El Papa a los miembros del Tribunal Apostólico de la Rota Romana
Queridos Jueces, Oficiales, Abogados y Colaboradores del Tribunal Apostólico de la Rota Romana, os saludo cordialmente, empezando por el Colegio de Prelados Auditores con su Decano, Mons. Pio Vito Pinto, al que agradezco las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro. Os deseo todo bien para el Año judicial que hoy inauguramos. En esta ocasión quisiera reflexionar sobre el contexto humano y cultural en el que se forma la intención matrimonial.
La crisis de valores en la sociedad no es ciertamente un fenómeno reciente. El beato Pablo VI, hace ya cuarenta años, precisamente dirigiéndose a la Rota Romana, estigmatizaba las enfermedades del hombre moderno a veces herido por un relativismo sistemático, que lo pliega a las decisiones más fáciles de la situación, de la demagogia, de la moda, de la pasión, del hedonismo, del egoísmo, de modo que exteriormente intenta impugnar la “majestad de la ley”, e interiormente, casi sin darse cuenta, sustituye el imperio de la conciencia moral por el capricho de la conciencia psicológica (Alocución, 31-I-1974). El abandono de una perspectiva de fe lleva inexorablemente a un falso conocimiento del matrimonio, que tiene consecuencias en la madurez de la voluntad nupcial.
Ciertamente el Señor, en su bondad, concede a la Iglesia alegrarse de tantas y tantas familias que, apoyadas y alimentadas por una fe sincera, realizan −con la fatiga y la alegría de la vida ordinaria− los bienes del matrimonio, asumidos con sinceridad en el momento de la boda y perseguidos con fidelidad y constancia. Pero la Iglesia conoce también el sufrimiento de muchos núcleos familiares que se disgregan, dejando detrás de sí escombros de relaciones afectivas, de proyectos, de expectativas comunes. El juez está llamado a realizar su análisis judicial cuando haya duda sobre la validez del matrimonio, para averiguar si hay un vicio en el origen del consentimiento, sea directamente por defecto de intención válida, sea por grave déficit en la comprensión del mismo matrimonio que determine la voluntad (cfr. c. 1099). La crisis del matrimonio es, no raramente en su raíz, crisis del conocimiento iluminado por la fe, es decir, de la adhesión a Dios y a su designio de amor realizado en Jesucristo.
La experiencia pastoral nos enseña que hay hoy un gran número de fieles en situación irregular, sobre cuya historia ha tenido un fuerte influjo la difundida mentalidad mundana. Existe una especie de mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia (Evangelii gaudium, 93), y que lleva a perseguir, en vez de la gloria del Señor, el bienestar personal.
Uno de los frutos de dicha actitud es una fe encerrada en el subjetivismo, donde interesa únicamente una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que sí considera que pueden confortar e iluminar, pero donde el sujeto en definitiva permanece encerrado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos (ibid., 94). Es evidente que, para quien se pliega a esta postura, la fe queda privada de su valor orientativo y normativo, dejando campo abierto a los compromisos con su propio egoísmo y con las presiones de la mentalidad actual, convertida en dominante a través de los medios de comunicación.
Por eso, el juez, al ponderar la validez del consentimiento, debe tener en cuenta el contexto de valores y de fe −o su carencia o ausencia− en el que se formó la intención matrimonial. El no conocimiento de los contenidos de la fe podría llevar a lo que el Código llama error que determina la voluntad (cfr. c. 1099). Esta eventualidad ya no puede considerarse excepcional como en el pasado, dada la frecuente prevalencia del pensamiento mundano sobre el magisterio de la Iglesia. Dicho error no amenaza solo la estabilidad del matrimonio, su exclusividad y fecundidad, sino también la ordenación del matrimonio al bien del otro, el amor conyugal como «principio vital» del consentimiento, la recíproca entrega para constituir el consorcio de toda la vida. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier modo y modificarse según la sensibilidad de cada uno (Evangelii gaudium, 66), empujando a los novios a la reserva mental sobre la permanencia de la unión, o su exclusividad, que caerían cuando la persona amada ya no realizase sus expectativas de bienestar afectivo.
Por eso quisiera exhortaros a un mayor y apasionado compromiso en vuestro ministerio, puesto como tutela de la unidad de la jurisprudencia en la Iglesia. ¡Cuánto trabajo pastoral por el bien de tantas parejas y de tantos hijos, a menudo víctimas de estos casos! También aquí hace falta una conversión pastoral de las estructuras eclesiásticas (cfr. ibid., 27), para ofrecer el opus iustitiae a cuantos se dirigen a la Iglesia para aclarar su situación conyugal.
Esta es vuestra difícil misión, como la de todos los Jueces en las diócesis: no encerrar la salvación de las personas en las constricciones de legalismo. La función del derecho se orienta a la salus animarum a condición de que, evitando sofismas alejados de la carne viva de las personas con dificultades, ayude a establecer la verdad en el momento del consentimiento: o sea, si fue fiel a Cristo o a la mentirosa mentalidad mundana. A este propósito, el beato Pablo VI afirmaba: Si la Iglesia es un designio divino −Ecclesia de Trinitate− sus instituciones, aunque perfectibles, deben ser establecidas al fin de comunicar la gracia divina y favorecer, según los dones y la misión de cada uno, el bien de los fieles, fin esencial de la Iglesia. Dicho fin social, la salvación de las almas, la salus animarum, es el fin supremo de las instituciones, del derecho, de las leyes (Discurso en el II Congreso Internacional de Derecho Canónico, 17-IX-1973).
Es útil recordar lo que prescribe la Instrucción Dignitas connubii en el n. 113, coherente con el c. 1490 del Código de Derecho Canónico, sobre la necesaria presencia en cada Tribunal eclesiástico de personas competentes para prestar consejo solícito sobre la posibilidad de introducir una causa de nulidad matrimonial; a la vez que se requiere la presencia de patronos estables, retribuidos por el mismo tribunal, que ejerzan el oficio de abogados. Al desear que en cada Tribunal estén presentes estas figuras, para favorecer un real acceso de todos los fieles a la justicia de la Iglesia, me gusta subrayar que un relevante número de causas de la Rota Romana son de gratuito patrocinio a favor de partes que, por las malas condiciones económicas que enfrentan, no están en condiciones de procurarse un abogado. Y esto es un punto que quiero remarcar: los Sacramentos son gratuitos. Los Sacramentos nos dan la gracia. Y un proceso matrimonial toca el Sacramento del matrimonio. ¡Cómo me gustaría que todos los procesos fueran gratuitos!
Queridos hermanos, renuevo a cada uno mi gratitud por el bien que hacéis al pueblo de Dios, sirviendo a la justicia. Invoco la divina asistencia sobre vuestro trabajo y de corazón os imparto la Bendición Apostólica.