Una reforma laboral justa, útil y
humana
Antonio Argandoña
No hay una reforma católica: habrá, en todo caso, reformas más o menos acordes con los criterios de la doctrina social de la Iglesia
El Gobierno español se enfrenta a la difícil tarea de llevar a cabo una reforma laboral que sea capaz de resolver los graves problemas del mercado de trabajo; una reforma eficaz, que sea aceptada como justa y que cree el ambiente de solidaridad, eficiencia y oportunidades para todos que el país necesita. A estas alturas, no conocemos todavía las líneas maestras de la reforma que el Gobierno planteará. Pero hay ya numerosas propuestas sobre cómo debería ser esa reforma; no pienso, pues, repetirlas.
En todo caso, una reforma laboral no es una receta: deja mucho margen para soluciones distintas, de acuerdo con objetivos sociales, preferencias políticas y criterios técnicos distintos. No hay una reforma católica: habrá, en todo caso, reformas más o menos acordes con los criterios de la doctrina social de la Iglesia. Aquí pretendo explicar cómo esa doctrina puede contribuir al diseño de una buena reforma: porque, si ésta no cuadra con aquellos principios, acabará haciendo daño a la persona y a la sociedad, aunque, aparentemente, su calidad técnica sea elevada.
Principios clave
La doctrina social de la Iglesia pone énfasis en la dignidad de la persona humana. Ésta es una aportación importante, que está presente ya en la legislación, por ejemplo sobre la seguridad e higiene en el trabajo, sobre la libertad de contratación o sobre la creación de oportunidades de carrera profesional. Ahora bien: ¿hace falta que este principio esté presente en la reforma? Sin duda. Porque, a menudo, los expertos, los políticos y los mismos agentes sociales ponen por delante los resultados, que son importantes, pero que no deben ser lo único importante.
Por ejemplo, la indemnización por despido o el seguro de desempleo buscan, habitualmente, ofrecer una ayuda económica al que ha perdido el puesto de trabajo. Y eso está bien, pero sería más acorde con su dignidad facilitarle efectivamente la pronta vuelta al mercado de trabajo, siendo la ayuda económica sólo un medio para resolver el problema creado por la pérdida de ingresos. Lamentablemente, muchos sistemas de ayuda al desempleo crean una dependencia que no parece compatible con la dignidad de la persona, que debe estar muy presente, por tanto, en la reforma del seguro de paro, en las políticas activas de empleo o en los sistemas de formación de los parados.
Otro principio cristiano es el de la solidaridad: primero, entre los agentes sociales, lo que excluye la lucha de clases y, por tanto, algunos planteamientos de las relaciones entre sindicatos y patronales en la negociación colectiva; y segundo, entre los mismos trabajadores. Y aquí la reforma tiene mucho que decir sobre el trato a inmigrantes, la creación de oportunidades para discapacitados o la competencia con los trabajadores de países emergentes, y, sobre todo, con la creación de oportunidades para los jóvenes.
La reforma no debe crear privilegios en este sentido (las acciones afirmativas quizás ofrezcan resultados políticamente atractivos a corto plazo, pero crean también numerosas injusticias y efectos perversos a largo plazo), pero debe eliminar barreras, desde la tipología de contratos, hasta el funcionamiento del sistema educativo (lo que sugiere que la reforma va más allá del ámbito laboral, para entrar en los ámbitos educativo, fiscal y de pensiones).
La solidaridad está emparentada con el bien común, porque el marco legal e institucional del mercado de trabajo debe contribuir a la creación de las condiciones que permiten a las personas, a las familias y a las empresas conseguir mejor sus objetivos. Y esto, que puede parecer teórico, se concreta, sin embargo, en propuestas de reforma específicas: por ejemplo, en la regulación del derecho de huelga.
La subsidiariedad es otro principio clave en la doctrina social católica. En el ámbito laboral, implica la reconsideración de los niveles de negociación colectiva y aun del mismo papel de los sindicatos y patronales. Y nos quedamos sin hablar de la justicia, sobre todo en la remuneración; de la participación, de las condiciones de trabajo...
La doctrina social católica no es un conjunto de recetas, pero tampoco una serie de principios abstractos, que suenan bien pero resultan irrelevantes ante las realidades económicas y políticas del mercado de trabajo. Y esos principios deben inspirar la labor de los expertos y los políticos que diseñan la reforma, así como los criterios con los que la sociedad juzgue sus resultados.