1/07/12


epifanía en el vaticano


Homilía del Papa en la eucaristía de ayer

Queridos hermanos y hermanas:
La Epifanía es una fiesta de la luz. «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (Is 60,1). Con estas palabras del profeta Isaías, la Iglesia describe el contenido de la fiesta. Sí, ha venido al mundo aquél que es la luz verdadera, aquél que hace que los hombres sean luz. Él les da el poder de ser hijos de Dios (cf. Jn 1,9.12). Para la liturgia, el camino de los Magos de Oriente es sólo el comienzo de una gran procesión que continúa en la historia. Con estos hombres comienza la peregrinación de la humanidad hacia Jesucristo, hacia ese Dios que nació en un pesebre, que murió en la cruz y que, resucitado, está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20). La Iglesia lee la narración del evangelio de Mateo junto con la visión del profeta Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: el camino de estos hombres es solo un comienzo.

Antes habían llegado los pastores, las almas sencillas que estaban más cerca del Dios que se ha hecho niño y que con más facilidad podían «ir allí» (cf. Lc 2, 15) hacia él y reconocerlo como Señor. Ahora, en cambio, también se acercan los sabios de este mundo. Vienen grandes y pequeños, reyes y siervos, hombres de todas las culturas y pueblos. Los hombres de Oriente son los primeros, a través de los siglos les seguirán muchos más. Después de la gran visión de Isaías, la lectura de la carta a los Efesios expresa lo mismo con sobriedad y sencillez: que también los gentiles son coherederos (cf. Ef 3, 6). El salmo 2 lo formula así: «Te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra» (Sal 2,8).
Los Magos de Oriente van delante. Inauguran el camino de los pueblos hacia Cristo. Durante esta santa Misa conferiré a dos sacerdotes la ordenación episcopal, los consagraré pastores del pueblo de Dios. Según las palabras de Jesús, ir delante del rebaño pertenece a la misión del pastor (cf. Jn 10,4). Por tanto, en estos personajes que, como los primeros de entre los paganos, encontraron el camino hacia Cristo, podemos encontrar tal vez algunas indicaciones para la misión de los obispos, a pesar de las diferencias en las vocaciones y en las tareas. ¿Qué tipo de hombres eran ellos? Los expertos nos dicen que pertenecían a la gran tradición astronómica que se había desarrollado en Mesopotamia a lo largo de los siglos y que todavía era floreciente. Pero esta información no basta por sí sola. Es probable que hubiera muchos astrónomos en la antigua Babilonia, pero sólo estos pocos se encaminaron y siguieron la estrella que habían reconocido como la de la promesa, que muestra el camino hacia el verdadero Rey y Salvador. Podemos decir que eran hombres de ciencia, pero no solo en el sentido de que querían saber muchas cosas: querían algo más. Querían saber cuál es la importancia de ser hombre. Posiblemente habían oído hablar de la profecía del profeta pagano Balaán: «Avanza la constelación de Jacob, y sube el cetro de Israel» (Nm 24,17).
Ellos profundizaron en esa promesa. Eran personas con un corazón inquieto, que no se conformaban con lo que es aparente o habitual. Eran hombres en busca de la promesa, en busca de Dios. Y eran hombres vigilantes, capaces de percibir los signos de Dios, su lenguaje callado y perseverante. Pero eran también hombres valientes a la vez que humildes: podemos imaginar las burlas que debieron sufrir por encaminarse hacia el Rey de los Judíos, enfrentándose por eso a grandes dificultades. No consideraban decisivo lo que algunos, incluso personas influyentes e inteligentes, pudieran pensar o decir de ellos. Lo que les importaba era la verdad misma, no la opinión de los hombres. Por eso afrontaron las renuncias y fatigas de un camino largo e inseguro. Su humilde valentía fue la que les permitió postrarse ante un niño de pobre familia y descubrir en él al Rey prometido, cuya búsqueda y reconocimiento había sido el objetivo de su camino exterior e interior.
Queridos amigos, en todo esto podemos ver algunas características esenciales del ministerio episcopal. El obispo debe de ser también un hombre de corazón inquieto, que no se conforma con las cosas habituales de este mundo sino que sigue la inquietud del corazón que lo empuja a acercarse interiormente a Dios, a buscar su rostro, a conocerlo mejor para poder amarlo cada vez más. El obispo debe de ser también un hombre de corazón vigilante que perciba el lenguaje callado de Dios y sepa discernir lo verdadero de lo aparente. El obispo debe de estar lleno también de una valiente humildad, que no se interese por lo que la opinión dominante diga de él, sino que sigua como criterio la verdad de Dios, comprometiéndose por ella: «opportune-importune». Debe de ser capaz de ir por delante y señalar el camino. Ha de ir por delante siguiendo a aquel que nos ha precedido a todos, porque es el verdadero pastor, la verdadera estrella de la promesa: Jesucristo. Y debe de tener la humildad de postrarse ante ese Dios que haciéndose tan concreto y sencillo contradice la necedad de nuestro orgullo, que no quiere ver a Dios tan cerca y tan pequeño. Debe de vivir la adoración del Hijo de Dios hecho hombre, aquella adoración que siempre le muestra el camino.
