Dr. Pedro Beteta
Quien no vea al contemplar el reloj de su pueblo al relojero que lo construyó, no verá tampoco la realidad de fe de quienes, en su día, con tiempo y esfuerzo se alzó la iglesia que lo porta
El agua y el sol dan ritmo y vida a todos los seres vivos. Con humedad y calor el desierto se hace un oasis y la estepa pradera de mil colores, tantos como sus flores. Policromía viviente, realidad sin par que no se deja pintar. El invierno, con sus noches de hielo, es, a lo más, esperanza. Entonces la naturaleza, yerta, duerme como muerta y se mantiene… a la espera. Han de pasar estaciones enteras, largas o cortas, para que agua y sol, sol y agua, con sus besos despierten la vida que sus entrañas esconden. Pero el canto a la bondad y a la belleza más atronadora es la propia existencia humana. Existir es un regalo de Dios. La campaña atea −como la de otras épocas− está llamada a despertar a los católicos y cristianos “dormidos”, como se ha visto y se sigue viendo en la ciudad condal: ha tomado más fuerza la actividad en las parroquias y no en sólo en los hogares dónde quieren relegar la vida espiritual, el templo expiatorio “del verbo expiar” de la Sagrada Familia se acabará gracias a estos “empujones”. Sólo Dios es capaz de sacar, de transformar el mal en bien.
“Es probable que Dios no exista”, así comienzan eso slogan que llevaron algunos autobuses en Barcelona para hacer proselitismo ateo. Es de broma si se ven las cosas con memoria histórica. Hace unos años el vocablo “proselitismo” estaba proscrito para los que hoy lo pregonan, claro que era el apostolado y los abundantes frutos obtenidos lo que les fastidiaba más que la palabreja. El cristianismo lleva molestando desde que nació para nunca perecer aunque los Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, etc., no han faltado en estos veintiún siglos. Los cristianos han tenido la culpa de todo cuando la ineptitud de los gobernantes quedaba tan evidencia como su odio a los que aman.
Ha habido mucha gente que ha creído a lo largo de la historia que el poder lo cambia todo. Hasta el mismoNapoleón lo reconocía y se lo reprochaba a uno de sus generales que deseaba “crear una religión superior al cristianismo”. Encuentre a un hombre que haga milagros como Jesús y que muera cómo él y después hablamos. También a este gran genio militar se atribuye la frase: “Alejandro Magno, César, Carlomagno y yo hemos construido grandes imperios. Pero ¿de qué dependían? De la fuerza. Pues bien, hace siglos, Jesús inauguró un gran imperio construido sobre el amor, y aun hoy millones de hombres quieren morir por Él”.
Estos días nos cortan el suministro de gas Rusia y Ucrania y… Europa se muere de frío con todas sus “riquezas”. ¿Dependemos de unas personas que ellas necesitan calor para vivir y vamos a negar probablemente depender del Ser necesario −exento de toda contingencia− que nos da y mantiene en el ser por su amor siempre benevolente? Hasta el término probablemente manifiesta la ausencia de seguridad de conseguir hacer proselitismo como pretenden. La misma existencia de los que dirigen y pagan la campaña es fruto del amor que Dios les tiene. Marcel Marceau, el gran artista del mimo, había concluido su espectáculo entre interminables ovaciones de un público entusiasmado. Ya instalado en el camerino, sudoroso y fatigado, se dedicaba a ir eliminando hasta el último resto del maquillaje que le cubría el rostro. Fuera, ante la puerta, guardaban cola una serie de admiradores y varios periodistas, a la espera de poder conversar un poco con el famoso personaje. Y de pronto, vieron a una viejecita, que salía de no se sabe dónde, avanzando lentamente con la ayuda de un bastón. Abrió la puerta del camerino sin preocuparse de llamar y sin pensar un instante en todos los que aguardaban su oportunidad de pasar, y penetró en el interior. Refiere uno de los periodistas, que lo presenció desde fuera, que la anciana llegó hasta el artista y se limitó a decir: “Gracias, Marcel, por existir”. Y declarado eso, dio media vuelta y abandonó el camerino con la misma parsimonia con la que había aparecido. Aquellas palabras de la anciana coincidían con la conocida definición de amor del filósofo Joseph Pieper: “Amar es exclamar continuamente ante el ser amado: ¡Qué bueno que existas!”
