7/30/14

La escuela del dolor

Jutta Burgraff 


Una experiencia dolorosa es terrible sólo si permanecemos en la superficie

Siendo todavía estudiante, encontré sobre la mesa en la biblioteca de la Universidad, un pequeño libro, algo anticuado y cubierto de polvo. Recuerdo perfectamente que ello ocurrió un día que me parecía especialmente sombrío: no sé bien si me dolía la cabeza, no había dormido bien o tenía algún problema. En todo caso, no me encontraba de humor para empezar a estudiar, de manera que comencé a hojear el libro y comprobé que se trataba de una serie de ensayos escritos por una mujer paralítica.

Muy pronto, quedé de tal manera fascinada por la lectura, que lo acabé de leer de una sola vez. Una vez que hube terminado, veía el mundo que me rodeaba de otra forma. Observé los rayos de sol que entraban por la ventana, me alegré por el pequeño trocito azul de cielo que podía ver y me sentí agradecida de poder mover mis brazos y piernas y de poder respirar, muy agradecida de estar viva. Espontáneamente miré a mi alrededor y la euforia que me embargaba se vio disminuida al ver la expresión seria de la mayoría de los estudiantes que se encontraban en la biblioteca. Entonces, sentí el deseo de reflexionar más sobre lo que había leído y, sobre todo, de conversar sobre ello con mis amigos…

Desde entonces, no he olvidado nunca aquel libro, en que aquella mujer, con serenidad y alegría, contaba acerca de su vida, vida que aceptaba “malgré tout, pese a las pruebas y dolores, a las privaciones y decepciones que había sufrido”, y, sin duda, amaba mucho más al mundo que otras personas, que nuestra sociedad considera como sanos y dinámicos. Su mensaje era muy sencillo: “Quien dice sí a la vida, debe decir también sí al dolor”. Hacía ver que el sufrimiento es parte de la vida, no sólo de una paralítica, sino de cada persona; que el dolor está presente, de una u otra forma, incluso entre quienes son más felices y exitosos.

El dolor es una realidad de la vida humana

Sin duda, no hay nadie que no haya experimentado alguna vez la soledad, el fracaso o la desilusión. Todos nos sentimos, a veces, aniquilados e incluso sabemos que somos objeto de burla, de desprecio o de dura crítica por parte de otras personas. ¿Cuántos conflictos se originan solamente debido a dificultades de comunicación, a problemas de entendimiento? No es necesario ser un extranjero en un país lejano, para darse cuenta lo difícil que es encontrar a personas que nos entiendan y que nosotros entendemos. Incluso, quienes viven en la felicidad más extrema, poseen riquezas y gozan de salud, también sufren. Sin embargo, del dolor ajeno se percatan sólo aquellos que poseen una cierta sensibilidad, que han desarrollado una cierta interioridad y son, por lo tanto, capaces de percibir las necesidades de sus semejantes.

Podemos suponer que, en el transcurso de su vida, cada uno de nosotros se ha visto, muchas veces y de maneras muy diversas, confrontado con el dolor. Si sabemos sobrellevarlo, él nos puede servir de impulso y estímulo. Pero, si ello no ocurre, el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad. ¡Pero no pueden huir del sufrimiento! Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, a que rechace la amistad, a que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Para ello, con frecuencia es necesaria la ayuda de un psicoterapeuta.

No se puede esquivar el dolor, no se le puede ignorar, pues forma parte de la vida. Si se intenta ignorarlo, se deja de lado la vida misma, porque el dolor es esencial al vivir humano. Pienso que, incluso falta una de las condiciones de la verdadera amistad, porque entonces no se presenta un yo verdadero a la relación amistosa con otras personas. Entonces, somos protagonistas de una función de teatro, ofrecida tanto para nosotros mismos, como para los demás.

En aquel día ya lejano en que leí los ensayos de la mujer paralítica, comprendí repentinamente que quien no ha sufrido, tampoco ha vivido. Quien reprime el dolor o huye de él, pierde la oportunidad de conocer la vida verdadera −la riqueza de la vida interior− con su profundidad insondable y con sus alturas luminosas. Algunas veces, cae en la superficialidad, en la cobardía o incluso en el vacío. Quien reprime el dolor, no es realista ni tampoco una persona de la cual se pueda decir que sabe vivir. Comprendí las palabras de un disidente famoso: “¡Bendita prisión que me hace reflexionar, que me hace hombre!” (Solschenizyn).

