión del fundamento. No obstante, es también clara la común referencia a la plena autenticidad de la proclamación de nuestra filiación divina frente a modos de interpretarla inadecuados o superficiales. En todo caso, desarrollaremos nuestra reflexión en dos momentos: primero ofreceremos una síntesis panorámica del proceso de la revelación de la paternidad de Dios, pasando después a una consideración de carácter sistemático.

1. La revelación de la Paternidad de Dios

      Dios se ha revelado en la historia, y no de forma inconexa o al azar, sino siguiendo un orden, una pedagogía, que nos ayuda a entender el misterio o realidad que se revela. De ahí que resulte útil evocar las líneas generales del proceso a través del cual, comenzando en Israel y culminando en Cristo, se puso de manifiesto la paternidad de Dios y nuestra filiación respecto a Él. Procederemos de forma esquemática.

      1) En el Antiguo Testamento Dios se manifiesta como Padre de Israel. Su paternidad implica amor, elección, protección, de ahí que fundamente una actitud de esperanza, de confianza en su benevolencia, incluso a pesar de la infidelidad y del pecado. Los textos veterotestamentarios hablan también del rey como hijo de Dios, siempre —y este punto es importante— en un contexto de elección: en contraste con la cultura y la religión de otros pueblos vecinos, que presentan con frecuencia a los reyes como emanación, de un modo u otro, de la divinidad, Israel excluye de forma neta todo panteísmo: ningún hombre, tampoco el rey, es divino.

      2) En suma, expresándonos en términos generales, el mensaje veterotestamentario sobre la paternidad de Dios respecto a los hombres, no sólo da por supuesto, sino que recalca que el hombre no es de naturaleza divina. Toda relación entre el hombre y Dios se establece presuponiendo la distinción. Y, presuponiéndola, es como surge la admiración y la maravilla: aun siendo distinto del hombre, el absoluta y totalmente Otro respecto del hombre, Dios, ama al hombre y lo ama como un padre ama a su hijo.

      3) Con el progresar de la historia de Israel la conciencia acerca del amor paternal de Dios, sin menoscabar en ningún momento la distinción, se fue haciendo más intensa y más íntima, y a la vez más personal y concreta: el referente fue, de ordinario, siempre Israel, el pueblo en su conjunto, pero los acentos son cada vez más personales.

      4) En la predicación y las palabras de Jesús la realidad recién mencionada (la intimidad, cordialidad e individualidad o concreción de la paternidad de Dios) llega a su culmen. Dios es presentado como Padre de cada ser humano, del que cuida con un amor paterno y materno, que llega hasta los más pequeños detalles: «si a la hierba que hoy está en el campo y mañana será cortada, así la viste Dios, ¡cuánto más a vosotros, hombre de poca fe!»; «hasta los cabellos de vuestra cabeza —reitera otro texto— están contados».

      5) Paralelamente a esa acentuación de la cercanía amorosa de Dios, Jesús fue manifestando con su comportamiento, con sus dichos y con su oración la realidad de una relación peculiarísima, singular, entre Él y el Padre, que se expresa en el uso revolucionario del Abbá y en diversos pasajes, como el bien conocido y múltiples veces citado del capítulo once del Evangelio según San Mateo: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar». Jesús es no un hijo, sino el Hijo, que tiene una relación con su Padre Dios diversa de cualquier otra, como recalca otro texto, también ampliamente citado, del Evangelio de San Juan: «mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios».

      6) Los textos citados, y otros análogos, alcanzan su pleno sentido cuando, dejándonos conducir por ellos, nos asomamos al misterio de Jesús, más concretamente, a la realidad profunda e insondable de su divinidad. Jesús nos revela al Padre, revelándonos a la vez que Él mismo es el Hijo, que su propia vida hunde sus raíces en la vida divina. El misterio de Jesús y el de la vida divina, el de la Encarnación y el de la Trinidad se revelan al mismo tiempo. Quien afirma que en el seno de la divinidad hay un Hijo, no es una voz abstracta y desencarnada, sino un hombre que afirma de sí mismo que es el Hijo.

