Conferencia de Mons. Jaume Pujol, Arzobispo de Tarragona
“Por encima de todos los sucesos que influyeron en la existencia de don Álvaro, hay que destacar su encuentro con San Josemaría, que cambió radicalmente su vida”
I. Introducción
Queridos amigos:
Con motivo de la beatificación de don Álvaro del Portillo, el próximo 27 de septiembre, me habéis pedido que os hable de este hombre santo, con el que tuve el privilegio de convivir durante once largos años, y con el que traté después hasta su muerte durante bastantes años más.
Pero antes de entrar a hablar de su figura, quisiera hacer unas reflexiones sobre el significado que tienen para nosotros aquellos a los que la Iglesia declara beatos y santos.
Al honrar a un santo la Iglesia nos lo propone como un personaje especialmente cercano. De ordinario, cuando la sociedad civil encumbra a un personaje, a éste se le pone como por encima del común de los mortales, en un pedestal, desde el que nos contempla a distancia, alejado de nuestra vida. No sucede así, en cambio, en la Iglesia. Cuando la Iglesia honra a sus santos, personas ciertamente superiores a nosotros en virtudes y amor de Dios, estas no se distancian de nuestros afanes diarios, al contrario, la Iglesia nos los aproxima. Su recuerdo, su imagen, su ejemplo y su doctrina se hacen más cercanos y entrañables; les tratamos de tú y, siendo amigos de Dios se manifiestan más amigos nuestros, de todos y de cada uno: son patrimonio de la Iglesia.
San Pedro nos dice en una de sus cartas: «Me esforzaré para que, tras mi partida, podáis recordar en cualquier momento estas cosas» (2 Pe 1,15). Y un alma, tan humilde como santa Teresita de Lisieux, doctora de la Iglesia, decía a sus hermanas al final de su vida:
«Yo cuento, con seguridad, que no he de permanecer inactiva en el cielo. Mi deseo es continuar trabajando por la Iglesia y por las almas. Yo se lo pido a nuestro Señor y estoy cierta que Él me escuchará. […] Pienso en todo el bien que quisiera hacer después de mi muerte: hacer bautizar niños pequeños, ayudar a los sacerdotes, a los misioneros, a toda la Iglesia» […] Qué desgraciada sería en el cielo, si no me fuera posible dar pequeños gustos en la tierra a aquellos a quienes amo”.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla también de esta aproximación de las santas y santos a los hombres:
«En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23)».
E insistiendo en esa solicitud, el Catecismo añade:
«Los testigos que nos han precedido en el Reino (cf. Hb 12, 1), especialmente los que la Iglesia reconoce como "santos", participan en la tradición viva de la oración, por el modelo de su vida, por la transmisión de sus escritos y por su oración actual. Contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. Al entrar "en la alegría" de su Señor, han sido "constituidos sobre lo mucho" (cf. Mt 25, 21). Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero».
La gloria que tributamos a los ángeles y a los santos, no mengua la gloria que tributamos a Dios, sino que la hace resplandecer con mayor fulgor. Recordemos estas palabras del Magníficat de María (cf. Lc 1, 46-49): «Mi alma magnifica al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo».
Dios desea que sus perfecciones, todas, brillen en los santos y en quienes de veras se empeñan en alcanzar la meta de unión con la Trinidad y se goza realizando portentos por su intercesión. En estas próximas semanas, cuando invitéis a vuestros amigos y conocidos a asistir al acto de beatificación del venerable Álvaro del Portillo, pensad que les prestáis un señalado servicio a su fe, considerando esta realidad de la intercesión de los santos en nuestras necesidades materiales y espirituales. Todos somos peregrinos en el camino de la vida y nunca faltan aprietos y dificultades que, con el socorro del Cielo, se pueden solventar. Nos conviene mucho, por tanto, tener trato de amistad con los santos. En concreto, ahora, yo os animo a que lo tengáis con don Álvaro.
Como decía el Prelado del Opus Dei en una ocasión,
«Desde que el Señor quiso llevarse al cielo a San Josemaría son tantos y tan variados los favores alcanzados por su intercesión que es imposible llevar control alguno. Me atrevo a pensar que es ahora nuestro Padre (San Josemaría) quien repite a su hijo fidelísimo las mismas palabras que un día trazó don Álvaro con su pluma: “Yo ya no puedo hacer más… ¡Ahora te toca a ti!”.
II. Recuerdos autobiográficos
El que en breve será proclamado Beato Álvaro del Portillo, ocupa un lugar entrañable en mi vida. Le conocí en septiembre de 1962 en Barcelona, aunque cuando conviví con él durante once años fue en Roma, a partir de 13 de octubre de aquel mismo año: llegué ese día a Roma con mis 18 años para cursar estudios de filosofía y teología y formarme en el espíritu del Opus Dei junto a su Fundador, San Josemaría Escrivá de Balaguer. Luego estudié también en Roma la carrera de Pedagogía y durante unos años fui profesor de diversas materias pedagógicas.
