El Papa en el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo, el Evangelio, según San Marcos, nos muestra a Jesús sanando todo tipo de enfermos. En este contexto, se sitúa la Jornada Mundial del enfermo, que se celebra hoy 11 de febrero, memoria de la Santa Virgen María de Lourdes. Por lo tanto, con el corazón vuelto a la gruta de Massabielle, contemplamos a Jesús como verdadero médico del cuerpo y del alma, que Dios Padre ha enviado al mundo para curar a la humanidad, marcada por el pecado y sus consecuencias.
El pasaje del Evangelio de hoy (cf. Mc 1,40-45) nos presenta la curación de un hombre enfermo de lepra, patología que en el Antiguo Testamento era considerada como una grave impureza y comportaba la separación del leproso de la comunidad: vivían solos. Su condición era verdaderamente penosa, porque la mentalidad de la época los hacía sentirse impuro no solo delante de los hombres sino también ante Dios, por eso el leproso del Evangelio suplica a Jesús con estas palabras: “Si quieres, puedes purificarme” (v. 40).
Al oír esto Jesús siente compasión (v. 41). Es muy importante fijar la atención sobre esta resonancia interior de Jesús, como hemos hecho a lo largo del Jubileo de la Misericordia. No se entiende la obra de Jesús, no se entiende a Cristo mismo, sino se entra en su corazón lleno de compasión y de misericordia. Esto es lo que le impulsa a extender la mano hacía aquel hombre enfermo de lepra, a tocarlo y decirle: “¡Quiero, queda purificado!” (v. 40). El hecho más sorprendente, es que Jesús toca al leproso, porque esto estaba absolutamente prohibido por la ley de Moisés. Tocar a un leproso significaba ser contagiado también dentro, en el espíritu, es decir, hacerse impuro. Pero en este caso el influjo no va del leproso a Jesús para transmitir el contagio, sino de Jesús al leproso para darle la purificación.
En esta curación, nosotros admiramos más allá de la compasión y de la misericordia, también la audacia de Jesús, que no se preocupa ni del contagio ni de las prescripciones, sino que está motivado por la voluntad de liberar a este hombre de la maldición que lo oprime.
Ninguna enfermedad es causa de impureza; la enfermedad ciertamente involucra a toda la persona, pero en ningún modo impide o prohíbe su relación con Dios. Al contrario, una persona enferma puede estar más unida a Dios. En cambio el pecado, esto sí nos hace impuros, el egoísmo, la soberbia, el entrar en el mundo de la corrupción, estas son enfermedades del corazón del cual se necesita ser purificado, dirigiéndonos a Jesús como el leproso: “¡Si quieres, puedes purificarme!”.
Y ahora, hagamos un momento de silencio y cada uno de nosotros – vosotros, todos, yo – podemos pensar y ver en su corazón, ver dentro de sí y ver las propias impurezas, los propios pecados, cada uno de nosotros, en silencio, con la voz del corazón, decir a Jesús: “¡Si quieres, puedes purificarme!”. Hagámoslo todos en silencio.
“¡Si quieres, puedes purificarme!”
“¡Si quieres, puedes purificarme!”
Y cada vez que nos dirigimos al sacramento de la Reconciliación con el corazón arrepentido, el Señor nos repite también a nosotros: “¡Quiero, queda purificado!”. Así la lepra del pecado desaparece, volvemos a vivir con alegría nuestra relación filial con Dios y somos admitidos plenamente en la comunidad.
Por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre Inmaculada, pidamos al Señor, que ha traído a los enfermos la salud, sanar también nuestras heridas interiores con su infinita misericordia, para darnos así la esperanza y la paz del corazón.