      7) Jesús revela su misterio, y en consecuencia el de la paternidad eterna de Dios, a la vez que introduce al hombre en la vida que brota de esa paternidad. Jesús, que marca la singularidad de su relación con el Padre, invita, a la vez, a tratarle con la intimidad con que Él mismo lo trata, a llamarle Padre, Abbá, con los acentos de intimidad con que Él lo hace[9]. Y promete que, muerto y resucitado, enviará el Espíritu para que nos identifique con Él, con el Hijo, de modo que tanto el Hijo como el Padre vengan a tener en nosotros su morada.

2. La Paternidad divina, realidad ontológica y misterio de comunión

      La descripción del proceso de manifestación de la paternidad divina que acabamos de realizar ha sido, como ya advertimos, esquemática. Las consideraciones apuntadas podrían ampliarse y los textos bíblicos alegados podrían ser completados añadiendo otros. Unas y otros resultan suficientes, sin embargo, para nuestro propósito. Concluyamos, pues, asentando tres proposiciones que sintetizan lo que toda la historia que hemos evocado implica y pone de relieve:

      1ª. Ante todo una verdad crucial, decisiva: la densidad ontológica del vocablo «padre» aplicado a Dios. La paternidad de Dios que, en un primer momento —en las primeras fases de la historia de la revelación—, es descrita como un amor en la infinita distancia, en la distinción radical entre Dios y el hombre, y por tanto, como realidad que se predica de Dios de forma analógica e incluso metafórica —Dios actúa como actúan los padres, con el cariño propio de los padres—, se nos desvela, al llegar a Cristo, como una realidad ontológica referida a Dios mismo. Dios no sólo actúa como un padre, sino que es Padre, ya que en el seno de la divinidad hay una verdadera generación: Dios, el Padre, engendra un Hijo, igual a Él, consubstancial con Él.

      2ª. Al mismo tiempo se nos revela que esa generación trascendente, eterna, se prolonga en el tiempo y en la historia. El Hijo eterno del Padre se hace hombre y, haciéndose hombre, incorpora la humanidad a su misterio. Somos, en el Hijo, hijos del Padre. Dios no sólo actúa respecto a nosotros como un Padre, sino que es nuestro Padre: su paternidad eterna se prolonga en una paternidad temporal en virtud de la cual Dios no sólo nos otorga el ser y nos protege con su providencia, sino que nos comunica su vida.

      3ª. La paternidad de Dios respecto al hombre y la filiación del hombre respecto a Dios, trascienden así lo afectivo y lo moral —el cuidado, la protección, el cariño manifestado en obras—, para situarse a nivel ontológico hasta decir relación al núcleo más íntimo del ser y de la persona. Es la verdad que proclaman el texto de la carta de San Juan con que empezábamos, y otros muchos pasajes de los escritos apostólicos, entre los que destacan las palabras, particularmente densas, de la Carta a los Gálatas: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva. Y la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y si hijo, también heredero por voluntad de Dios».

3. Del anuncio a la ontología,... y de la ontología a la vivencia existencial

      Toda la tradición cristiana ha vivido de la realidad que el anuncio evangélico y apostólico implican. La experiencia cristiana concreta, y con ella la espiritualidad, nutriéndose de ese anuncio. La teología, analizándolo con el deseo de perfilar su contorno y, de esa forma, contribuir a profundizar en su verdad.

      En ese proceso, la espiritualidad se movió en dos direcciones. De una parte, radicándose en la confianza en la providencia amorosa de Dios, con los sentimientos de serenidad, esperanza, empeño en la tarea, etc. que de ahí derivan. De otra, impulsando un trato íntimo con Dios, alimentado por el deseo de una intimidad abierta a la plena unión cuando, trascendiendo la fe, se llegue a la visión, una intimidad, en suma, que desemboca en mística.

      La teología, por su parte, puso el acento, durante el largo periodo de tiempo que va de los siglos medievales a nuestros días, en los aspectos metafísicos, con el deseo de determinar la peculiaridad de esa filiación. El texto de la Carta a los Gálatas recién citado, y otros paralelos, en los que San Pablo une entre sí dos vocablos, «filiación» y «adopción», que, en su mutua referencia, marcan a la vez la realidad de comunicación de vida divina y la libertad de la que esa comunicación brota, ofreció al respecto una clara fuente de inspiración.