Don Álvaro del Portillo era entonces Secretario General del Opus Dei (hoy corresponde al cargo de Vicario General). Siempre estaba trabajando junto al Fundador, aunque también le ocupaban importantes asuntos y trabajos en servicio de la Santa Sede. Precisamente dos días antes de llegar yo a Roma, el 11 de octubre de 1962, comenzaba el Concilio Vaticano II, en el que D. Álvaro trabajó intensamente.
Por voluntad propia era la sombra del Padre, continuamente atento, en vela activa, para aprender y para servir. Pero su humildad, su sencillez, su alegría y serenidad no lograban ocultar la grandeza de un alma totalmente entregada a Cristo.
He dicho sencillez y serenidad, porque estas características −y virtudes− de su personalidad, atraían de inmediato. Pero luego, uno iba calando la profunda valía de otros dones humanos y sobrenaturales con que Dios le había dotado, y el heroísmo y la gran naturalidad con que vivía todas las virtudes.
III. En la vida de don Álvaro se plasmó maravillosamente el espíritu que Dios entregó al Fundador del Opus Dei
Por encima de todos los sucesos que influyeron en la existencia de don Álvaro, hay que destacar su encuentro con San Josemaría, que cambió radicalmente su vida.
La vida de don Álvaro no puede narrarse ni explicarse sin tener en cuenta su vocación al Opus Dei, su unión y filiación a San Josemaría, que fue quien le guió casi personalmente hacia la santidad.
Hoy, disponemos ya de semblanzas y biografías que nos permiten acercarnos al conocimiento de la vida y espíritu del próximo beato. Voy a detenerme en unas palabras suyas, pronunciadas en una reunión de familia en que se celebraba su aniversario. En aquella ocasión don Álvaro se detuvo en el recuento del tiempo transcurrido:
«Al contemplar el calendario de mi vida —dijo—, pienso en las hojas pasadas. Son pasadas, pero no se han tirado a la papelera, porque permanecen ante los ojos de Dios. ¡Tantos beneficios del Señor! Ya antes de nacer, me preparó una familia cristiana piadosa, que me proporcionó una buena formación. Luego, tantos sucesos que señalaron mi existencia. Por encima de todos, el encuentro con nuestro Padre, que cambió mi vida por completo, de forma rapidísima. Y los casi cuarenta años de contacto íntimo y constante con nuestro Fundador...».
¿A qué otros sucesos se refiere? Tal vez al naufragio de una embarcación en el Cantábrico en el que fallecieron un puñado de amigos suyos; él se quedó en tierra por algún motivo que luego no consiguió recordar, cuando su propósito era embarcarse con ellos. Tal vez se refería también al incendio del teatro Novedades de Madrid en una sesión a la que tenía previsto asistir y que acabó en una luctuosa catástrofe. Podemos recordar otro orden de cosas: la crisis económica familiar; la agresión de un violento que le golpeó fuertemente la cabeza con una llave inglesa; su estancia en la cárcel de san Antón durante la Guerra Civil, con su vida pendiente de un hilo. A esto se refirió en una ocasión: «Me metieron en la cárcel sólo por ser de familia católica. Entonces llevaba gafas, y alguna vez se me acercó uno de los guardas −le llamaban Petrof−, me ponía una pistola en la sien y decía: “Tú eres cura, porque llevas gafas”. Podían haberme matado».
Tal vez don Álvaro pensara en aquel día en sus visitas asistenciales y catequéticas a los suburbios pobres de Madrid, en su época de estudiante, que, según él afirmaba, le prepararon para decir que sí a la llamada de Dios, cuando se hizo oír.
Pues por encima de tantos acontecimientos importantes, que ya de por sí sobrepasan las experiencias habituales de un joven, don Álvaro destaca uno: «Por encima de todos, el encuentro con nuestro Padre, que cambió mi vida por completo, de forma rapidísima. Y los casi cuarenta años de contacto íntimo y constante con nuestro Fundador...».
San Josemaría, que recibió de Dios el espíritu del Opus Dei y el mandato de difundirlo por todo el orbe, pudo escribir lo siguiente:
«Ten presente, hijo mío, que no eres solamente un alma que se une a otras almas para hacer una cosa buena. Esto es mucho..., pero es poco. −Eres el Apóstol que cumple un mandato imperativo de Cristo».
Don Álvaro recibirá la vocación de Dios, pero el espíritu de la Obra lo recibirá del Fundador. San Josemaría trabajó aquella alma como el orfebre talla una piedra preciosa y don Álvaro, enamorado de la Voluntad de Dios, manifestada en su vocación al Opus Dei, correspondió a la gracia con tal finura y generosidad que se convirtió en el mejor hijo de san Josemaría. «Álvaro es un modelo, y el hijo mío que más ha trabajado y más ha sufrido por la Obra, Y el que mejor ha sabido coger mi espíritu». En la vida de don Álvaro resplandece en todo momento la impronta de la formación recibida.
En 1933, san Josemaría, al solicitar permiso a su confesor para arreciar en sus penitencias, le escribe estas palabras: «Mire que Dios me lo pide y, además, es menester que sea santo y padre, maestro y guía de santos» .
