1/30/15

Dios salva a todos y a cada uno, pero en la Iglesia

Homilía del Papa ayer en Santa Marta



Como acabamos de leer en la Carta a los Hebreos, Jesús es el camino nuevo y vivo (Hb, 10,20) que debemos seguir como Él quiere. Porque hay formas erróneas de vida cristiana, y tenemos unos criterios para no seguir los modelos equivocados. Uno de esos modelos es privatizar la salvación. Es verdad que Jesús nos salva a todos, pero no genéricamente: a todos, pero a cada uno, con nombre y apellidos. Esa es la salvación personal. Es cierto que me salvó: el Señor me miró, dio su vida por mí, abrió ese camino nuevo para mí, y cada uno puede decir: por mí. Pero existe el peligro de olvidar que nos salvó singularmente, pero en un pueblo. El Señor salva siempre en un pueblo. Desde que llamó a Abraham, le prometió hacer un pueblo. ¡El Señor nos salva en un pueblo! Por eso, el autor de esta Carta nos dice: Fijémonos los unos en los otros (Hb, 10,24). No hay una salvación solo para mí. Si entiendo la salvación así, me equivoco; pierdo el camino. La privatización de la salvación es un camino equivocado.
Tres son los criterios para no privatizar la salvación: la fe en Jesús que nos purifica, la esperanza que nos hace mirar las promesas y avanzar, y la caridad, es decir, fijémonos los unos en los otros, para estimularnos a la caridad y a las buenas obras (Hb 10,24). Cuando estoy en una parroquia, en una comunidad –la que sea–, puedo privatizar la salvación y estar ahí solo socialmente. Para no privatizarla debo preguntarme si hablo y comunico la fe; si hablo y comunico la esperanza; si hablo, hago y comunico la caridad. Si en una comunidad no se habla, ni nos animamos unos a otros en esas tres virtudes, los componentes de esa comunidad han privatizado la fe: entonces, cada uno busca su propia salvación, y no la salvación de todos, la salvación del pueblo. Jesús salva a cada uno, pero en un pueblo, en la Iglesia.
El autor de la Carta a los Hebreos da un consejo práctico muy importante: no desertéis de las asambleas, como algunos tienen por costumbre (Hb 10,25). Esto sucede cuando estamos en una reunión –en la parroquia o en un grupo– y juzgamos a los demás, dando lugar a una especie de desprecio a los demás. Y ese no es el camino nuevo y vivo que el Señor inauguró. Desprecian a los otros; desertan de la comunidad; desertan del pueblo de Dios; han privatizado la salvación: la salvación es para mí y para mi grupito, pero no para todo el pueblo de Dios. Y eso es un error muy grande. Es lo que llamamos élites eclesiales. Cuando en el pueblo de Dios se crean esos grupos, piensan que son buenos cristianos, incluso –tal vez– tienen buena voluntad, pero son grupos que privatizan la salvación.
Dios nos salva en un pueblo, no en las élites que, con nuestras filosofías o nuestro modo de entender la fe, hemos construido. Y esas no son las gracias de Dios. Preguntémonos: ¿Tiendo a privatizar la salvación –para mí, para mi grupito, para mi élite–, o no deserto del pueblo de Dios, no me alejo del pueblo de Dios y siempre estoy en comunidad, en familia, con el lenguaje de la fe, de la esperanza y de las obras de caridad?
Que el Señor nos conceda la gracia de sentirnos siempre Pueblo de Dios, salvados personalmente. Eso es verdad: nos salva con nombre y apellidos, pero salvados en un pueblo, no en mi grupito.