1/07/15

Carta del Prelado del Opus Dei

Enero de 2015


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Estamos en Navidad y añado con nuestro Padre: los diversos hechos y circunstancias que rodearon el nacimiento del Hijo de Dios acuden a nuestro recuerdo, y la mirada se detiene en la gruta de Belén, en el hogar de Nazaret. María, José, Jesús Niño, ocupan de un modo muy especial el centro de nuestro corazón. ¿Qué nos dice, qué nos enseña la vida a la vez sencilla y admirable de esa Sagrada Familia?.

Estas palabras nos ayudan a situarnos en el clima propio de unas fiestas tan santas. Nos detenemos a contemplar una y otra vez, sin cansarnos, el nacimiento del Señor. Querríamos ahondar más y más en este maravilloso misterio, pero nos quedamos siempre cortos: el amor de Dios por la humanidad, por cada una y cada uno de nosotros, es realmente inabarcable. Por eso, nuestra actitud es de agradecimiento constante al Señor: se ha abajado al nivel de nuestra pobre humanidad, para librarnos de nuestras miserias y elevarnos a la condición de hijos de Dios. En la víspera de la Navidad, leíamos en la oración colecta de la Misa: apresúrate, Señor Jesús, y no tardes, para que tu venida consuele y fortalezca a los que lo esperan todo de tu amor. Y nada más lógico que sintamos que nos responde, a cada uno, como Ananías a Pablo: quid moráris?, ¿qué esperas? Pidamos a la Virgen y a san José que tengamos la urgencia permanente de estar con Cristo, de buscarle.

Hoy, 1 de enero, celebramos la solemnidad de la Madre de Dios, que el Señor nos ha dado como Madre nuestra. Ella es el camino elegido por Dios Padre para que su Hijo unigénito se hiciera hombre, por obra del Espíritu Santo. A María se dirige también nuestra gratitud. Le damos gracias porque con su respuesta en el momento de la Anunciación, y con su presencia fuerte y silenciosa al pie de la Cruz, nos ha abierto la senda de la filiación divina. Con palabras de san Josemaría le manifestamos: ¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —"fiat"— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. —¡Bendita seas!.

He convocado un año mariano en el Opus Dei, para rezar con toda la Iglesia por la próxima Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tratará sobre la vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo. Deseamos, y así lo rogamos fervientemente a Dios, por intercesión de la Virgen, que en todas partes se redescubra el valor insustituible de esta célula fundamental de la sociedad. Si los hogares cristianos reconocen y aceptan el designio de Dios sobre ellos, se podrán remediar los males que afectan a los pueblos y a las naciones.

San Juan Pablo II, en las primeras semanas de su pontificado, recibiendo a un grupo de matrimonios que participaban en cursos de orientación familiar, les dijo: «El futuro de la Iglesia y de la humanidad nace y crece en la familia». Luego repetiría los mismos términos, de una manera u otra, en incontables ocasiones durante su largo y fecundo pontificado. En la exhortación apostólica Familiaris consortio, fruto del Sínodo de los Obispos de 1980, escribió: «En el designio de Dios Creador y Redentor la familia descubre no sólo su "identidad", lo que "es", sino también su "misión", lo que puede y debe "hacer". El cometido que, por vocación de Dios, está llamada a desempeñar en la historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial». Y concluía con una llamada apremiante, que sigue resonando ahora con mayor fuerza: «Familia, ¡"sé" lo que "eres"!».

Todo momento es bueno para elevar esta petición al Cielo, y con más motivo en las fiestas de Navidad, que arrojan una luz diáfana sobre el plan divino para el género humano. Los ángeles anunciaron a los pastores una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor. La humanidad entera se presenta como destinataria de esta buena nueva. San Lucas lo relata escuetamente: vinieron presurosos y encontraron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre. Al principio, Dios creó al varón y a la mujer con igual dignidad, estableciendo la primera familia humana, y les dio el mandato de dominar el universo material y poblar la tierra. Aquí se fundamenta la raíz de la institución familiar. Pero el acontecimiento de Belén va mucho más allá: Dios mismo, en su condescendencia infinita, se ha encarnado en el seno de una familia, mostrando así su voluntad para el desarrollo ordenado de la humanidad. La familia de Belén aparece como modelo de todos los hogares de la tierra.

