El Papa ayer en la audiencia general
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis pasada empecé a hablar sobre una de las fuentes privilegiadas de la oración cristiana: la sagrada liturgia, que, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, es “participación en la oración de Cristo, dirigida al Padre en el Espíritu Santo. En la liturgia toda oración cristiana encuentra su fuente y su fin” (n. 1073). Hoy me gustaría que nos preguntemos: ¿en mi vida, reservo un espacio suficiente para la oración y, sobre todo, que lugar tiene en mi relación con Dios, la oración litúrgica, especialmente la Santa Misa, como participación en la oración común del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia?
Para responder a esta pregunta, primero debemos recordar que la oración es la relación viviente de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo, y con el Espíritu Santo (cf. ibid., 2565). Así que la vida de oración en estar habitualmente en presencia de Dios y tener conciencia de ello, en el vivir en relación con Dios como si vivese las relaciones habituales de nuestra vida, aquellos con los familiares más queridos, con los verdaderos amigos; de hecho, aquella con el Señor es la relación que alumbra a todas nuestras otras relaciones. Esta comunión de vida con Dios, Uno y Trino, es posible porque, mediante el Bautismo hemos sido insertados en Cristo, hemos comenzado a ser uno con Él (cf. Rom. 6,5).
De hecho, solo en Cristo podemos hablar con Dios Padre como hijos, de lo contrario no es posible, sino que en comunión con el Hijo, podemos también decir como Él dijo: "Abba". En comunión con Cristo, podemos conocer a Dios como verdadero Padre (cf. Mt. 11,27). Por esto la oración cristiana consiste en mirar de manera constante y en una forma siempre nueva a Cristo, hablar con Él, permanecer en silencio con Él, escucharlo, actuar y sufrir con Él. El cristiano descubre su verdadera identidad en Cristo, “el primogénito de toda criatura”, en quien todas las cosas subsisten (cf. Col. 1,15 ss). En el identificarme con Él, en el ser uno con Él, descubro mi identidad personal, aquella del verdadero hijo que ve a Dios como un Padre lleno de amor.
Pero no olvidemos: A Cristo lo descubrimos, lo conocemos como una persona viviente, en la Iglesia. Esta es "su cuerpo". Esta corporeidad se puede entender a partir de las palabras bíblicas sobre el hombre y sobre la mujer: los dos se harán una sola carne (cf. Gn. 2,24; Ef. 5,30ss; 1 Cor 6,16s). El vínculo indisoluble entre Cristo y la Iglesia, a través del poder unificador del amor, no niega el “tú” y el “yo”, sino que los eleva a su unidad más profunda.
Encontrar la propia identidad en Cristo significa lograr una comunión con Él, que no me anula, sino me eleva a la dignidad más alta, aquella de hijo de Dios en Cristo: “la historia de amor entre Dios y el hombre consiste, en el hecho de que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, y por lo tanto nuestra voluntad y la de Dios coinciden cada vez más” (Encíclica Deus caritas est, 17). Orar significa elevarse a la altura de Dios a través de una necesaria y gradual transformación de nuestro ser.
Por lo tanto, participando en la liturgia, hacemos nuestro el lenguaje de la Madre Iglesia, aprendemos a hablar en ella y por ella. Naturalmente, y como ya lo he dicho, esto sucede de manera gradual, poco a poco. Tengo que sumergirme progresivamente en las palabras de la Iglesia, con mi oración, con mi vida, con mi sufrimiento, con mi alegría, con mis pensamientos. Es un camino que nos transforma.
Pienso entonces que estas reflexiones nos permiten responder a la pregunta que nos hicimos al principio: ¿cómo aprendo a orar, como crezco en mi oración? Mirando el modelo que Jesús nos enseñó, el Padre Nuestro, vemos que la primera palabra es "Padre" y la segunda es "nuestro". La respuesta, entonces, es clara: aprendo a orar, alimento mi oración, dirigiéndome a Dios como Padre y orando-con-otros, orando con la Iglesia, aceptando el regalo de sus palabras, que me resultan poco a poco familiares y ricas de sentido. El diálogo que Dios establece con cada uno de nosotros, y nosotros con Él, en la oración incluye siempre un "con"; no se puede orar a Dios de modo individualista.