Una vida bien vivida es algo que se decide no tanto en los momentos felices, sino más bien en las horas difíciles; no sólo en los días de fiesta, sino también en lo cotidiano, en lo ordinario, en lo corriente. Quien no es capaz, ni está dispuesto a aceptar el dolor, tampoco es capaz de aprender. Entonces, no puede ser formado en la “escuela del dolor”, no puede ganar en profundidad interior, no puede encontrar la paz, como lo ha logrado la autora del libro −de personalidad fascinante− que he citado al comienzo.

Sufrimiento inútil

¿Debemos entonces glorificar y ensalzar el sufrimiento? ¡De ninguna manera! En algunas ocasiones, en que se “festeja la nobleza del dolor”, me parece que en realidad, no se ha llegado a comprender ni la indigencia humana, ni el verdadero desafío que significa una situación dolorosa. En el pasado, se amonestaba a las mujeres para que sufrieran todas las injusticias de sus maridos con paciencia y sin decir una palabra. “Ellas deben ser dulces, amables y útiles”, señalaban ciertos autores. Tocar, para su marido, música “suave y apacible”, “sonreírle alegremente”, “rodearle tal como una ola suave y armoniosa” y, “con graciosos movimientos de sus manos, limpiar el polvo de su frente”. Knigge aconseja a las mujeres sólo acercarse a sus maridos con sumisa deferencia, estudiar su carácter, obedecer inmediatamente sus órdenes y, a sus palabras fuertes, dar a lo más, una respuesta suave. Sólo así, cumplen con su obligación de ser joya y adorno para su marido. Frente a tales desatinos, cabe preguntarse ¿cuánto sufrimiento inútil y sin sentido debieron soportar nuestras bisabuelas?

Evidentemente, esto no significa que el sufrimiento inútil sea específico del sexo femenino. Hay una cantidad enorme de “dolor mistificado”, totalmente independiente del sexo y existe también “dolor masculino innecesario”, por ejemplo, cuando, en nuestra cultura, se obliga a los jóvenes a no mostrar sus sentimientos: “Un hombre no siente dolor”, “los hombres no lloran”... De allí surgen, tanto para los afectados, como para quienes los rodean una serie de complicaciones.

Si un dolor puede ser evitado, pienso que es una obligación moral, evitarlo con todas las fuerzas. Una mentalidad que busca el sacrificio y el dolor no sólo no es nada simpática, sino que puede llegar a ser extremadamente egocéntrica y enferma. Todo sufrimiento es una exhortación a la persona en particular y a sus semejantes, para enfrentarlo con valor y, si es posible, a superarlo.

No obstante, aunque nos esforcemos mucho, existe el dolor que no es posible reparar con los medios de la psicología. Algunas enfermedades avanzan pese a las operaciones y a la quimioterapia, son los llamados “golpes del destino”. Tarde o temprano, todos tenemos que llorar la pérdida de seres queridos y, finalmente, a cada uno de nosotros nos espera la propia muerte, que quizás es todavía más cruel, cuanto más se la trate de encerrar en el anonimato de algunas clínicas. Es extraño: todos marchamos irremediable y certeramente hacia nuestro final y no queremos aceptarlo.