Realmente, por voluntad de Dios, san Josemaría fue maestro y guía de santos. Y como también lo fue para muchas otras almas, fue maestro y guía excepcional en la progresiva santidad de Álvaro del Portillo. Se trató en definitiva, como san Josemaría definía la dirección espiritual, de una tarea «encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura». Si el fundador del Opus Dei fue verdaderamente, como se propuso, un maestro y guía de santos, de don Álvaro podemos decir que fue un alumno ejemplar en aprender a caminar hacia la santidad; y, después, o al mismo tiempo, otro maestro y guía de santos.
Son legiones las almas que en el mundo entero se afanan en buscar la santidad por el camino que el Fundador del Opus Dei abrió en la Iglesia y que don Álvaro continuó fiel y eficazmente. Pero san Josemaría quiso dejar constancia de que quien mejor se había identificado con su espíritu era su hijo Álvaro. En él veremos resplandecer toda la sabiduría con que el Fundador guiaba las almas.
IV. Algunas notas de la formación espiritual adquirida por don Álvaro de san Josemaría
1. Sentido vocacional de la existencia y lucha positiva
En el libro Conversaciones con el fundador del Opus Dei (n. 106), leemos: «¿Para qué estamos en el mundo? Para amar a Dios, con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, y para extender ese amor a todas las criaturas. ¿O es que esto parece poco? Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible».
Y en Camino: «Voluntad. Es una característica muy importante» (n.19). Pero el autor no cae en el voluntarismo, tan predominante en aquellos tiempos en el campo educativo eclesiástico y en el civil, y que no raras veces conducía a ser «un modelo glacial, que se puede admirar, pero no se puede amar».
Álvaro del Portillo aprendió que la lucha interior para hacerse santo llevando a cabo la voluntad de Dios, no es un machacar árido, seco, sino una lucha enamorada para corresponder al amor que el Señor nos tiene. Como leemos en una breve semblanza, y en don Álvaro se muestra claramente, «San Josemaría nunca cayó en la trampa más clásica del educador cristiano, tratar de obtener del educando con medios humanos lo que solo puede ser alcanzado con la ayuda de la gracia de Dios. Por el contrario desarrolló una constante catequesis sobre la necesidad de acudir siempre a las fuentes de la gracia, a los sacramentos, y planteó la lucha ascética personal como correspondencia a la gracia».
Así, el próximo beato, en un comentario a una de las Instrucciones del fundador (documentos sobre la naturaleza y la pastoral del Opus Dei) anotará estas palabras: «“El espíritu de la Obra es siempre una afirmación: es alegre, sobrenatural, deportivo”. Nada más ajeno a nosotros que la negación, contraria a la sana psicología. El Padre nos ha enseñado siempre a hacer las cosas por Amor, por motivos positivos en plan de afirmación".
2. La conciencia viva de la filiación divina es el fundamento de todo su espíritu
El fundamento de su espíritu era la conciencia viva de su filiación divina, que le llevaba a confiar plenamente en la Providencia divina y en su misericordia.
En don Álvaro, esta confianza se evidenció en muchas ocasiones. De modo patente, por ejemplo, en su primer viaje a Roma, en el año 43, en plena guerra mundial. El ingeniero Álvaro, llevaba a Roma la documentación necesaria para tramitar un primer paso jurídico de aprobación para que el Opus Dei pudiera disponer de sacerdotes propios incardinados a la Obra: era un tema acuciante y de perentoria necesidad.
El avión en el que viajaba, sobre el mar del Mediterráneo, se encontró metido en un fuego cruzado entre buques de guerra y aviones militares. Don Álvaro se mantuvo tranquilo y sereno. Contaba que no se inmutó, ni siquiera se le ocurrió hacer un acto de contrición. Razonaba así: «Voy a cumplir una misión que Dios quiere y, por lo tanto, no puede ocurrir nada». El resto de los pasajeros no compartía esa seguridad, y pasaron un miedo más que notable. Viajaban los miembros de una compañía de comedia italiana, que había dado representaciones en España, y don Álvaro decía que gritaban: mamma mia, c’è molto pericolo!, affoghiamo tutti! (¡Madre mía; estamos en peligro; nos ahogaremos todos!).
Más dura iba a resultar su segunda estancia en la ciudad romana. Cuando gestionaba para el Opus Dei una aprobación jurídica de la Santa Sede. Trasladémonos con el pensamiento a aquella Roma de la postguerra a la que se trasladó de nuevo para seguir gestionando el camino jurídico del Opus Dei. Era algo que apremiaba porque de todas partes surgían vocaciones para la Obra, antes de que existiera un definido cauce legal dentro del Derecho de la Iglesia.
A la insistencia de don Álvaro en esta necesidad de abrir un camino jurídico apropiado para el Opus Dei, un alto cargo de la curia romana le respondió: «Ustedes han llegado con un siglo de anticipación». Y dieron carpetazo al asunto. A los ojos de aquel eclesiástico la Obra tendría que haber nacido el año 2046.
