Rafael María de Balbín
La solidaridad es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos
«La solidaridad confiere particular relieve a la intrínseca sociabilidad de la persona humana, a la igualdad de todos en dignidad y derechos, al camino común de los hombres y de los pueblos hacia una unidad cada vez más convencida» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 192).
En efecto nunca ha habido una interdependencia entre los hombres y los pueblos como la que hay en el momento actual, en los diversos niveles de la convivencia humana. «La vertiginosa multiplicación de las vías y de los medios de comunicación “en tiempo real”, como las telecomunicaciones, los extraordinarios progresos de la informática, el aumento de los intercambios comerciales y de las informaciones son testimonio de que por primera vez desde el inicio de la historia de la humanidad ahora es posible, al menos técnicamente, establecer relaciones aun entre personas lejanas o desconocidas» (idem).
Sin embargo no todo es positivo: persisten en todo el mundo dramáticas desigualdades entre países desarrollados y países en vías de desarrollo, fomentadas por diversas formas de explotación, de opresión y de corrupción, que influyen negativamente en la vida interna e internacional de muchos Estados. La interdependencia debe estar acompañado por un crecimiento en el plano ético-social, para así evitar sus repercusiones negativas incluso en los mismos países actualmente más favorecidos (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, nn. 11-22).
La solidaridad se presenta así, por tanto, como principio social y como virtud moral (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1939-1942). La solidaridad es un principio social ordenador de las instituciones, que supere y corrija las «estructuras de pecado» (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 36-37) en las relaciones entre personas y pueblos, mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, y costumbres sociales.
La solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (San Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, n. 38) La solidaridad es virtud social fundamental, ya que se coloca en la dimensión de la justicia, virtud orientada por excelencia al bien común, y en «la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a “perderse”, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a “servirlo” en lugar de oprimirlo para el propio provecho» (idem).
El mensaje de la doctrina social de la Iglesia acerca de la solidaridad pone en evidencia el hecho de que existen vínculos estrechos entre solidaridad y bien común, solidaridad y destino universal de los bienes, solidaridad e igualdad entre los hombres y los pueblos, solidaridad y paz en el mundo (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, nn. 17.39.45).
El término “solidaridad”, ha sido ampliamente empleado por el Magisterio de la Iglesia, aunque bajo distintos nombres: «El principio que hoy llamamos de solidaridad… León XIIIlo enuncia varias veces con el nombre de “amistad”, que encontramos ya en la filosofía griega, por Pío XI es designado con la expresión no menos significativa de “caridad social”, mientras que Pablo VI, ampliando el concepto, de conformidad con las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de “civilización del amor”» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 10),
«El principio de solidaridad implica que los hombres de nuestro tiempo cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la cual están insertos: son deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia humana, así como del patrimonio, indivisible e indispensable, constituido por la cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales, y todo aquello que la actividad humana ha producido. Semejante deuda se salda con las diversas manifestaciones de la actuación social, de manera que el camino de los hombres no se interrumpa, sino que permanezca abierto para las generaciones presentes y futuras, llamadas unas y otras a compartir, en la solidaridad, el mismo don» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 195).
«La cumbre insuperable de la perspectiva indicada es la vida de Jesús de Nazaret, el Hombre nuevo, solidario con la humanidad hasta la “muerte de cruz” (Flp 2,8): en Él es posible reconocer el signo viviente del amor inconmensurable y trascendente del Dios con nosotros, que se hace cargo de las enfermedades de su pueblo, camina con él, lo salva y lo constituye en la unidad» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia, n. 196).