La gente está pendiente del cielo, del tiempo, ya sea para ir al campo, el fruto de una posible buena cosecha, la venta de paraguas o de zapatos. Pero sobre todo porque el agua es vida, vida fecunda que en el cielo espera en forma de nubes y del cielo baja. Que cae copiosa o silenciosa y lenta, como sin prisas, en copos de blanca nieve que pronto empapa la tierra, o espera paciente en las cumbres serranas. Agua que, en estrepitosa o mansa lluvia de una noche sin luna, riega la tierra mientras sus gentes duermen. Rocío que en forma de perlas adorna los campos, como collares de mujer, dando su perfume al alba y fragancia invisible de fecundidad callada. El agua es vida, vida abundante, vida fecunda que del cielo baja y por la tierra camina. Por ella, los verdes campos ofrecen su blancura en la azucena, carmesí en la amapola y amarillo en la genista. El agua siendo única ella y siempre la misma, se hace infinita en las infinitas formas de vida, colores y aromas que alumbra. Variedad de vidas, fecundidad de todas merced al único rocío que lo es todo en todas. Dios es Señor y Dador de todo tipo de vida pero hay seres inteligentes −los hombres− que se empeñan en “crear un dios” llamado “es probable que no exista Dios”.
Los pueblos, sus hombres, sus gentes, y todo el humano linaje necesitan −lo sepan o no−, tanto más de Dios que los campos del agua y del sol. Pero, con todo y con eso,… ¡es tan bueno saberlo! ¡Es tan gozoso verlo! ¡Y tan posible no verlo! Quien no vea al contemplar el reloj de su pueblo al relojero que lo construyó, no verá tampoco la realidad de fe de quienes, en su día, con tiempo y esfuerzo se alzó la iglesia que lo porta. El hombre no puede dejar de ser religioso, como no puede abandonar la sombra al árbol que soleado la produce. Negar a Dios es negar al hombre. Sería como arrancar el árbol para anular la sombra. Y si no es posible apagar el sol, menos aún desarraigar el árbol que Dios plantó en el corazón humano. El hombre de hoy siente, más que en otros tiempos, sed de Dios. Tiene sed de verdad, de amor, de belleza.
Ansía saber de verdad la Verdad. Necesita del Amor para amar, sentirse amado y despertar amor. Le urge el deseo de contemplar la Belleza infinita al ver tanta hermosura aquí, reflejo del Creador. El hombre de hoy está, con frecuencia, ayuno de estas cualidades del Ser. Escéptico ante la Verdad, se ve desganado para el Bien y ciego para la Belleza. Por eso, hoy más que nunca, el hombre necesita saber la verdad de que Dios le ama con ternura infinita. Por eso, hoy más que nunca, el hombre necesita reír feliz abrazado a la esperanza del Cielo. Por eso, hoy más que nunca, el hombre enjuga sus lágrimas ante la fascinación de quien es todo Belleza. Decía en cierta ocasión el músico Haydn (1732 1809), a propósito de su obra: “Cuando pienso en Dios, mis notas surgen copiosas como el agua de una fuente; si Dios ha querido darme un corazón alegre, me perdonará que le sirva alegremente”. Al contrario, es así como Dios desea que se le sirva.
Había en la puerta de un de un templo parroquial varios carteles. El primer cartel mostraba a un niño gordito, de esos que anuncian alimentos para bebés, y debajo habían escrito: “Demasiado joven para amar a Dios”. El segundo presentaba a una pareja de “palomos” recién casados dándose un besito; el correspondiente letrero avisaba: “Demasiado felices para amar a Dios”. Le seguía un ejecutivo con cara de desarrollar una tarea febril: “Demasiado ocupado para amar a Dios”. A continuación, un ricachón gordo, con los dedos de las manos llenos de relucientes anillos de oro y pedrería, un habano en la boca, en el momento de descender de un cochazo de lujo: “Demasiado seguro de sí mismo para amar a Dios”. Y el último de la serie mostraba una sepultura con este cartel: “Demasiado tarde para amar a Dios”.