La fe de don Álvaro se crece ante las dificultades. Ni por un momento duda de su vocación ni del carisma de San Josemaría. Simplemente escribe al Padre una doble carta, mandando una por correo normal y la otra por valija diplomática: «Yo ya no puedo hacer más ahora le toca a usted». San Josemaría, aquejado de una diabetes extrema que podía provocarle un grave riesgo para su vida, parte de Barcelona poniendo su vida y la de sus hijos a los pies de Nuestra Señora de la Merced (Patrona de Barcelona). Llega por barco a Génova el 22 de junio, y allí estrecha con un fuerte abrazo a su hijo Álvaro, y le dice ¡Aquí me tienes ladrón...! ¿Ya te has salido con la tuya!» La fe de ambos consiguió lo imposible. En febrero de 1947, el Papa Pio XII firmaba el Decretum Laudis. El camino quedaba expedito para la Obra.
3. El amor y el respeto a la libertad propia y ajena
Otra característica del espíritu del Opus Dei que caló hondo en el alma de don Álvaro, es el amor y el respeto por la libertad, tanto la propia como la ajena. Estas cualidades, junto al buen humor y la alegría basada en ser y saberse hijo de Dios, facilitaron a don Álvaro realizar una extensa labor apostólica. Su generosa entrega a los demás le lleva a tener tal cantidad de amigos en todos los estratos sociales, clérigos y laicos, ricos y pobres, jóvenes y ancianos, que asombra a todo conocedor de los datos. Dios se sirvió también de estas amistades para ayudar a resolver las muchas dificultades jurídicas o materiales que iban surgiendo en el camino del Opus Dei.
No es de extrañar, pues, que cuando tuvo lugar la sesión de apertura de la causa de canonización de monseñor Álvaro del Portillo, el 5 de marzo de 2004, el proceso contara con la petición favorable de 35 cardenales y 200 obispos de 55 países. Todos ellos testimoniaban un afecto entrañable y una auténtica admiración por este humilde servidor de la Iglesia.
4. Grandes ideales y detalles aparentemente menudos
Volviendo a la formación espiritual que San Josemaría impartía a quienes se acercaban a la Obra, hay que señalar que no se limitaba a transmitir a grandes trazos el espíritu recibido de Dios; sus recomendaciones, fruto de la propia vida interior y de una gran prudencia sobrenatural, alcanzaban hasta detalles aparentemente menudos. Así lo recordaba don Álvaro:
«Al hablarme de las jaculatorias, me explicó: Hay autores espirituales que recomiendan contar las que se dicen durante la jornada, y sugieren usar judías o garbanzos o algo por el estilo; meterlas en un bolsillo e irlas pasando al otro cada vez que se levanta el corazón a Dios, con una de esas oraciones. Así pueden saber cuántas han dicho exactamente, y ver si ese día han progresado o no. Y añadió: Yo no te lo recomiendo, porque existe el peligro de vanidad o soberbia. Más vale que lleve la contabilidad tu Ángel Custodio».
V. Lealtad a la Iglesia y al Papa
“Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón”.
En el Opus Dei el amor y lealtad a la Iglesia y al Romano Pontífice son algo esencial: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! El amor de san Josemaría al Papa, fuera quien fuera, es bien conocido, y supo transmitirlo con hondura teológica y ternura filial a todos sus hijos, entre ellos, Álvaro.
En las biografías que hasta ahora se han escrito de don Álvaro, destaca fuertemente la fidelidad con que vivió su servicio a la Iglesia y al Papa reinante en cada momento. Me detendré sólo en su relación con Juan Pablo II, a quien don Álvaro trató con especial intimidad y cariño filiales durante muchos años. Para esto me referiré modo abreviado al texto del Discurso de Mons. Javier Echevarría con motivo de la celebración del Centenario del nacimiento de don Álvaro del Portillo.
Ya desde los primeros meses de la elección de Juan Pablo II, en 1978, se entabló una estrecha y frecuente relación entre Juan Pablo II y don Álvaro. Fue una colaboración muy amplia, hecha de pequeños encargos y de asuntos de mayor importancia. Don Álvaro, con visión de fe, descubría siempre la Voluntad de Dios detrás de cada petición o sugerencia del Santo Padre, como había hecho antes con los demás sucesores de Pedro.
En las primeras semanas de aquella nueva etapa de la Iglesia, secundó al Papa cuando planeaba ordenar arzobispo a su sucesor en Cracovia, y quería que la ceremonia tuviera lugar en el altar de la Confesión de la Basílica de San Pedro. El proyecto no había sido recibido con entusiasmo en algunos ambientes de la Curia romana, por temor a que no se llenara la basílica de fieles. Un eclesiástico sugirió entonces al Santo Padre que se dirigiese a don Álvaro para conseguir la participación de gran número de personas. Don Álvaro logró movilizar a muchos romanos por medio de los miembros y cooperadores de la Obra, residentes en esta ciudad que, con su apostolado personal, contribuyeron a que la celebración contara con gran asistencia de gente. El Santo Padre agradeció ese gesto y mencionó al Opus Dei al terminar la ceremonia.
