El Papa ayer en Santa Marta
“No juzguéis, y no seréis juzgados”. Es la invitación de Jesús en el Evangelio de hoy (Lc 6,36-38), en un momento como el de la Cuaresma en que la Iglesia invita a renovarse. De hecho, nadie podrá escapar al juicio de Dios, el particular y el universal: todos seremos juzgados. En esa óptica, la Iglesia nos hace reflexionar precisamente sobre la actitud que tenemos con el prójimo y con Dios.
Con el prójimo nos invita a no juzgar, e incluso más, a perdonar. Cada uno puede pensar: "Pero si yo nunca juzgo, no hago de juez”. ¡Cuántas veces el tema de nuestras conversaciones es juzgar a los demás, diciendo: “eso no va”! ¿Pero quién te ha nombrado juez a ti? Juzgar a los demás es algo feo, porque el único juez es el Señor, que conoce esa tendencia del hombre a juzgar.
En las reuniones que tenemos, una comida o cualquier otra cosa, pensemos de unas dos horas: de esas dos horas, ¿cuántos minutos hemos perdido juzgando a los demás? Esto es el ‘no’. ¿Y cuál es el ‘sí’? Sed misericordiosos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. Más aún: sed generosos. “Dad, y se os dará”. ¿Qué me darán? “Una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. La abundancia de la generosidad del Señor, cuando estemos llenos de la abundancia de nuestra misericordia al no juzgar. Así pues, sed misericordiosos con los demás, porque del mismo modo el Señor será misericordioso con nosotros.
La segunda parte del mensaje de la Iglesia, hoy, es la invitación a tener una actitud de humildad con Dios, que consiste en reconocerse pecadores. Y sabemos que la justicia de Dios es misericordia. Pero hay que decirlo, como nos recuerda la primera lectura (cfr. Dan 9,4b-10): “A Ti conviene la justicia; a nosotros la vergüenza”. Y cuando se encuentran la justicia de Dios con nuestra vergüenza, ahí está el perdón. ¿Yo creo que he pecado contra el Señor? ¿Yo creo que el Señor es justo? ¿Yo creo que es misericordioso? ¿Yo me avergüenzo delante de Dios, de ser pecador? Así de sencillo: a Ti la justicia, a mí la vergüenza. Y pedir la gracia de la vergüenza. En mi lengua materna, a la gente que hace el mal, se le llama “sinvergüenza”, y nos conviene pedir la gracia de que nunca nos falte la vergüenza delante de Dios. Es una gran gracia, la vergüenza.
Así pues, recordemos: la actitud con el prójimo, recordar que con la medida con que yo juzgue, seré juzgado: ¡no debo juzgar! Y si digo algo sobre otro, que sea generosamente, con mucha misericordia. Y la actitud ante Dios, ese diálogo esencial: “A Ti la justicia, a mí la vergüenza”.