La rebelión del hombre

¿Cómo podemos valorar nuestra situación? Las humillaciones, la soledad, las enfermedades penosas, el abandono por parte de nuestros parientes y amigos queridos, la pérdida del trabajo. A primera vista, parece algo absolutamente absurdo y que carece totalmente de sentido. La naturaleza humana se rebela espontáneamente contra el dolor y rechaza el sufrimiento en cada una de sus formas. En un primer momento, nadie está dispuesto a escuchar argumentos que demuestren lo contrario. Goethe lo expresó en un lenguaje clásico en su Obra El sufrimiento del joven Werther: “El cáliz del Dios del Cielo era muy agrio para sus labios de hombre, ¿por qué he de aparentar que me sabe dulce?... No es esta una voz que viene de muy hondo de la criatura que se ve entregada a sí misma de una manera irresistible y, desde lo más profundo de si, clama: ‘¡Mi Dios, mi Dios, ¿por qué me has abandonado?’ ¿Por qué me tendría que avergonzar yo...?” Incluso el escritor anglicano C.S. Lewis, conocido en todo el mundo por sus obras de literatura cristiana, expresa el dolor por la muerte de su esposa: “Pero no vengan a hablarme de los consuelos de la religión, de lo contrario, empezaré a sospechar que no entienden nada en absoluto”. También la gran Teresa de Ávila riñe con su Maestro y Señor Jesucristo, cuando Él permite que se estropee su carro. El diálogo es muy conocido: “Señor, ¿por qué no me ayudaste?” se queja la Santa. “Para probarte en el sufrimiento, Teresa. Esto lo hago con todos mis amigos”, le contesta Dios. A lo que la Santa respondió de inmediato: “¡Por eso tienes tan pocos amigos!”.

Es consolador que personas ejemplares −y razonables− protesten contra el sufrimiento. Pienso que con ello nos dan testimonio de su honestidad, al mostrársenos como son, en su imperfección, en su desamparo y con sus debilidades. En eso consiste precisamente la llamada que nos hacen: no tenemos que jugar a hacernos los héroes. Por el contrario, podemos llorar y enfurecernos, discutir y gritar −como era costumbre en el teatro griego cuando los protagonistas sufrían algún descalabro.

Ellos no han intentado lograr un férreo dominio de sí mismos, ni tampoco ser de una ironía insensible; por el contrario, se han quejado en voz alta y han declarado abiertamente: “no puedo más”. Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no deben romperse la cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben “tomar un baño y dormir”. En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor. Necesitamos tiempo, y seguir los impulsos de nuestra naturaleza humana nos puede ayudar mucho. Sólo una persona de alma muy pequeña puede escandalizarse de ello.

La ayuda de los otros

Llegados a este punto, nos preguntamos cómo ayudar a otra persona que sufre, cuando nosotros mismos no sufrimos por esa misma causa. Es esta una cuestión importante y sobre ella debemos meditar seriamente, pues muchas veces, debido a nuestra inseguridad, podemos ser crueles sin querer. En una ocasión, un hombre, cuya mujer había quedado ciega a causa de un accidente, me confesó: “Desde aquel día, nadie nos invita, pues para todos nuestros conocidos, somos motivo de perplejidad y confusión”. ¿Qué podemos hacer para ayudar de verdad a quien sufre?

Sobre todo, me parece que a quien sufre, no debemos agobiarle con buenos consejos, con la exposición de conocimientos penetrantes, advertencias o sermones; ni tampoco con consuelos triviales, tales como “no es tan terrible”, “hay cosas peores”. La experiencia del dolor sí es algo “terrible”. Pienso que un sentimiento compartido ayuda más que cualquier argumento. La mejor manera de ayudar a una persona que sufre es aceptar sus sentimientos, escuchar lo que nos quiere contar y sobrellevar con ella el dolor lo mejor que pueda.

Un ejemplo muy claro nos lo ofrece el Libro de Job. Al comienzo de este libro veterotestamentario, se cuenta que los amigos de Job, al escuchar de su desgracia, comenzaron a llorar en voz alta, rompieron su vestidura y cubrieron de ceniza sus cabezas. Entonces, se sentaron junto a Job durante siete días y siete noches, sin decir una sola palabra. Sus amigos no quieren cambiar, ni corregir los sentimientos de Job; sólo desean aceptar, hacer suyos y sufrir como propios la preocupación, el miedo, la duda y la ira de su amigo. Por ello se ponen en el lugar del amigo que sufre, penetran en su interioridad y desarrollan una íntima afinidad con él. Para comprender al amigo, necesitan estar con él, con tranquilidad y en actitud atenta, durante “siete días y siete noches”.