Algo semejante sucedió con el anhelo del Papa de restaurar las procesiones eucarísticas del Corpus Christi por las vías de Roma, que no salían a las calles de la Ciudad Eterna desde mucho tiempo atrás. Contribuyó igualmente a la realización de otro deseo apostólico de Juan Pablo II: comenzar una costumbre muy querida por el Pontífice, promovida cuando era Arzobispo de Cracovia. Se trataba de la celebración de una Misa para los universitarios en Adviento y en Cuaresma, en preparación para la Navidad y la Pascua, y en la que participara también el cuerpo docente. No existía esta tradición en la diócesis de Roma. El Papa comunicó su deseo a don Álvaro y le pidió sugerencias. Como fiel hijo, don Álvaro acogió enseguida con gozo esa propuesta, sugiriendo la oportunidad de imprimir invitaciones personales para distribuirlas entre los estudiantes. Sugirió al mismo tiempo que podía ser una ocasión estupenda para acercar a los jóvenes al sacramento de la Penitencia, y propuso que en la Basílica de San Pedro hubiese muchos sacerdotes, entre ellos algunos de los incardinados en el Opus Dei residentes en la Urbe, disponibles para las confesiones desde horas antes del comienzo de la celebración eucarística. El Cardenal Martínez Somalo, que entonces era Sustituto de la Secretaría de Estado, refiere que «la respuesta de los estudiantes fue entusiasta: y desde entonces ha sido siempre así».
Otro capítulo sobre esta unión afectiva y efectiva con el Romano Pontífice, podría ser el de los viajes pastorales de Juan Pablo II. En 1979, el Papa preguntó el parecer a don Álvaro sobre la oportunidad de trasladarse a México, para presidir la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla. Mons. del Portillo respondió que pensaba que sería un gran bien para la Iglesia, a pesar de algunas previsiones pesimistas. Antes de los viajes pastorales del Papa por el mundo, don Álvaro recordaba a los fieles y a los cooperadores de la Prelatura que mostraran su cariño filial al Santo Padre de todos los modos posibles, y que contagiaran ese amor a sus amigos, parientes y conocidos, a través de su apostolado personal. Este apoyo acompañó al Papa a todas partes, y fue especialmente decisivo en algunos viajes pastorales en los que se preveía la existencia de un ambiente frío, e incluso hostil, ante la visita del Vicario de Cristo.
De esta estrecha y frecuente relación se conservan muchos testimonios. Uno reciente es el del Cardenal Carlo Cafarra, Arzobispo de Bolonia: «Cuando el Beato Juan Pablo II me pidió fundar el Instituto de Estudios sobre Matrimonio y Familia, probablemente viendo mi temor o turbación delante de esta tarea, me dijo: −Ve a hablar con don Álvaro del Portillo; encontrarás en él un apoyo, como en mí. Le contesté: −Santo Padre, no lo conozco, no lo he visto nunca. Respondió: −Ve, dile que te manda el Papa. Estas palabras me permitieron intuir que había sido enviado a una persona que vivía profundamente enraizada en la Iglesia y en íntima sintonía con el sucesor de Pedro. Yo no conocía a don Álvaro, pero la indicación de un Papa me permitió tratarlo».
También en proyectos de más envergadura, don Álvaro se mostró muy sensible a los deseos del Papa, insertándolos en los planes pastorales de la Prelatura. Un ejemplo muy claro lo constituye el comienzo de la labor apostólica de la Obra en los países del norte y del este de Europa. Uno de los sueños apostólicos de don Álvaro era que el Opus Dei pudiera trabajar en China continental, para colaborar en la siembra de la luz de Cristo en aquel inmenso país. Esa aspiración comenzó a realizarse, al menos parcialmente, a finales de 1980, cuando erigió el primer centro de la Obra en Hong Kong, y dos años después, al promover la labor en otra importante encrucijada del extremo oriente: Singapur. En diciembre de 1982, don Álvaro informó a Juan Pablo II sobre los pasos que el Opus Dei estaba recorriendo en Asia, y le mencionó su deseo de llegar cuanto antes a China continental. El Papa respondió que apreciaba ese deseo, pero que le preocupaba más la situación de las naciones escandinavas, muy alejadas de la fe cristiana. Al escuchar esas palabras, el Prelado entendió que sería más agradable a Dios cambiar el rumbo de sus proyectos y que era preciso llegar cuanto antes a esos países del norte de Europa.
Efectivamente, el apostolado en esas tierras pasó a ser una prioridad de don Álvaro, a la que dedicó muchas energías. De sobra conocía que no sería fácil obtener frutos a corto plazo, pero estaba convencido de que Dios proporcionaría la ayuda necesaria. Refiriéndose a la siembra no fácil de los fieles de la Obra allí, comentaba: «¡Es muy duro!, pero si es muy duro, sabemos que contamos con más gracia de Dios, porque el Señor, cuando envía a arar un campo, da todos los instrumentos necesarios para que se puedan levantar los terruños resecos. Yendo allá, Él nos concederá todas las gracias suficientes para remover a las almas».