En la primera de las catequesis sobre este tema, el Papa Francisco comenta que la encarnación del Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal del hombre y de la mujer. Y este inicio sucede en el seno de una familia, en Nazaret. Jesús nació en una familia. Él podía venir espectacularmente, como un guerrero o un emperador... No, no. Viene como un hijo de familia, en una familia. Por eso es importante mirar en el pesebre esta escena tan bella.

El nacimiento de Jesús significa, como refiere la Escritura, la inauguración de la plenitud de los tiempos (cfr. Gal 4, 4), el momento escogido por Dios para manifestar por entero su amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo. Esa voluntad divina se cumple en medio de las circunstancias más normales y ordinarias: una mujer que da a luz, una familia, una casa. La Omnipotencia divina, el esplendor de Dios, pasan a través de lo humano, se unen a lo humano. Desde entonces los cristianos sabemos que, con la gracia del Señor, podemos y debemos santificar todas las realidades limpias de nuestra vida. No hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos.

La unión conyugal fue establecida por Dios desde el momento de la creación del hombre y de la mujer, pero, por desgracia, se descuida ahora en tantos lugares. ¡La familia está tan maltratada! Se quieren presentar como normales situaciones que constituyen un ataque durísimo al designio creador y salvador de Dios. En muchos lugares y ambientes —no solamente por parte del pueblo, sino de las mismas autoridades públicas, mediante leyes y decisiones de gobierno—, se debilita la institución familiar o incluso se intenta convertirla en algo muy distinto. No se percatan —el demonio es muy hábil para cegar las inteligencias— de que, vaciando el concepto de familia, se causa un daño inmenso a la sociedad civil.

El domingo pasado hemos celebrado la fiesta de la Sagrada Familia. Ese día, como todos los años, hemos renovado la consagración de nuestros padres, hermanas y hermanos, a la Sagrada Familia de Nazaret, como nuestro Fundador estableció para esa fecha; y hemos invitado a nuestros parientes y amigos, y a cuantas personas participan en la labor apostólica de la Prelatura, a unirse a nosotros en ese acto. Como siempre, hemos pedido por todos los hogares cristianos de la tierra, para que sean y vivan conforme al divino modelo que se nos ha mostrado en Belén y en Nazaret.

En este año mariano, recemos especialmente por esta intención. Quizá podemos utilizar alguna jaculatoria que nos ayude a tenerla presente. Nuestro Padre rezaba a menudo: Jesús, María y José, que esté siempre con los Tres. Nosotros insistiremos en que todas las familias de la tierra estén siempre bien cobijadas por la Sagrada Familia de Nazaret.

Al tiempo que elevamos al Cielo esta oración, incluyamos también a los gobernantes y a quienes dirigen las instituciones internacionales, a los que incumbe la responsabilidad de velar por la integridad de esta célula fundamental de la sociedad. Dirijámonos a Dios para que se asegure la unidad e indisolubilidad del matrimonio y su apertura a la vida, el derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus creencias, de modo que las leyes civiles no sólo no dificulten el desarrollo armónico de la familia, sino que faciliten el cumplimiento de los objetivos que Dios ha establecido al crearla.

Se precisa un decidido esfuerzo en la nueva evangelización de la sociedad, comenzando por cada hogar. Cada familia cristiana —como hicieron María y José— puede antes que nada acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él; y así mejorar el mundo. Hay que cultivar en la propia casa las virtudes que la liturgia nos recuerda en una de las lecturas de la fiesta de la Sagrada Familia. Por tanto, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga queja contra otro; como el Señor os ha perdonado, hacedlo así también vosotros. Sobre todo, revestíos con la caridad, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo se adueñe de vuestros corazones.