En la oración litúrgica, especialmente en la Eucaristía, y --formados de la liturgia--, en cada oración no hablamos solo como individuos, sino que entramos en el "nosotros" de la Iglesia que ora. Y tenemos que transformar nuestro "yo" entrando en este "nosotros".
Me gustaría recordar otro aspecto importante. En el Catecismo de la Iglesia Católica leemos: "En la liturgia de la Nueva Alianza toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, es un encuentro entre Cristo y la Iglesia" (n. 1097); por lo que es el "Cristo total", toda la Comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza, el que celebra.
La liturgia no es, pues, una especie de “auto-manifestación” de una comunidad, sino que es la salida del simple “ser uno mismo”, ser cerrado en sí mismo, y entrar en el gran banquete, entrar en la gran comunidad viviente, en la que Dios mismo nos alimenta. La liturgia implica universalidad y este carácter universal debe entrar una y otra vez en el conocimiento de todos.
La liturgia cristiana es el culto del templo universal que es Cristo Resucitado, cuyos brazos están extendidos en la cruz para atraer a todos en el abrazo del amor eterno de Dios.
Es el culto a cielo abierto. No es nunca el solo evento de una comunidad única, con su ubicación en el tiempo y en el espacio. Es importante que todo cristiano se sienta y sea realmente insertado en este “nosotros” universal, que brinda la base y el refugio al “yo”, en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
En esto debemos tener presente y aceptar la lógica de la encarnación de Dios: Él se ha hecho cercano, presente, entrando en la historia y en la naturaleza humana, convirtiéndose en uno de nosotros. Y esta presencia continúa en la Iglesia, su Cuerpo. La liturgia no es el recuerdo de acontecimientos pasados, sino que es la presencia viva del Misterio Pascual de Cristo que trasciende y une a todos los tiempos y espacios.
Si en la celebración no emerge la centralidad de Cristo, no tendremos liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora. Dios actúa a través de Cristo y nosotros no podemos hacerlo si no es a través de él y en Él.
Cada día debe crecer en nosotros la convicción de que la liturgia no es nuestra, un "hacer" mío, sino que es la acción de Dios en nosotros y con nosotros.
Por lo tanto, no es el individuo --sacerdote o laico--, o el grupo que celebra la liturgia, sino que es sobre todo la acción de Dios a través de la Iglesia, que tiene su propia historia, su rica tradición y creatividad. Esta universalidad y apertura fundamental, que es característica de toda la liturgia, es una de las razones por las que esta no puede ser creada o modificada por la misma comunidad o por los expertos, sino que debe ser fiel a las formas de la Iglesia universal.
Incluso en la liturgia de la comunidad más pequeña, siempre está presente toda la Iglesia. Por esta razón no hay “extranjeros” en la comunidad litúrgica. En cada celebración litúrgica participa junta toda la Iglesia, cielo y tierra, Dios y los hombres. La liturgia cristiana, aún si se celebra en un lugar y en un espacio concreto y expresa el "sí" de una comunidad particular, es de por sí católica, viene del todo y conduce al todo, en unión con el Papa, con los obispos, con los creyentes de todos los tiempos y de todos los lugares. Cuanto más animada está una celebración por esta conciencia, tanto más fructífero es en ella el sentido auténtico de la liturgia.
Queridos amigos, la Iglesia se hace visible en muchos aspectos: en el trabajo caritativo, en proyectos misioneros, en el apostolado personal que cada cristiano debe realizar en su entorno. Pero el lugar donde se vive plenamente como Iglesia es la liturgia: esta es el acto por el que creemos que Dios entra en nuestra realidad y le podemos encontrar, le podemos tocar. Es el acto por el que entramos en contacto con Dios: Él viene a nosotros, y nosotros somos iluminados por Él. Por lo tanto, cuando en las reflexiones sobre la liturgia centramos nuestra atención solo en cómo hacerla atractiva, interesante, hermosa, corremos el riesgo de olvidar lo esencial: la liturgia se celebra por Dios y no por nosotros mismos; es obra suya; es Él el sujeto; y nosotros debemos abrirnos a Él y dejarnos guiar por Él y por su Cuerpo que es la Iglesia.
Pidamos al Señor aprender cada día a vivir la sagrada liturgia, especialmente la Celebración eucaristíca, rezando en el “nosotros” de la Iglesia, que dirige su mirada no hacia sí misma, sino a Dios, y sintiéndonos parte de la Iglesia viviente de todos los lugares y de todos los tiempos. Gracias.