3/29/18

Un Maestro silencioso

Elvira Lorenzo López



Queremos amar como Él lo hace, pues la meta del cristiano, el reto de la santidad consiste en esto: buscar una identificación con Cristo, ser “ipse Christus”

«La pauvre fleur disait au papillon céleste: / Ne fuis pas!... / Vois comme nos destins sont différents, je reste. / Je voudrais embaumer ton vol de mon haleine. / Dans le ciel! / Mais non, tu vas trop loin, parmi des fleurs sans nombre. / Vous fuyez! / Et moi je reste seule à voir tourner mon ombre. / A mes pieds! / Aussi me trouves-tu toujours à chaque aurore.

La pobre flor le decía a la mariposa celeste: / ¡No huyas! / Mira: Nuestros destinos son diferentes, yo me quedo. / Me gustaría embalsamar tu vuelo con mi aliento. / ¡En el cielo! / Pero no, vas demasiado lejos entre flores innumerables. / ¡Huyes! / Y yo me quedo sola a ver girar mi sombra. / ¡A mis pies! / Por eso me encuentras siempre cada amanecer».

[Fragmento de un poema escrito por Víctor Hugo en 1836].



«Estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».

Palabras que encierran una promesa infinita en una eterna actualidad…

Jesucristo nos ha dejado el material suficiente para conocerle y darnos a conocer la intimidad de la Santísima Trinidad: la Sagrada Escritura, la Tradición, el Magisterio de la Iglesia… Sin embargo, Él ha elegido permanecer hasta el fin de los tiempos de modo real y físico no en una imagen o unos textos, ni siquiera busca aparecerse a cada cristiano; sino en un trozo de pan, oculto por las paredes de los Sagrarios, en unos lugares determinados. Fue su promesa de amor y es su opción actual de enamorado. Enamorado de cada uno de nosotros: no fue una decisión irremisible del pasado; es su deseo pleno hoy. No obstante, ¿qué relación guarda su Presencia con su Amor? ¿De qué manera nos muestra que ése es el camino de los cristianos para tener un corazón a la medida del Suyo? ¿Cómo podemos llegar a entender qué clase de amor nos tiene desde aquella materia inerte?

Queremos amar como Él lo hace, pues la meta del cristiano, el reto de la santidad consiste en esto: buscar una identificación con Cristo, ser “ipse Christus”. Pero esta meta no tiene que ver con una imagen de la perfección tal y como solemos entender: impecable, intachable, con un cumplimiento del deber extremo. Dios es Amor… ¿cómo se percibe esta realidad contemplando una caja (el Sagrario), un pedazo de pan? Si ha escogido este medio y no otro, es porque podemos llegar a esta realidad: la posibilidad del cristiano de enamorarse con cuerpo y alma de Jesucristo, y de derrochar ese mismo amor a los demás.

Un gesto, un simple gesto, aparentemente sin significado, intrascendente, llega más al interior de una persona que una palabra. Las palabras se las puede llevar el viento, o podemos pronunciar unas que más tarde se convertirán en sus contrarias. En cambio, el gesto no sólo es percibido por cada sentido, sino que surge desde lo más profundo de mi ser.

Por esta razón, el hecho de que el deseo de Jesucristo consista en permanecer a nuestro lado, en la Forma consagrada, tiene mayor hondura de lo que parece en apariencia. Podemos calificarlo de locura, y es que se nos olvida que Él está realmente loco… ¡loco de amor! Veamos qué gestos captamos desde la contemplación de Jesucristo Eucaristía…

Lo primero que captamos es el silencio: haya personas o no en las iglesias, capillas u oratorios privados, haya turistas o gente rezando, el silencio envuelve el radio de acción de Jesucristo Hostia. El amor necesita la ausencia de palabras. Incluso, se manifiesta en ella.

El hombre enamorado, la mujer enamorada, vivifica el silencio en gestos que sólo percibe y comprende la persona amada. Huye de la verborrea frívola, de las palabras fútiles. Podemos pensar en ocasiones que existe un amor auténtico si se abunda en palabras, en piropos, en frases cargadas de novedad… Y la novedad verdadera, el amor real, no el imaginario o el falso, reside en el silencio: Jesucristo calla desde su trono de pan, y calla porque no necesita más. Su silencio es sinónimo de permanencia. Él está y estará presente, mirándonos, suceda lo que suceda. No hace falta que nos cuente cómo nos ama: ‘está’ constantemente, inamovible, sin cambiar de opinión… Él que es la Palabra, el Verbo de Dios, permanece callado. ¿Qué necesidad hay de unas luces de bengala si todo un Dios guarda silencio para mostrarme que está ahí por mí? Un corazón silencioso puede acoger y amar porque escucha, escalón anterior a la comprensión. Cuando le preguntan a Jesucristo cuál es el primer mandamiento, la respuesta, el Shemá Israel que procede del Deuteronomio, contiene dos verbos fundamentales: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Antes de mover al corazón a amar, necesita escuchar. Cristo nos señala el camino más rápido para llegar a su amor: escuchar su silencio y su mirada sutil, descubrir de qué manera nos quiere para estar reservado en los Sagrarios, y lanzarse por este mismo camino.