Estas recomendaciones comprometen a todos los miembros: padres, hijos, hermanos y demás parientes. Y aunque el término "familia" se emplea más específicamente para designar el ambiente donde una persona nace y crece, también nos consta que la Iglesia es la familia de Dios en la tierra; y es también familia esta porción viva de la Iglesia que es el Opus Dei. San Josemaría recalcaba que a la Obra puede pertenecer, de un modo u otro, una inmensa variedad de gentes, con sus modos de ser y sus características personalísimas. No lo digo por decir —comentaba en una ocasión— cuando hablo de que la Obra es una familia divina y humana, en la que sucede, como en las familias naturales a las que ha bendecido el Señor con abundancia, que tienen muchos hijos: y hay unos hermanos más altos, otros más bajos, unos más morenos, otros más rubios (...). Y además están a nuestro lado esos parientes a los que queremos tanto: los Cooperadores (...); y luego, tantos amigos y tantos colegas que de alguna manera participan de nuestra familia.

Todos hemos de esforzarnos por hacer amable la convivencia a las personas que con nosotros conviven, o que tenemos cerca por uno u otro motivo. Hagamos espacio en nuestro corazón y en nuestras jornadas al Señor. Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades tuvieron que superar! No era una familia de mentira, no era una familia irreal. La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia, de toda familia.

Supliquemos al Señor, por intercesión de la Virgen y de san José, que en los Centros de la Obra, en las casas de los demás fieles y cooperadores de la Prelatura, de nuestros amigos y parientes, y en todos los hogares cristianos, se refleje el ejemplo de la Sagrada Familia. Contemplar a Jesús, María y José nos ha de impulsar a estar pendientes de los demás, como lo hicieron ellos. Hemos de rezar a diario y ocuparnos de sus necesidades espirituales y materiales, de su descanso, del orden y decoro material de la casa, que ha de ser un espejo del hogar de Nazaret. No consideremos jamás estos deberes como un peso, sino como estupendas ocasiones de servir.

En el seno la familia de Nazaret, Jesucristo fue testigo de tantos detalles de delicadeza, de tantas manifestaciones de cariño. Cuando comenzó la vida pública, le conocían por sus orígenes familiares: ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María?. Qué bueno sería que, al observar nuestro comportamiento de fieles seguidores de Cristo, las gentes pudieran afirmar: se nota que esta persona imita el ejemplo de Jesús, porque custodia el ambiente de su hogar, porque lo lleva consigo a todas partes, porque trata de que los demás participen de esa alegría y de esa paz.

El próximo día 9 es el aniversario del nacimiento de san Josemaría. En Barbastro y en Logroño, nuestro Fundador aprendió tantos detalles propios de la unidad familiar, que luego nos ha transmitido a nosotros. A sus padres va también nuestro reconocimiento, por haber sido dóciles instrumentos de Dios para la formación humana y sobrenatural de san Josemaría.

Unámonos a las intenciones del Papa, rezando también por los religiosos, las religiosas y las almas consagradas, en este año que les dedica la Iglesia. Y recurramos con gran confianza a la Santísima Virgen en esta plegaria.

Con otras palabras de nuestro Fundador, pidamos que en las familias se continúe siempre el espíritu de los primeros tiempos del cristianismo: pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído.

Hace pocos días, he pasado por Pamplona y he visitado a las enfermas y a los enfermos. Me he reunido también, en el polideportivo de la Universidad, con unas dos mil quinientas personas. He recordado la mirada de san Josemaría al Señor, llena de agradecimiento. Y me pasaba por el alma, por la mente, que, en cualquier lugar donde nos encontremos, nos hallamos en nuestra propia casa, bien unidos para servir a Dios y a todas las almas.

Con todo cariño, os bendice y os pide que persistáis en vuestra oración por mis intenciones vuestro Padre + Javier