Guardini señala que comprensión significa “ver, escuchar, sentir cómo, detrás de un sentimiento que se muestra, detrás de un pensamiento que se expresa, hay mucho más que permanece oculto y cuando lo que ha estado oculto es finalmente conocido, puede ser que detrás de ello exista todavía más”. Ese “meterse” en el otro, compenetrarse con él, es denominado algunas veces compasión, precisamente cuando se refiere a una persona que está sufriendo. Sin embargo, si se mira un poco más allá, descubrimos que cada uno de nosotros es un sujeto sufriente; cada uno tiene que sufrir sus propios límites y fallos, los altibajos de la vida, las peculiaridades de las personas queridas. Cuanto más conocemos a una persona, tanto más sabemos de las dificultades que ella debe soportar. Y estamos dispuestos a sobrellevarlas con ella. La compasión es “la única puerta a través de la cual se puede penetrar en la interioridad de otro ser humano” y la única mediante la que se puede compartir su destino.

Me parece importante distinguir claramente esta actitud de otras, externamente parecidas, pues compasión no es sentimentalismo. Una persona sentimental se deja dominar por los sentimientos, sin que ello sea ocasión para ayudar efectivamente, por lo que, en realidad, sólo gira en torno a sí misma. Por el contrario, el hombre compasivo ordena racionalmente los impulsos de sus sentimientos, de acuerdo a las necesidades que ha reconocido en el otro, para bien del otro. “Al ver la sangre y las heridas, el quejumbroso caerá desmayado; el compasivo, se inclinará sobre el enfermo y lo cuidará”. Frente a una persona que sufre, no sólo es necesaria delicadeza y comprensión, sino también energía y resolución. “El único consuelo verdadero son las obras”. ¿Pero qué obras se espera de nosotros en tal situación? Aparte, por supuesto de los servicios materiales, que deben ser siempre lo primero que se preste.

Llegados a este punto, pienso que tenemos que recurrir a nuestro ingenio, a nuestra habilidad para enfrentar situaciones nuevas. Imaginemos que nuestro hermano ha sufrido una gran desgracia: su mujer ha muerto. Supongamos que hemos sufrido y llorado con él, escuchado sus lamentos y también nos hemos lamentado nosotros; hemos recordado juntos y nos hemos preocupado de que, pese a todo, él duerma y coma. Llegará un momento en que él no pueda llorar más. Esto no es una falta de lealtad hacia la difunta, sino una señal de que él está vivo. Un determinado estado psíquico −por intenso que sea− no puede ni debe convertirse en permanente. A este estado, sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, no podemos “momificar” a los muertos. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza; entonces, la relación hacia la persona fallecida no puede considerarse como una relación sana. Algunos se niegan a cambiar los muebles de la habitación de la persona muerta. O bien no desean escuchar una determinada melodía, porque no le gustaba al difunto. Frente a esa situación, dice Lewis acertadamente: “Es muy bueno cumplir lo prometido, tanto a los muertos como a los vivos. Pero empiezo a comprender que el ‘respeto por los deseos de los muertos’ puede ser una trampa”. El respeto de que se habla puede convertirse en una tiranía y detrás de la supuesta voluntad de la persona fallecida, muchas veces se oculta la propia voluntad. En realidad, existe el gran peligro de cohibir a los demás con frases como “El difunto así lo deseaba”. Lo importante no es aquello que una persona, hace diez, veinte o cuarenta años habría deseado, sino lo que desearía ahora. Si somos cristianos y creemos que la persona que ha muerto, está con Dios, pensamos que ella querrá lo que Dios quiere: que sigamos viviendo y que seamos felices. Aquí llegamos a una cuestión decisiva: considerar qué viene después de la muerte, cuál es el sentido de la muerte, de la separación y del sufrimiento. Me parece que es posible −y necesario− conversar sobre ello seriamente. “Quien tiene un porqué en la vida, puede sobrellevar casi cualquier cómo”, señala el psicoterapeuta austríaco Viktor Frankl. Por el contrario, quien considera que su vida no tiene sentido, no podrá escapar de la desesperación.

