El Papa en Santa Marta el día 11
En estos días, la liturgia nos ha hecho reflexionar sobre el estilo cristiano, revestido de sentimientos de ternura, bondad y mansedumbre, exhortándonos a soportarnos mutuamente. Ayer nos hablaba el Señor de la recompensa: no juzguéis y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados.
Podemos decir: Pero eso es bueno, ¿no? Sí, pero también podemos preguntar: Es bonito, pero ¿cómo se hace, cómo se empieza eso? ¿Cuál es el primer paso para ir por esa senda? El primer paso lo vemos hoy, tanto en la primera lectura (cfr. 1Tim 1,1-2.12-14) como en el Evangelio (cfr. Lc 6,39-42). El primer paso es la imputación de uno mismo: tener el valor de acusarse a sí mismo, antes que acusar a los demás. San Pablo alaba al Señor porque lo ha elegido, y le da las gracias porque se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. ¡Ha sido su misericordia!
San Pablo nos enseña a acusarnos. Y el Señor, con la imagen de la paja en el ojo de tu hermano y la viga en el tuyo, nos enseña lo mismo. Primero hay que quitar la viga del propio ojo, acusarse a sí mismo. Primer paso: acúsate a ti mismo y no te sientas juez para quitar la paja de los ojos de los demás. Jesús usa esa palabra que solo emplea con los que tienen doble cara, doble alma: ¡Hipócrita! El hombre y la mujer que no aprenden a acusarse a sí mismos se vuelven hipócritas. Todos, todos, todos. Desde el Papa hacia abajo: todos. Si uno de nosotros no tiene la capacidad de acusarse a sí mismo —y luego decir, si es necesario, a quien se deban decir las cosas de los demás—, no es cristiano, ni entra en esa obra tan bonita de la reconciliación, de la pacificación, de la ternura, de la bondad, del perdón, de la magnanimidad, de la misericordia que nos trajo Jesucristo.
El primer paso, pues, es pedir la gracia al Señor de una conversión, y si me viene a la mente pensar en los defectos de los demás, ¡detente! Cuando me den ganas de contar a los demás los defectos de los otros, ¡quieto! ¿Y yo? Tengamos el valor que tiene Pablo aquí: yo era un blasfemo, un perseguidor y un insolente… ¿Cuántas cosas podemos decir de nosotros mismos? Ahorremos los comentarios sobre los demás y hagamos comentarios sobre nosotros mismos. Ese es el primer paso en el camino de la magnanimidad. Porque quien sabe ver solo la paja en el ojo ajeno, acaba en la mezquindad: un alma mezquina, llena de tonterías, llena de cháchara.
Pidamos al Señor la gracia de seguir el consejo de Jesús: ser generosos en el perdón, ser generosos en la misericordia. Para canonizar a una persona hay todo un proceso, hace falta un milagro, y luego la Iglesia la proclama santa. Pero si se hallase una persona que nunca, nunca, nunca hubiese hablado mal de otro, ¡se le podría canonizar en seguida!