      Hito especialmente significativo en esa historia intelectual fue la reflexión de Tomás de Aquino. Concretamente, el texto —de constante referencia en épocas posteriores— en el que el Aquinate compara la filiación divina del cristiano sea con la humano-natural, que trasmite una naturaleza, sea con la jurídico-adoptiva, que confiere bienes y derechos a quien ya tenía una naturaleza que le otorgaba la capacidad positiva de recibirlos, para concluir que no se identifica con ninguna de las dos. «La adopción divina —citemos sus palabras textuales— supera a la humana en que Dios, al adoptar a un hombre, le hace idóneo, por el don de su gracia, para recibir la heredad celestial, mientras que el hombre no crea esa idoneidad, antes la supone en el que es adoptado».

      La filiación divina no es expresión o despliegue de virtualidades inmanentes a la naturaleza, sino don trascendente, que brota, sí, de Dios pero no a modo de efluvio impersonal y necesario, sino como manifestación hondamente querida y supremamente libre del amor divino. Sólo que —y éste es el momento culminante de la argumentación tomista— no se debe olvidar que el amor de Dios es creador; de ahí que la decisión divina de adoptar transforme al hombre, modificándolo y potenciándolo desde el interior, de modo que la comunicación de Dios, siendo absolutamente gratuita, no debida, resulta a la vez, en virtud del don de la gracia, connatural al hombre que la recibe.

      Tomar conciencia tanto de la hondura del don de la filiación como de su novedad y gratuidad, percibiendo ambas dimensiones —hondura y gratuidad— contemporáneamente es paso obligado para recibir y vivir ese don en toda su riqueza. La reflexión escolástica, y más concretamente tomista, no consiste en otra cosa sino en un intento de fundamentar ontológica o metafísicamente esa toma de conciencia, con la vivencia existencial que de ella brota. Es, pues, un camino que merecía la pena recorrer, más aún, que debe ser recorrido y que, con unas u otras palabras, ha sido constantemente recorrido a lo largo de la historia cristiana. De afrontar y rematar ese itinerario depende, en efecto, el evidenciar crítica y reflejamente la plena realidad de cuanto proclaman los textos bíblicos y, apoyada en esos textos, desarrolla espontánea y vitalmente la concreta experiencia cristiana.

      Sólo que no conviene olvidar en ningún momento —y la ruptura entre escolásticos y espirituales que se incoó a partir de la Baja Edad Media provocó que a veces se olvidara— que la primacía le corresponde a la vivencia, a cuyo servicio está la reflexión metafísica. La clarificación conceptual y ontológica no es, pues, una meta, sino una etapa o momento que debe revertir en la experiencia existencial. Si desde los textos bíblicos y su recepción en la fe se ha caminado hasta la teología, desde ésta debe volverse a la vivencia, a la realidad de una comunión concreta, actual, con Dios.

      Al concluir el recorrido sobre los textos bíblicos en los que se manifiesta la paternidad de Dios, señalamos que el mensaje que esos textos implican, trasciende, considerado en su globalidad, lo históricosalvifico, es decir, la afirmación de una providencia paternal y maternal de Dios, para situarse al nivel, mucho más profundo, de la misma vida divina y de la participación del hombre en ese vivir. No cabe, pues —añadíamos, y en ello hemos insistido en cuanto precede—, quedarse en las etapas primeras del proceso de manifestación de la paternidad de Dios, lo que nos expondría a una consideración meramente moral e incluso puramente funcional de esa paternidad, sino que es necesario asumir el proceso en su totalidad. Más aún, releerlo desde sus etapas finales, pues es de esa forma cómo se nos desvela su pleno sentido.