El dolor como “Educador”

La paralítica autora del libro que tanto me conmovió, hace ver que el dolor “no ennoblece al ser humano”, como algunas veces se dice, pues el sufrimiento no hace a nadie mejor de lo que es. Incluso, podría parecer que a algunos los hace peores. En realidad, el dolor manifiesta, “ilumina” lo que alguien lleva dentro de sí. Nos quita cualquier máscara que nos hayamos puesto y hace ver cuáles son los motivos más profundos, las convicciones que inspiran nuestros actos. Quien sufre, muestra a los demás cuál es su riqueza interior o cuál su miseria. “Cuando no poseemos más que nuestra alma, es muy fácil distinguir la nobleza del cinismo”. Es por esto por lo que el dolor parece “empequeñecer” aún más a los hombres interiormente pequeños y “engrandecer” a quienes son interiormente grandes. Sin embargo, el dolor por sí solo no produce nada, sino que es, en cierta forma, un “termómetro de la calidad humana” de quien sufre.

Hasta aquí nuestra autora. Por un lado, coincido plenamente con ella también hoy en día. Hasta que nos enfrentemos a una cuestión de vida o muerte, ninguno de nosotros sabe cuán firme es su fe, su esperanza y su caridad. Cuando nuestra existencia misma está en peligro, cuando pasa una gran desgracia (y, por ejemplo, una persona querida se muere) no me parece ni siquiera que debamos reaccionar soberanamente, en un primer momento. En tal circunstancia, si las disposiciones interiores son firmes, no se desmoronarán; pueden sí, permanecer ocultas bajo las lágrimas, la rabia o la desesperación, durante algún tiempo. Tarde o temprano, se ve si una persona que sufre tiene o no un fundamento interior, si posee firmes convicciones que le proporcionen nueva fuerza y ánimo para vivir que, por así decirlo, lo “levanten”. De ninguna manera, podemos juzgar a los demás. Una persona que sufre merece siempre compasión y respeto. Dante, quien demostró una gran sensibilidad frente a la grandeza de cada ser humano, escribe en La Divina Comedia: cuando éste marchaba por el infierno, encontró allí a su antiguo maestro Brunetto Latini, se inclinó ante él, ante el maldito, pues le debía mucho. Latini le había enseñado a aspirar a la gloria. Sólo Dios podía juzgarlo y castigar sus pecados.

Hasta aquí he estado siempre de acuerdo con la autora citada. Sin embargo, personalmente he tenido experiencias diversas a las que ella relata. ¿Qué sabe del dolor quien nunca ha sufrido? ¿Cómo puede comprender y consolar quien no ha sido nunca dominado por la tristeza? He conocido personas que, después de sufrir un gran dolor se han vuelto comprensivos, cordiales y acogedores. Muchas veces, su actitud frente a sus semejantes ha variado radicalmente. Se han vuelto sensibles frente al dolor ajeno y han desarrollado una gran solidaridad. Por ello, pienso que el sufrimiento es verdaderamente un “educador”, a quien todos queremos evitar y cuyo valor apreciamos después de años o de décadas.

Hace poco, leí en el diario la triste noticia del suicidio de unos escolares debido a que habían obtenido malas notas. Y no porque sus padres fueran muy exigentes, sino porque su nivel de tolerancia frente a la frustración era muy bajo. Simplemente no estaban acostumbrados a aceptar la crítica. Frente a este caso, un psicólogo opinó acertadamente: no se puede encerrar a los hijos en una torre de marfil, para protegerlos de la dureza de la vida. No obstante, no pueden ser únicamente adulados, pues entonces se vuelven incapaces de sobrevivir.

Aunque aparentemente es una paradoja, tan sólo una educación que no oculte el sufrimiento, es la única que educa seres capaces de superar el dolor. Recuerdo la historia de una palmera que creció en un oasis. Era muy pequeña, pero la más bonita de todas las palmeras que había a su alrededor. Un cierto día, llegó un hombre malvado que, al pasar junto a la palmera pensó cómo podía dañarla. “La aplastaré”, se dijo y colocando una roca muy pesada en sus ramas, siguió su camino. A la palmera le fue imposible quitarse el peso de encima. De manera que estiró sus raíces, alcanzando una veta de agua subterránea. Después de algunos años, cuando el hombre malvado regresó al oasis, la palmera era mucho más bonita que antes. Gracias al peso que había debido soportar, se había convertido en un árbol alto y hermoso.

Sin embargo, estoy convencida de que el dolor en sí no es algo bueno. No es un alimento, sino un veneno. Pero ese veneno puede ser convertido, si queremos, en una medicina. Si aceptamos el desafío que representa, el dolor puede fortalecernos y curarnos −por lo menos interiormente.