Juan Pablo II guardaba en su alma el afán de la nueva evangelización, y en 1985 dio un fuerte impulso a esta prioridad pastoral, sobre todo, en los países de la Europa occidental y de América del norte, donde los síntomas de secularismo iban creciendo de modo alarmante. Una fecha simbólica es la del 11 de octubre de ese año, cuando el Santo Padre clausuró un simposio de Obispos europeos, celebrado en Roma, invitando a la Iglesia a un renovado impulso misionero. Don Álvaro se hizo eco inmediatamente de este proyecto apostólico, y con fecha 25 de diciembre del mismo año escribió una Carta pastoral a los fieles de la Prelatura, urgiéndoles a colaborar con todas sus fuerzas en esta tarea, sobre todo en los países de la vieja Europa. A partir de entonces redobló su esfuerzo pastoral en este sector, con viajes frecuentes a las diferentes circunscripciones de Europa. Los años de 1987 a 1990 se caracterizaron por la extensión de este empeño a otros continentes: Asia y Oceanía, América del Norte, y finalmente África.
En otros momentos, movido por su celo de apoyar con fidelidad otras intenciones del Papa, organizó la puesta en marcha de algunas iniciativas apostólicas, de profunda incidencia en la vida de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, pues estaban orientadas a la formación de los sacerdotes y de los candidatos al sacerdocio en diversos países Entre las primeras, destaca la potenciación de las Facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra y la creación del Centro Académico Romano de la Santa Cruz, que en pocos años se convertiría en la actual Universidad pontificia. Como es patente, hubo de superar muchos obstáculos para ver realizados estos proyectos, pero no cejó en su empeño porque sabía que respondían a los planes del Santo Padre en su comprensible afán de dar a conocer a Jesucristo, como había presentado en las encíclicas Redemptor hominis y Redemptoris missio.
Para la formación de candidatos al sacerdocio, acogiendo otra sugerencia expresa del Romano Pontífice, fundó dos Seminarios internacionales con el objetivo de preparar para el sacerdocio a seminaristas enviados por sus respectivos Obispos: el Colegio Internacional Bidasoa (en Pamplona) y el Sedes Sapientiæ (en Roma), erigidos respectivamente en 1988 y 1991, a la sombra de la Universidad de Navarra y de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Con el intento de facilitar un alojamiento digno a los alumnos, consiguió que muchas personas colaboraran con su oración y sus limosnas a la construcción o remodelación de los edificios necesarios, tanto en Roma como en Pamplona.
No resulta necesario subrayar que la realización de estos proyectos requería sumas de dinero de las que se carecía: no sólo para la construcción y mantenimiento de los edificios, sino también para conseguir un gran número de becas destinadas a los estudiantes procedentes de diócesis con pocos recursos económicos. Los frutos espirituales de estas últimas iniciativas apostólicas y de otras muchas han sido y continúan siendo grandes; constituyen una prueba de cómo el Señor ayuda siempre a las obras apostólicas que se emprenden para servirle.
Don Álvaro se llenaba de gozo al contemplar cómo, año tras año, en esos centros académicos crecía el número de seminaristas y de sacerdotes de diferentes diócesis. Bastan aquí unas pocas cifras facilitadas por la fundación CARF, cuyo único objetivo es canalizar las ayudas económicas a esos instrumentos. Según datos difundidos en 2011, desde sus comienzos en 1989, han cursado estudios eclesiásticos en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma o en la Universidad de Navarra más de 11.000 alumnos, de 109 países −seminaristas, sacerdotes, religiosos y religiosas, profesores de religión, catequistas, etc.−, de los cuales han recibido beca unos 2.500, y más de 1.700 han llegado al sacerdocio. Solo en los Seminarios Internacionales Bidasoa (de Pamplona) y Sedes Sapientiæ (de Roma), hasta esa fecha, 776 seminaristas habían recibido la ordenación sacerdotal.
Antes de terminar esta intervención −que ciertamente resulta insuficiente para reflejar la fidelidad ejemplar a Dios y a la Iglesia del primer sucesor de san Josemaría y primer Prelado del Opus Dei−, recordaba cómo el beato Juan Pablo II valoraba esa fidelidad. “Tuvo una extensa resonancia en los medios de comunicación el hecho de que, a las pocas horas del fallecimiento de mi predecesor, el Papa acudiera a rezar ante sus restos mortales en la capilla ardiente instalada en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz. Cuando le agradecí su estancia entre nosotros –relata Mons. Echevarría-, que tanto consuelo y alegría causó a todos, Juan Pablo II me respondió: "era cosa dovuta, era cosa dovuta" (era un deber)». Poco tiempo después, llegó a manos de Juan Pablo II una tarjeta postal que don Álvaro le había escrito unos días antes desde Jerusalén. Dirigiéndose al entonces secretario personal del Papa, Mons. Stanislao Dziwisz, le rogaba que presentase «al Santo Padre nuestro deseo de ser fideles usque ad mortem, en el servicio a la Santa Iglesia y al Santo Padre».
