También la Iglesia está incluida en esta espiral de falsificación que dice ser verdad, de muchos modos
En las décadas pasadas, el catolicismo, pero más en general el cristianismo, debió confrontarse con un fenómeno nuevo, el relativismo, que ponía en duda la existencia misma de una verdad. No fue fácil, pero al menos se trataba de una contraposición clara entre quien creía en la verdad y quien negaba incluso la posibilidad. Hoy al relativismo le ha sustituido la llamada posverdad, su pariente cercano, pero que es más difícil de afrontar porque es evasiva y generalizada. Sobre todo también porque la posverdad −que según el filósofo francés Marcel Gauchet es la hija adulterina de lo políticamente correcto− pretende ser una verdad más auténtica porque se presenta precisamente como un discurso alternativo al oficial.
También la Iglesia está incluida en esta espiral de falsificación que dice ser verdad, de muchos modos. Algunos propaladores de la posverdad, siguiendo una práctica que ciertamente no es nueva en el mundo de los medios, se limitan por ejemplo a difundir y a enfatizar del Papa Francisco solamente las frases que a ellos les parecen en línea con la personalidad mediática que se ha construido en torno al Pontífice. Por decirlo con palabras más simples, ellos silencian todo lo que podría parecer prueba de un pensamiento coherente con la tradición cristiana, para exagerar en cambio las afirmaciones −tal vez sacándolas de contexto− que se adaptan a la imagen de Pontífice progresista que tienen en mente y que quieren acreditar a toda costa, incluso forzando la realidad. Su efecto no debe ser infravalorado: incluso si hoy es muy fácil para cualquiera recuperar las palabras originales del Papa, muy pocos lo hacen porque la mayoría se fía ciegamente de los medios y sobre todo de los titulares que gritan.
Pero si este proceso de selección consciente de las palabras del Pontífice no se puede considerar del todo nuevo −incluso si nunca se ha utilizado con tanta frecuencia e intensidad− está en curso un mecanismo informativo, típico de la posverdad, realmente sin precedentes: la difusión de falsos discursos papales, gracias sobre todo a los nuevos medios. Discursos que circular a menudo en español, con la tentativa de hacer que parezcan más verosímiles y que pretenden reportar las verdaderas palabras de Francisco, cada vez más revolucionarias e imprevisibles que aquellas que la Curia, obviamente demonizada, le atribuiría con una continua operación censoria. La construcción de la imagen de un Papa progresista y permisivo alcanza aquí niveles más elevados, pero en el fondo no hace otra cosa que volver a proponer, reforzándolo, el modelo habitual apreciado por los medios.
Estos falsos discursos naturalmente circulan sobre las llamadas redes sociales y se difunden por vías que se presentan como privadas, pero precisamente por eso parecen más confiables que los textos que se difunden por los órganos de la Santa Sede. Este tipo de distorsión de la verdad hace entender lo poco que cuenta entender la línea programática del pontificado, leer los documentos fundadores y las disposiciones más importantes. En la posverdad lo que cuenta, de hecho, es solo la personalidad del líder y por lo tanto todo lo que contribuye a definirla funciona, incluso si no corresponde con la realidad. El resto no interesa.