Ninguna experiencia de la vida es en vano. Siempre podemos aprender algo. También cuando nos desviamos del camino, cuando nos perdemos en el desierto o en una selva, nos sorprende una tempestad o debemos soportar el calor o el frío. Siempre podemos aprender algo que nos ayude a comprender mejor al mundo, a los demás y a nosotros mismos. Gertrud von Le Fort dice que no sólo el claro día, sino también la noche oscura tiene sus milagros. “Hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación”.

Proceso de maduración

Si decimos conscientemente sí a la vida y estamos dispuestos a aceptar también sus facetas oscuras, nos encontramos en condiciones de iniciar un proceso de maduración. En primer término, pienso que podemos desarrollar nuestra interioridad. Vivimos muy influenciados por lo externo: la radio y la televisión, anuncios luminosos, teléfonos portátiles e internet captan permanentemente nuestra atención. Y nos mantienen en permanente actividad. A menudo, no nos queda tiempo para estar a solas, con nosotros mismos, para meditar acerca de las impresiones que se agolpan en nuestra mente. Una experiencia dolorosa nos puede obligar a hacer un alto, pues entonces nos distanciamos un poco de los que nos rodean, nos “escondemos” por llamarlo de alguna manera y luego de un tiempo de “no-poder-hacer-nada”, en el cual el menor esfuerzo parece que sobrepasara nuestras escasas energías. Nos vemos confrontados con nosotros mismos y ante el desafío de ordenar nuestra vida de otra manera. Ya no es posible engañarnos, el dolor ha hecho más aguda nuestra percepción de las cosas: lo trivial, lo insubstancial cede paso a lo que es importante, a lo substancial. Un refrán dice: “Cuando has llorado, lo ves todo con otros ojos”; puedes ver todo mejor y distinto.

Cuando nos encontramos frente a frente con la muerte, nos damos cuenta que nuestro paso por el mundo es temporal y precario. Precisamente frente a la temporalidad y precariedad −y a la inminencia de la muerte−, el tiempo en la tierra nos parece más valioso. Muchas cosas se nos hacen incluso más fáciles: nos sentimos libres de convenciones sin sentido. El teólogo holandés Nouwen señala acertadamente: “Tengo la impresión, difícil de describir, de que si tuviéramos más consciencia de la muerte, seríamos seres más libres”. ¿De qué sirve tener un puesto sobresaliente en la sociedad, si después de ochenta, noventa o máximo de cien años, todo habrá terminado? ¿Y después qué?

La experiencia del dolor nos lleva a preguntarnos por la razón última de todas las cosas. Si fuéramos inmortales, si nuestra vida no tuviera fin, si no sufriéramos, tal vez nunca nos plantearíamos el porqué de las cosas. De algún modo, la consideración del propio límite nos conduce a profundizar más. La finitud de la vida humana hace que valoremos mucho más cada día de nuestra vida. “Enséñanos, pues, a contar nuestros días para que lleguemos a tener un corazón sabio”, dice el Salmista.

Es doloroso experimentar la propia impotencia. Cuanto más profundas sean nuestras heridas, con más intensidad buscamos un fundamento permanente. Buscamos refugio y consuelo a nuestro alrededor, sin encontrarlo del todo. Se puede decir que Dios tiene entonces una oportunidad para que lo aceptemos. Alguien ha dicho con razón: “El dolor es como un megáfono que Dios utiliza para despertar a un mundo de sordos”. Anhelamos tener seguridad, alivio y comenzamos a vislumbrar que sólo Dios nos los puede dar.