      Precisamente por eso, llegados al punto en el que ahora nos encontramos, habiendo subrayado que la paternidad y la filiación trascienden el nivel histórico-providencial, es necesario añadir que, al trascenderlo, no lo excluyen, sino que, al contrario, lo reafirman, situando los textos en los que esa providencia se proclama en un contexto que permite captar todo su alcance y toda su hondura. La instancia metafísica manifiesta, en efecto, el por qué profundo, la razón última, de la providencia y el cuidado amorosos de Dios. Dios ha creado al hombre, a todo hombre, porque desea que sea real y verdaderamente hijo suyo. Dios se ocupa en todo instante de todo hombre, cuida de él, porque quiere llevarlo a la plenitud de la filiación, a la plena comunión de vida con Él. La consideración de las dimensiones ontólogicometafísicas de la filiación divina no aparta del existir diario, sino que revierte sobre él, contribuyendo a potenciar esa confianza y ese trato profundamente personal e íntimo con Dios que está llamada a provocar la conciencia de filiación divina, cuando es vivida con toda la riqueza que desvela la fe cristiana.

4. La conciencia de la filiación divina como horizonte del existir

      La filiación divina, el hecho de que Dios se nos dé a conocer como Padre y como un Padre que nos introduce en su intimidad, trae, en efecto, consigo un nuevo horizonte, una nueva comprensión de la totalidad de la existencia, una nueva y más plena conciencia de sentido. Y, en consecuencia, un nuevo modo de relaciones:

— con Dios mismo, al que, sabiéndonos hijos, más aún, hijos como consecuencia del fluir de una vida que, viniendo del Padre, constantemente se nos comunica en Cristo y en el Espíritu Santo, podemos y debemos tratar con confianza, mejor, con familiaridad;

— con los demás hombres, objeto todos ellos del amor paternal de Dios y, en consecuencia, acreedores también a nuestro amor, constituyendo la familia de los hijos de Dios;

— con el mundo y la historia, que se nos dan a conocer como realidad querida por Dios y, en consecuencia, buena, ámbito y materia de nuestro caminar y vivir como hijos: «porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo».

      De esas tres relaciones, la primera es, como resulta obvio, la primordial y fundante: las otras dos derivan de ella. Dicho con otras palabras, y como apunta el texto del Beato Josemaría Escrivá que acabamos de reproducir, la conciencia de filiación divina, precisamente porque la paternidad de Dios implica no sólo providencia, sino generación, hacernos partícipes de una vida nueva, desemboca no sólo en confianza, sino, a la vez y más radicalmente, en contemplación, en intimidad, en trato, como lo subraya un punto bien conocido de Camino: «Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. (...) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos».

      Todo lo cual equivale a afirmar que la conciencia de filiación divina tiene dimensiones no sólo histórico-existenciales (confianza, optimismo, abandono...), sino también, e inseparablemente, místicas. El conocimiento de la paternidad divina, el saberse hijos de Dios, conduce no sólo a afrontar confiada e ilusionadamente la existencia, sino también, mejor, ante todo, a tratar a las tres divinas Personas. Y ello con tanto más hondura, con tanta más intimidad, cuanto que la filiación divina implica una realidad de comunión que, habiéndose iniciado en el tiempo, se manifestará plenamente en la eternidad. La ontología fundamenta, hace posible, la mística. Es precisamente el reconocimiento de la realidad de una comunión ya incoada y destinada a plenitud, o sea, la advertencia de la densidad ontológica de la filiación divina, lo que dota al existir cristiano de una dimensión mística: sólo quien sabe que está llamado a la comunión con Dios, más aún, que la plena comunión de la humanidad con Dios es la meta de la historia, puede vivir el presente en referencia a Dios y en intimidad con Él.

      Las dimensiones místicas de la filiación divina, que presuponen y se fundamentan en las ontológicas, repercuten así sobre las históricoexistenciales, dando origen a ese dinamismo espiritual al que apunta San Juan cuando en su primera carta, prolongando la frase que citábamos al principio, declara que quien se sabe hijo y tiene la esperanza de llegar a la plenitud de esa filiación afronta la existencia purificando y agrandando su corazón. La conciencia de comunión con Dios lleva a trascender lo histórico-providencial, a ir más allá de la mera confianza, pero no, en modo alguno, para evadirse de la historia, sino, al contrario, para vivirla con conciencia de la cercanía de un Dios que, presente en la historia, invita a un trato con Él —y en Él y con Él con el conjunto de la creación— que sea anticipación de la intimidad plena que caracterizará a la escatología.