VI. La virtud más característica de don Álvaro fue su fidelidad
Dios quiere que sus divinas perfecciones, todas, se reflejen en sus santos: sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto; y el Espíritu Santo con su infinita inventiva las distribuye entre ellos de modo armónico y desigual, de modo que en cada santo destaca alguna virtud distinta. ¿Y cuál fue la virtud más característica de don Álvaro?: la fidelidad, «Vir fidelis multum laudabitur (Prov. 28, 20). Estas palabras de la Escritura manifiestan la virtud más característica del Obispo Álvaro del Portillo. El hombre fiel será muy bendecido: así comienza el decreto que proclama la heroicidad con que vivió don Álvaro las virtudes cristianas.
Virtudes, claro está, las vivió todas y de modo heroico, informadas por la caridad, la fe y la esperanza, pero entre sus virtudes morales sobrepuja a todas la lealtad. El 11 de marzo de 1973, cumpleaños de don Álvaro, san Josemaría se refirió a ese hijo suyo durante una tertulia, cuando no estaba presente, del siguiente modo: «tiene la fidelidad que debéis tener vosotros a toda hora, y ha sabido sacrificar con una sonrisa todo lo suyo personal […], Y si me preguntáis: ¿ha sido heroico alguna vez? os responderé: sí, muchas veces ha sido heroico, muchas: con un heroísmo que parece cosa ordinaria». Y en otra ocasión, dijo: «querría que le imitarais en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad».
Realmente, las palabras de la Escritura, «Vir fidelis multum laudabitur», que un día el Fundador del Opus Dei hizo grabar en el dintel de la puerta del despacho de don Álvaro han hallado un perfecto cumplimiento: Vir fidelis!. También el Papa Juan Pablo II quiso resaltar la fidelidad de don Álvaro, cuando el día de su muerte se desplazó a la iglesia Prelaticia del Opus Dei para rezar ante sus restos mortales; definió a don Álvaro como «ejemplo de fortaleza, de confianza en la Providencia divina y de fidelidad a la sede de Pedro». Y añadió: que el Señor «acoja en el gozo eterno a este siervo bueno y fiel».
«Mons. Álvaro del Portillo −dijo en la homilía de su funeral el que hoy es el Prelado del Opus Dei, don Javier Echevarría− ha sido −y no me ciega el profundo cariño filial que le profeso− un gigante en el firmamento eclesial de esta segunda mitad de siglo, ya en los umbrales del tercer milenio; un hombre a quien el Señor enriqueció con dotes humanas y sobrenaturales de primera categoría. A pesar de sus grandísimas cualidades intelectuales y morales, nunca quiso brillar con luz propia, sino que procuró reflejar constantemente la luz del espíritu que Dios ha querido para el Opus Dei. No buscó que se le reconocieran los innumerables méritos que había contraído por sus grandes servicios a la Iglesia, antes, durante y después del Concilio Vaticano II, en el que −como es bien sabido− trabajó tanto, sin ruido, buscando sólo la gloria de Dios y el bien de las almas. Desarrolló esa labor calladamente, sin hacerlo notar. Siguió así los pasos del Beato Josemaría, que tenía como lema de su vida aquella frase bien conocida: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca».
Dos días antes de que el Señor le llamara a su presencia, acabada la Misa, hizo su acción de gracias en voz alta. «Quid retribuam Domino pro ómnibus quod retribuit mihi? (Ps 116,12); Señor: ¿con qué te podré pagar lo que Tú haces por mí? Con nada. Aunque luche por estar más entregado, aunque luche para que cada día sea más enteramente de Ti, no te lo podré pagar.
«Pero, Señor, Tú sabes que te amo, porque Tu omnia nosti, Tu scis quia amo te (Io 21,17), Tú lo sabes todo. Tú sabes que a pesar de mis miserias, yo te amo, te quiero ser fiel, y te pido perdón por las ofensas que cometo y por las faltas de entrega. Señor, ayúdame más, y ayuda a estos hijos míos que están aquí; son hijos tuyos predilectos. Ayúdales para que sean cada día más fieles. Que cada uno de nosotros sea cada día más fiel».
Don Álvaro, fue siempre un siervo de Dios humilde, fiel e infatigable. Don Álvaro siguió muy de cerca, en primer lugar, la llamada del Señor. Dios le había dotado de cualidades humanas y sobrenaturales de relieve, y todo eso lo puso al servicio de la misión recibida. Es conocida la respuesta que dio al obispo de Madrid poco antes de recibir la ordenación sacerdotal. Le comentó don Leopoldo que, con sus títulos civiles y académicos de gran relevancia, tras la ordenación sacerdotal −presagiaba el obispo− perdería el gran prestigio y consideración de que gozaba ante muchos. Don Álvaro le respondió que no le importaba: ya había entregado a Dios todo lo suyo −prestigio humano, proyectos, posibilidades profesionales− desde que respondió a la invitación del Cielo a santificarse en el Opus Dei. No le importaba el juicio de los hombres, sino el deseo de amar a Dios y de cumplir su Voluntad. Quiso ocultarse y desaparecer, como san Josemaría, para ser instrumento idóneo en el servicio a la Iglesia.
