12/04/17

“Preparamos el corazón a la venida del Dios-Hombre”

Carta del Card. Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, a los Penitenciarios de las Basílicas Papales y a los Confesores


Queridos y venerados hermanos en el Sacerdocio,
Llegando al final de este Año Litúrgico, la sabiduría de la Iglesia, con la cual Dios, inmutable y eterno, “marca los ritmos del mundo, los días, los siglos y el tiempo”, nos ha llevado a confesar y a celebrar la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo; una realeza por medio de la cual, Cristo extiende su dominio salvífico sobre el universo y sobre la historia, está presente en el mundo por medio de la Iglesia, su Cuerpo y, sentado a la derecha del Padre, juzgará a cada uno según sus obras.
Con el Primer Domingo de Adviento somos conducidos al Año Nuevo, para contemplar el acto central y originario – podemos afirmar la esencia – de todo el cristianismo: la venida de Dios en medio de nosotros. Esta venida entra en la historia en un punto y en un momento bien precisos y, al mismo tiempo, abraza todo el camino, prolongándose a través de los siglos el misterio de la Iglesia, para abrir finalmente toda la creación al día de su Adviento glorioso.
Así el inicio y el fin del Año Litúrgico, el inicio y la consumación de la salvación, se tocan realmente – casi se fusionan – y, mientras avanzamos hacia el pesebre de Belén, preparamos el corazón a la venida del Dios-Hombre, que continuamente “viene” en el tiempo de la Iglesia, para liberarnos con Su misericordia, y que vendrá al final de los tiempos, en el esplendor de la verdad, para juzgar a los hombres según su fe operante en la caridad.
Este “Juicio final” parece siempre más ajeno a una cultura contemporánea dominada por la “dictadura del instante” y siempre menos disponible, si no abiertamente hostil, hacia lo trascendente. Y sin embargo, nosotros confesores somos testigos privilegiados de cómo tal último Juicio venga, en realidad, admirablemente anticipado cada día, para la salvación de todos los hombres, a través del Sacramento de la misericordia.
En el encuentro sacramental con el penitente, en virtud de la propia Encarnación, Muerte y Resurrección, Cristo se hace compañero de cada hombre, se sumerge en las profundidades del pecado y lo derrota de nuevo con el poder de Su Resurrección. En este dulce encuentro de misericordia, el penitente reconoce en la humanidad consagrada del confesor la presencia del misterio; es más ve esta humanidad totalmente definida por Cristo, tanto de buscar con seguridad el confesor, aunque sin conocerlo personalmente; también el penitente se reconoce a sí mismo culpable de la Cruz del Señor, a causa de los propios pecados, que confiesa y entrega a los pies de aquella Cruz; en fin, invoca la Sangre de Cristo Redentor, para que renueve en él la gracia bautismal, haciéndolo “creatura nueva”.
¡Qué inmensa Gracia, para quien ejercita con fidelidad el ministerio de la Reconciliación, la de poderse ofrecer al Dios-Hombre para la salvación de cada hermano, inclinándose tiernamente sobre la pobreza humana, llegando a aquella periferia del pecado en la cual sólo Uno tiene la fuerza de adentrarse, y viendo a cada uno levantado de la indigencia espiritual e inmediatamente enriquecido de aquello que tenemos como más preciado en el cristianismo: Cristo mismo!
Siento el deber de dirigir un especial agradecimiento a los Penitenciarios de las Basílicas Papales en la Urbe y con gusto lo extiendo a los queridos hermanos esparcidos en todo el mundo, por el ministerio llevado a cabo fielmente y a veces heroicamente al servicio del bien auténtico de la persona humana. Aquella del Confesor, es efectivamente una obra realmente al servicio de la tan invocada “ecología del hombre” (FRANCISCO, Carta enc. “Laudato si”, n. 155), de la cual obtiene un invisible, pero muy eficaz beneficio toda la sociedad humana.
Vuestro ministerio, queridos amigos y confesores, no hace ruido pero sí milagros. Nadie percibe pero Dios ve, y esto es lo que cuenta. Sobre la base de una fidelidad alegre a la oración personal, a vuestra “conversatio in caelis”, obtendréis siempre las luces y la generosidad necesarias para expiar por vosotros mismos y por vuestros penitentes; reservad siempre un papel privilegiado al servicio silencioso, y humanamente no siempre gratificante, de la Confesión. Además me permito recordar que, con el sacramento de la Penitencia, no sólo borráis los pecados, sino que debéis colocar a los penitentes sobre el camino de la santidad, ejerciendo sobre ellos, en una forma convincente, una verdadera enseñanza, un ministerio de guía y de acompañamiento.
Mientras llega a su fin el centenario de Fátima, el Corazón Inmaculado de la Santísima Virgen María conceda a todos y a cada uno vivir un fructífero camino de Adviento, para llegar renovados a celebrar el Nacimiento de Su Hijo.
Una Santa Navidad a vosotros y a vuestros penitentes en el corazón de los cuales haréis florecer la felicidad de que el Señor está cerca.