Si estamos dispuestos a escucharle, nos ayuda a salir adelante de una situación dolorosa y, a partir de ella, a avanzar. El dolor nos obliga a hacer algo que, hasta ese momento, no hubiéramos sido capaces de hacer: dar un paso hacia Dios. Conozco un hombre joven que, debido a una enfermedad incurable, tuvo que dejar su trabajo. Tras el primer shock, se preguntaba: “¿Quién soy ahora, que mis títulos, mi puesto de trabajo y mi prestigio no valen nada? ¿Quién soy ahora, que no puedo rendir más, que no puedo producir más? ¿Qué puedo esperar y qué me espera?” Un amigo le propuso formular esas cuestiones a Dios y él pudo escuchar Su respuesta: “Tú eres amado por ti mismo. Tú tienes tu valor y tu dignidad, que nadie te puede quitar. Tú puedes esperar la bienaventuranza que no tiene fin”. Él comenzó a tomarse en serio su cristianismo y, al cabo de unos años, al momento de su muerte, sus familiares estaban verdaderamente conmovidos por su serena confianza y abandono en Dios. La seguridad última le dio esa tranquilidad y abandono. Una experiencia dolorosa es terrible sólo si permanecemos en la superficie. Sin embargo, precisamente esta situación nos puede obligar a cavar hondo. Y donde quiera que cavemos, en la profundidad −podemos decir de manera plástica− encontramos siempre agua viva. Encontramos a Dios. Él está siempre presente; es, a la vez, muy cercano y muy lejano, como el agua en lo profundo de la tierra que no vemos, pero está allí.

La experiencia de la bondad de Dios

Realicé mi primera práctica profesional −siendo aún estudiante− con jóvenes “difíciles de educar” y con enfermos incurables. Ver tanta miseria humana me afectó bastante y me hizo sentir impotente. Me dirigía todos los días a mi trabajo con un nudo en la garganta. Una señora mayor me aconsejó entonces: “Haz todo lo que puedas, pon lo que esté de tu parte y quédate tranquila. El amor de Dios es siempre mucho más grande de lo que puede llegar a ser nuestro sufrimiento”. Estas palabras me dieron ánimo. En esa misma época, me planteé por vez primera la pregunta: si efectivamente Dios, que es omnipotente, nos ama ¿por qué permite que suframos tanto?

Las respuestas que dan los teólogos a esta pregunta −propia de la teodicea− son más o menos conocidas. Al alejarse, al apartarse del Dios bueno, ha sido el hombre mismo quien ha introducido el mal en el mundo. Desde entonces, el egoísmo, el orgullo, la envidia, la ira y la avaricia dominan el mundo y originan un sufrimiento indescriptible. Dios permite las denominadas “desgracias naturales” −enfermedad, muerte y catástrofes de la naturaleza− para removernos y recordarnos cuál es el sentido último de nuestra vida. Dios quiere hacernos felices para siempre, pero sólo si nosotros también queremos. En las diversas circunstancias de nuestra vida, Dios nos invita −nos exhorta− a decidirnos libremente por Él y prepararnos así para ir a su encuentro.

Esta respuesta despertó en mí nuevas interrogantes. Siempre simpaticé con Guardini, que sobrellevó durante toda su vida esa tensión entre pensamiento y fe. Poco antes de morir, dijo a un amigo: cuando esté ante el Señor, lo primero que le preguntaré es algo cuya respuesta no he encontrado en ningún libro, en ningún dogma, ni el Magisterio eclesiástico: ¿por qué tienen los hombres que sufrir?

La cruz tiene un lugar central en el cristianismo. Con fe la aceptamos, la integramos en nuestra vida y la veneramos; pero continúa siendo un misterio. Un misterio de amor, no de temor. Es el misterio de un Dios que se hace solidario con nuestro sufrimiento y cuyo amor es tan grande que da su vida por nosotros. Desde entonces, el dolor y la muerte no tienen la última palabra en el mundo. Después de la cruz viene la alegría de la Resurrección, una alegría que no tiene fin. Quien posee una confianza tal, es invencible, invulnerable en su interior. ¿Quién lo puede vencer, si esa derrota es el paso previo a su triunfo definitivo?

Dios no nos libera del dolor, pues el dolor tiene un sentido misterioso e insondable. Pero el Señor permanece a nuestro lado y dice a cada uno de nosotros: “¡No temas! Esta noche pasará y luego verás la luz de la mañana de Pascua”.

Y es que los cristianos no amamos la cruz, amamos a Jesucristo, el Crucificado. Si lo miramos a Él, que murió por nosotros, puede ser que nuestro dolor pierda importancia, que lo veamos como algo más bien secundario. Y si profundizamos en el misterio del amor de Dios, puede incluso ocurrir que logremos cumplir la más importante de todas las obligaciones cristianas: ser todo lo felices que podamos.