Sin embargo, a pesar suyo, sí que gozó de mucho prestigio personal a lo largo de su vida. El 14 de diciembre de 1965, el cardenal Ciriaci, presidente de la comisión conciliar sobre el clero escribía una sentida carta a don Álvaro para agradecerle sus esfuerzos en el seno de la comisión para llevar a buen puerto el Presbyterorum Ordinis. Documento, escribía, que «pasará a la historia como una reconfirmación conciliar −con una casi unanimidad de sufragios− del celibato apostólico y de la alta misión del sacerdocio.
«Sé bien cuánta parte ha tenido ha tenido en todo esto su trabajo sabio, tenaz y amable, que, respetando siempre la libertad de opinión de los demás, ha mantenido una línea de fidelidad a los grandes principios orientadores de la espiritualidad sacerdotal. Cuando informe al Santo Padre no dejaré de señalar todo esto, deseo que le llegue, con un cálido aplauso, mi agradecimiento más sincero».
Todo parecía indicar que don Álvaro, como tantas personalidades destacadas del Concilio iba a ser promovido cardenal. No consta cómo logró evitarlo de acuerdo con su deseo de siempre de servir y pasar oculto. Su deseo de identificarse con el espíritu del Opus Dei se expresó gráficamente cuando fue designado como primer sucesor de san Josemaría. Afirmó que no habían elegido a Álvaro del Portillo, sino de nuevo a nuestro Fundador, que continuaba dirigiendo la Obra desde el Cielo. No veía en este modo de hablar y de proceder nada especial o fuera de lo común, pues se hallaba profundamente convencido de que Dios le había buscado para ser la sombra de nuestro Padre en la tierra; y luego, el conducto para comunicar gran parte de sus gracias a los fieles del Opus Dei y a tantos otros hombres y mujeres del mundo entero (cfr. Carta del Prelado del Opus Dei, 5-III-2014).
Don Álvaro fue consagrado obispo en enero de 1992; pero años antes, en 1983, a las pocas semanas de la erección del Opus Dei en Prelatura personal, se había corrido por la Curia Romana la voz de que su ordenación episcopal era inaplazable. Así lo comentó un cardenal al interesado, pensando que estaría al corriente. La reacción de Mons. del Portillo, al tener noticia de esos rumores, fue solicitar inmediatamente una audiencia al Romano Pontífice. Juan Pablo II le recibió en los primero días de enero. El Prelado del Opus Dei entró directamente al meollo de la cuestión, sin andarse con rodeos. «Le dije: Santo Padre, me he enterado de esto. Yo, siguiendo el ejemplo de nuestro Fundador, he pedido muchas oraciones y muchas Santas Misas y muchos sacrificios y muchas horas de trabajo, para llegar a la solución jurídica de la Prelatura que deseaba nuestro Fundador. Si ahora se me nombra Obispo, el diablo puede hacer pensar a alguno que he hecho rezar tanto para ser Obispo yo; y esto no es verdad, y yo no quiero escandalizar a nadie. O sea, Santo Padre, que no puedo aceptar. Y si se juzga necesario que el Prelado sea Obispo, yo desde este momento pongo mi cargo en sus manos, dimito. Entonces me dijo: −No, quédese tranquilo» (en una reunión familiar, 8-XII-1990. cit. por Javier Medina, Álvaro del Portillo, p. 647-648).
Pasado el tiempo, don Álvaro llegó a considerar que no sería ordenado obispo, aunque fuese congruente con su condición de Prelado: «pensaba que sería para mi sucesor, como Prelado del Opus Dei» (ibid., 31-XII-90). El 29 de noviembre de 1990 −ocho años después de la erección del Opus Dei en Prelatura Personal−, se le comunica el deseo del Papa. Don Álvaro lo recibe no como un reconocimiento a su persona, sino como un bien para la figura y la eficacia pastoral de la Prelatura (cfr. Javier Medina, Álvaro del Portillo, p. 648).
A modo de resumen podemos terminar con palabras de Mons. Javier Echevarría: «la figura de don Álvaro se inscribe en esa larga cadena de hombres leales a Dios −desde Abrahán y Moisés hasta los santos del Nuevo Testamento− que buscaron dedicar toda su existencia a la realización del proyecto recibido. Nada pudo apartarlos ni un ápice del querer divino: las dificultades externas o internas, los sufrimientos, las persecuciones..., porque estaban firmemente anclados en la Voluntad amabilísima del Señor. Y es que, como decía Benedicto XVI, “la fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor”».
Palabras que rematamos con estas de San Josemaría: «¡Lealtad! ¡Fidelidad! ¡Hombría de bien! En lo grande y en lo pequeño, en lo poco y en lo mucho».
Muchas gracias.