Pedro López
Estamos ante una auténtica crisis antropológica, que no es más que una crisis de la esperanza: no esperamos a nadie, estamos solos; pero esto nos desasosiega profundamente
El término transhumanismo fue acuñado por Julian Huxley, hermano de Aldous Huxley(autor de Un mundo feliz), para designar la eugenesia: estamos en 1947 y, después del holocausto, está desterrado este vocablo. En 1941 había escrito que «una vez plenamente asumidas las consecuencias de la biología evolutiva, la eugenesia se convertirá inevitablemente en parte integrante de la religión del porvenir, o del complejo de sentimientos, sea el que fuere, que en el futuro pueda ocupar el lugar de la religión organizada». Sin embargo, el verbo transhumar ya lo había empleado Dante en su canto del paraíso de la Divina comedia, con el significado de posteridad de lo humano en su plenitud: «Pues no se puede describir con palabras la experiencia de la gracia. Si estaba solo con lo que primero de mí creaste, amor que el cielo riges, lo sabes tú, pues con tu luz me alzaste».
La postmodernidad emplea transhumanismo en un sentido materialista e inmanente. Lo que nos dicen sus promotores es que, cuando comenzamos a saber algo sobre la evolución, no hemos de dejar al albur del azar, en un proceso ciego, el despliegue de nuestra naturaleza biológica. El ser humano no es más que un animal desarrollado respecto a los otros simios, pero, en definitiva, arcaico y obsoleto. Ahora podemos tomar las riendas de nuestro destino y alterar el «desarrollo natural» de nuestra condición biológica. Lo posthumano sería una autotrascendencia, no hacia lo divino y lo eterno dependiendo de otro (con tu gracia me alzaste, dice Dante), sino hacia el autodominio terrenal e irrompible. Un ciborg.
En la era de la tecnificación digital, el desiderátum es el superhombre nietzscheano: ser más fuerte, más inteligente, más sano, más competente, etc. Para lograrlo, hemos de apoyarnos en los conocimientos biológicos y técnicos que nos permitirán desplegar habilidades nunca antes soñadas, gracias al adosamiento de artilugios cibernéticos: aprender sin esfuerzo, poseer una memoria prodigiosa, etc. El ideal sería articular un sistema indefinido de transmisión de autoconciencia del cerebro humano a la máquina y viceversa. Lo temporal sería intemporal o nunca finalizado, nunca acabado. El yo, permanente. Trasponer los límites de lo humano para hacerlo ilimitado. El sueño de un ser indefinido en el tiempo, de un poder desmedido.
Es el deseo de (auto)redención que el hombre siempre posee, como atestigua la historia; pero esta redención ya no vendrá por la utopía de las ideologías −una vez trituradas en el devenir histórico− y que se habían juramentado para desterrar la religión. Ahora se encumbra la tecnificación de nuestra naturaleza.
Hoy estamos ante una auténtica crisis antropológica, que no es más que una crisis de la esperanza: no esperamos a nadie, estamos solos; pero esto nos desasosiega profundamente. Y sin embargo, como dice Hadjadj, para que el hombre pueda elevarse es necesario que tenga suelo y mire al cielo: una esperanza. Razones para vivir. Porque o bien se suicida; o bien ya no transmite la vida, puesto que no tiene motivos para aumentar el osario. Sabemos, en frase pascaliana, que el hombre supera infinitamente al hombre, pues ansía no una tramoya de bambalinas orquestadas por fuleros, sino la consumación de esa aspiración de eterna felicidad.