La liturgia de la ordenación episcopal recoge lo esencial de este ministerio con ocho preguntas dirigidas a los que van a ser consagrados, y que comienzan siempre con la palabra: «Vultis?-¿queréis?». Las preguntas orientan a la voluntad mostrándole el camino a seguir. Quisiera aquí mencionar brevemente algunas de las palabras clave de esa orientación, y en las que se concreta lo que poco antes hemos reflexionado sobre los Magos en la fiesta de hoy. La misión de los obispos es «predicare Evangelium Christi», custodire y dirigere, «pauperibus se misericordes praebere» e «indesinenter orare». El anuncio del evangelio de Jesucristo, el ir delante y dirigir, custodiar el patrimonio sagrado de nuestra fe, la misericordia y la caridad hacia los necesitados y pobres, en la que se refleja el amor misericordioso de Dios por nosotros y, en fin, la oración constante son características fundamentales del ministerio episcopal. La oración constante significa no perder nunca el contacto con Dios; sentirlo en la intimidad del corazón y ser así inundados por su luz. Solo el que conoce personalmente a Dios puede guiar a los demás hacia él. Solo el que guía a los hombres hacia Dios, los lleva por el camino de la vida.
El corazón inquieto, del que hemos hablado evocando a san Agustín, es el corazón que no se conforma en definitiva con nada que no sea Dios, convirtiéndose así en un corazón que ama. Nuestro corazón está inquieto con relación a Dios y no deja de estarlo aun cuando hoy se busque, con «narcóticos» muy eficaces, liberar al hombre de esta inquietud. Pero no solo estamos inquietos nosotros, los seres humanos, con relación a Dios. El corazón de Dios está inquieto con relación al hombre. Dios nos aguarda. Nos busca. Tampoco él descansa hasta dar con nosotros. El corazón de Dios está inquieto, y por eso se ha puesto en camino hacia nosotros, hacia Belén, hacia el Calvario, desde Jerusalén a Galilea y hasta los confines de la tierra. Dios está inquieto por nosotros, busca personas que se dejen contagiar de su misma inquietud, de su pasión por nosotros. Personas que lleven consigo esa búsqueda que hay en sus corazones y, al mismo tiempo, que dejan que sus corazones sean tocados por la búsqueda de Dios por nosotros. Queridos amigos, esta era la misión de los apóstoles: acoger la inquietud de Dios por el hombre y llevar a Dios mismo a los hombres. Y esta es vuestra misión siguiendo las huellas de los apóstoles: dejaros tocar por la inquietud de Dios, para que el deseo de Dios por el hombre se satisfaga.
Los Magos siguieron la estrella. A través del lenguaje de la creación encontraron al Dios de la historia. Ciertamente, el lenguaje de la creación no es suficiente por sí mismo. Solo la palabra de Dios, que encontramos en la sagrada Escritura, les podía mostrar definitivamente el camino. Creación y Escritura, razón y fe han de ir juntas para conducirnos al Dios vivo. Se ha discutido mucho sobre qué clase de estrella fue la que guió a los Magos. Se piensa en una conjunción de planetas, en una supernova, es decir, una de esas estrellas muy débiles al principio pero que debido a una explosión interna produce durante un tiempo un inmenso resplandor; en un cometa, y así sucesivamente. Que los científicos sigan discutiéndolo. La gran estrella, la verdadera supernova que nos guía es el mismo Cristo. Él es, por decirlo así, la explosión del amor de Dios, que hace brillar en el mundo el enorme resplandor de su corazón. Y podemos añadir: los Magos de Oriente, de los que habla el evangelio de hoy, así como generalmente los santos, se han convertido ellos mismos poco a poco en constelaciones de Dios, que nos muestran el camino. En todas estas personas, el contacto con la palabra de Dios ha provocado, por decirlo así, una explosión de luz, a través de la cual el resplandor de Dios ilumina nuestro mundo y nos muestra el camino. Los santos son estrellas de Dios, que dejamos que nos guíen hacia aquel que anhela nuestro ser. Queridos amigos, cuando habéis dado vuestro «sí» al sacerdocio y al ministerio episcopal, habéis seguido la estrella Jesucristo. Y ciertamente han brillado también para vosotros estrellas menores, que os han ayudado a no perder el camino. En las letanías de los santos invocamos a todas estas estrellas de Dios, para que brillen siempre para vosotros y os muestren el camino. Al ser ordenados obispos estáis llamados a ser vosotros mismos estrellas de Dios para los hombres, a guiarlos en el camino hacia la verdadera luz, hacia Cristo. Recemos por tanto en este momento a todos los santos para que siempre podáis cumplir vuestra misión mostrando a los hombres la luz de Dios. Amén.