El Papa en la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos la catequesis sobre la santa misa y con esta catequesis nos centramos en la Plegaria Eucarística. Cuando finaliza el rito de la presentación del pan y del vino comienza la Plegaria Eucarística que califica la celebración de la Misa y constituye su momento central, ordenado a la santa Comunión. Corresponde a lo que hizo el mismo Jesús en la mesa con los apóstoles en la Última Cena, cuando “dio gracias” sobre el pan y luego sobre la copa de vino (cf. Mt 26,27; Mc14:23; Lc 22,17.19; 1 Cor11,24): su acción de gracias revive en cada Eucaristía nuestra, asociándonos con su sacrificio de salvación.
Y en esta solemne plegaria – la plegaria eucarística es solemne – la Iglesia expresa lo que cumple cuándo celebra la Eucaristía y el motivo por el que la celebra, es decir hacer comunión con Cristo realmente presente en el pan y en el vino consagrados. Después de invitar al pueblo a elevar sus corazones al Señor y a darle gracias, el sacerdote pronuncia la Plegaria en voz alta, en nombre de todos los presentes, dirigiéndose al Padre a través de Jesucristo en el Espíritu Santo. “El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio”. (Instrucción General del Misal Romano, 78). Y para unirse debe comprenderlo. Por esta razón, la Iglesia ha querido celebrar la misa en la lengua que la gente entiende, para que todos puedan unirse a esta alabanza y a esta gran plegaria con el sacerdote. En verdad, “el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1367).
En el Misal hay varias fórmulas de Plegaria eucarística, todas constituidas por elementos característicos, que quisiera ahora recordar (ver IGMR, 79; CCC, 1352-1354). Todas son hermosas. Ante todo está el Prefacio, que es una acción de gracias por los dones de Dios, especialmente por haber enviado a su Hijo como Salvador. El Prefacio termina con la aclamación del “Santo”, normalmente cantado. Es hermoso cantar el “Santo”: “Santo, Santo, Santo es el Señor”. Es bonito cantarlo. Toda la asamblea une su propia voz con la de los ángeles y los santos para alabar y glorificar a Dios.
Luego está la invocación del Espíritu, para que con su potencia consagre el pan y el vino. Invocamos al Espíritu para que venga y en el pan y en el vino esté Jesús. La acción del Espíritu Santo y la eficacia de las mismas palabras de Cristo pronunciadas por el sacerdote, hacen realmente presente, bajo las especies del pan y del vino, su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz una vez por todas (Cf. CCC, 1375). Jesús fue muy claro en esto. Hemos escuchado cómo San Pablo al principio dice las palabras de Jesús: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. “Esta es mi sangre, este es mi cuerpo”. Es el mismo Jesús quien dijo esto. No debemos pensar cosas raras: “Pero, ¿cómo algo que es …?”. Es el cuerpo de Jesús: ¡Ya está!. La fe: la fe viene en nuestra ayuda; con un acto de fe creemos que es el cuerpo y la sangre de Jesús. Es el “misterio de la fe”, como decimos después de la consagración. El sacerdote dice: “Misterio de la fe” y respondemos con una aclamación. Celebrando el memorial de la muerte y resurrección del Señor, a la espera de su retorno glorioso, la Iglesia ofrece al Padre el sacrificio que reconcilia el cielo y la tierra: ofrece el sacrificio pascual de Cristo, ofreciéndose con Él y pidiendo, a través del Espíritu Santo, que nos convirtamos “en Cristo en un solo cuerpo y un sólo espíritu” (Pleg. Euc. III, véase Sacrosanctum Concilium, 48, OGMR,79f). La Iglesia quiere unirnos a Cristo y convertirnos con el Señor en un solo cuerpo y un solo espíritu. Esta es la gracia y el fruto de la Comunión sacramental: nos nutrimos con el Cuerpo de Cristo para convertirnos, nosotros que lo comemos, en su Cuerpo viviente hoy en el mundo.
Misterio de comunión es éste; la Iglesia se une a la ofrenda de Cristo, y a su intercesión, y así se entiende que, “en las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres. “(CCC, 1368). La Iglesia que reza, que ora. Es bueno pensar que la Iglesia reza, ora. Hay un pasaje en el Libro de los Hechos de los Apóstoles que dice que cuando Pedro estaba en prisión, la comunidad cristiana: “Oraba incesantemente por él”. La Iglesia que reza, la Iglesia orante. Y cuando vamos a Misa es para hacer esto: ser una Iglesia orante.
La Plegaria eucarística pide a Dios que reúna a todos sus hijos en la perfección del amor en unión con el Papa y el obispo, mencionados por su nombre, una señal de que celebramos en comunión con la Iglesia universal y con la Iglesia particular. La súplica, como la ofrenda, se presenta a Dios por todos los miembros de la Iglesia, vivos y muertos, en la bendita esperanza de compartir la herencia eterna del cielo, con la Virgen María (cf CCC, 1369-1371). Ninguno y nada son olvidados en la Plegaria eucarística, sino que todo se reconduce a Dios, como lo recuerda la doxología que la concluye. Ninguno es olvidado. Y si tengo alguna persona, parientes, amigos, que están necesitados o que han pasado de este mundo al otro, puedo nombrarlos en ese momento, interna y silenciosamente, o escribir para que se pronuncie su nombre. “Padre, ¿cuánto tengo que pagar para que digan ese nombre allí?” – “Nada”. ¿Lo habéis entendido? ¡Nada! La misa no se paga. La misa es el sacrificio de Cristo, que es gratuito. La redención es gratuita. Si quieres hacer una oferta, hazla, pero no se paga. Es importante entender esto.
Esta fórmula codificada de oración, tal vez nos suene algo lejana, -es verdad, es una fórmula antigua-, pero, si entendemos bien su significado, entonces seguramente participaremos mejor. De hecho, expresa todo lo que cumplimos en la celebración eucarística; y también nos enseña a cultivar tres actitudes que no tendrían que faltar nunca en los discípulos de Jesús. Las tres actitudes: la primera, aprender a “dar gracias siempre y en todo lugar “, y no sólo en algunas ocasiones, cuando todo va bien; la segunda, hacer de nuestra vida un don de amor, libre y gratuito; la tercera, construir la comunión concreta, en la Iglesia y con todos. Por lo tanto, esta Plegaria central de la Misa nos educa, poco a poco, para hacer de toda nuestra vida una “Eucaristía”, es decir, una acción de gracias.