Jaime Nubiola
El Papa Francisco ha dado en la diana desde mucho antes de que Thomas Piketty publicara su libro ‘Capital in the Twenty-First Century’
Al entrar en The Coop −la conocida cooperativa de Harvard que desde 1882 vende a los estudiantes libros baratos y a los visitantes carísimas camisetas, tazas y abalorios de todo tipo− llamó mi atención la montaña de ejemplares del libro de Thomas Piketty Capital in the Twenty-First Century −del que tanto se ha hablado en los últimos meses− a la venta por solo 28 dólares. Estaba flanqueada por un rimero de ejemplares del otro éxito de la temporada, Hard Choices de Hillary Clinton.
Como es conocido, Piketty viene a decir que Marx tenía razón −al menos en parte− en su análisis del capitalismo: cada vez los ricos son más ricos y, como su enriquecimiento es superior al crecimiento general de la economía, la desigualdad entre ricos y pobres crece progresivamente. Esto no es solo algo que afecte a los Estados Unidos o a los países del llamado tercer mundo, sino que viene de antiguo y afecta a todos los países. Algunos recordarán, por ejemplo, el informe de mayo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que decía que España había sido el país con un mayor aumento de la desigualdad de los ingresos en los tres primeros años de la crisis. Me parece que muchos hemos podido comprobar esto personalmente en nuestra retribución en estos años.
Aunque algunos expertos han discutido cuestiones de detalle del libro de Piketty −que es un libro de 700 páginas, con abundantes datos, modelos matemáticos y cuidadosos análisis− su tesis central parece indudable. Como escribía el premio Nobel Joseph E. Stiglitz en el New York Times el pasado 27 de junio:“La desigualdad no es inevitable”. El libro de Piketty proporciona el contexto adecuado para comprender la ampliación de la desigualdad a lo largo del tiempo. El problema de la desigualdad −venía a explicar− no es una cuestión económica técnica, no responde a una inexorable ley económica, sino a un problema de política práctica: responde a las leyes que nuestros políticos han escrito. A juicio de Stiglitz, la causa del incremento de la desigualdad reside en la habilidad de los ricos para establecer unas reglas de juego que aseguren su ventaja, esto es, que les permitan incrementar sus beneficios por encima del crecimiento económico general. Y esto lo logran a través de la política y de los políticos.
Lo repito. Esto no solo afecta a los Estados Unidos, sino que sucede algo semejante en nuestro país y en tantos otros, quizá con unas dimensiones más modestas. El enriquecimiento abusivo y corrupto de muchos políticos y sindicalistas a todos los niveles es un síntoma de esto mismo. La diferencia entre los salarios más altos y los más bajos se ha ensanchado escandalosamente. Basta ver los sueldos de los banqueros o delos futbolistas de élite y compararlos con los de sus iguales de hace dos o tres décadas para comprender la magnitud y hondura del problema de la desigualdad que a tantos nos parece injusta. No voy a dar nombres, pues −como suele decirse y en este caso es verdad− están en la mente de todos.
En Chile denominan “la brecha” a la desigualdad social. Como allí apenas hay clase media, todos se dan cuenta de que el ensanchamiento de la brecha es un potencial de violencia que amenaza a la convivencia social. En España, como la clase media es más amplia, se diluye un tanto el antagonismo entre los pocos ricos y los muchos pobres. Además tendemos a pensar −desconozco por qué causa− que esa notoria desigualdad es inevitable: se trata −dicen algunos− de la lógica del capitalismo que consagra el egoísmo personal como un elemento favorable para el conjunto de la sociedad. “Greed is good” repiten con Gekko de Wall Street bastantes de mis alumnos de primero del nuevo grado Economics, Leadership and Governance. Confiemos que a lo largo de los cinco años de la carrera aprendan a ver las cosas de una manera más justa.
¿Y qué podemos hacer los intelectuales ante esta situación? Lo primero, denunciar con claridad la injusticia e insistir en que esa grave desigualdad no es necesaria, sino que es evitable. Es lo que viene haciendo el Papa Francisco una y otra vez desde el inicio de su pontificado. Lo segundo es enseñarlo así a nuestros lectores, a quienes nos escuchan, pues quizá piensen como algunos de mis alumnos que el egoísmo individual beneficia a la sociedad mientras que es realmente la fuerza más destructora de la paz y la convivencia humana. Lo tercero es aprender a acoger de corazón a los necesitados, a los indigentes, a los mendigos. Muchas veces no podremos hacer otra cosa que acogerlos como personas y tratarlos con respeto y amabilidad; otras, podremos darles unas monedas o invitarles a comer algo. Lo que no podemos hacer es mirar hacia otro lado.
El Papa Francisco ha dado en la diana desde mucho antes de que Piketty publicara su libro. Decir lo obvio a estas alturas es subversivo, pero hay que decirlo una y otra vez con palabras claras y, si es posible, amables. La desigualdad excesiva que atraviesa nuestra sociedad es injusta y, además, es evitable. Y está en las manos de nuestros políticos y, en última instancia, en las nuestras cambiar radicalmente la situación. Es precisa una completa regeneración moral.