Cuando entre dos personas no existe confianza, se impone una necesidad casi obsesiva por llenar los espacios de silencio mediante conversaciones más o menos banales. En cambio, sabemos que estamos ante verdaderos amigos cuando esa confianza permite estar en silencio y no sentirse incómodos o forzados. Albert Camus escribió que «el silencio es la conversación de las personas que se quieren. Lo que cuenta no es lo que se dice, sino lo que no es necesario decir». Esto nos muestra Cristo desde su estancia: una confianza sin límites, porque confía en que guardaremos nuestro interior en su silencio, donde se escuchará el diálogo callado entre ambos corazones. Como no dudará de nuestra lucha por esta cercanía, no ve necesario romper ese silencio con algún modo de convencernos de que nos quiere, de que confía y espera en nosotros, etc. Asimismo, deposita su confianza en cada hombre, permitiendo que actúe como quiera con respecto a su Presencia.

Robert Sarah, en su libro La fuerza del silencio, señala que el «silencio no es una ausencia; al contrario: se trata de la manifestación de una presencia, la presencia más intensa que existe» (del cap. IV). El Papa Francisco refuerza esta idea: «La ternura de Dios: no nos ama de palabra; Él se aproxima y estándonos cerca nos da su amor con toda la ternura posible».

Y desde su mutismo, nos enseña otro gesto: su libertad. Por los sentidos, observamos aparentemente lo contrario: encarcelado en una materia sin vida, escondido en una caja… Y no sólo esto: únicamente se mueve si le mueven; únicamente acoge la forma de pan para hacerse presente si un sacerdote pronuncia las palabras consagratorias en la Misa; y cuando le comulgamos, únicamente está presente en cada partícula hasta que nuestros jugos gástricos alteran dicha materia.

¿Qué libertad es ésta? La libertad de querernos libres. La libertad de hacerse nada para no coaccionarnos. La libertad de querer engendrar libertad. La libertad de un Dios enamorado personalmente de cada uno, no de la humanidad en general. Si hubiera escogido otro modo de estar presente entre nosotros más palpablemente desde los sentidos, o que se nos apareciera Él mismo en cada Misa, quizá tal evidencia nos obstaculizaría una respuesta a su amor por nuestra parte plenamente libre: sería de ciegos o de estúpidos no reconocerle y actuar en consecuencia. En cambio, si buscamos conocerle y quererle, si tratamos de corresponder con nuestra mente y corazón, será porque nos dará la real gana. Sólo una persona libre puede llegar a poseerse a sí misma (posesión que comienza con una aceptación de su realidad). Y únicamente en esta posesión, se puede entregar la propia intimidad, el “yo”.

Así se ha entregado, y se entrega, Cristo cada día, cada momento, en plena posesión de su ser para ofrecernos y abrirnos a su intimidad. Pues, ¿qué es la Eucaristía sino su sacrificio incruento en la Cruz? Para tomar la materia del pan y hacerse presente realmente, detiene las nociones de tiempo y espacio para entregarse de nuevo por cada uno de nosotros. No es simplemente un recordatorio. Lo que dejó instituido en la noche del Jueves Santo y lo que culminó al día siguiente en la Cruz, se hace presente en el instante de la consagración en la Misa. Es parte de ese deseo, de esa “locura”, de Dios por permanecer a nuestro lado, y por ayudarnos a despejar la duda de nuestros corazones con respecto a Él.

Esto es lo que pretende Jesucristo: no busca una respuesta afirmativa simplemente, sino que necesita (quiere necesitar en su omnipotencia) de la plenitud del amor que podamos darle, seguramente escaso pero total. Dicha plenitud puede proceder sólo de la opción libre. Él se aleja de cualquier resquicio que pudiera parecer obligación o coacción, haciendo que su propuesta sea positiva: es un “sí” al amor; no se trata en cambio de cumplir con una serie de normas morales.

Ésta es la razón de su escondite, y ésta es una lección muda para nuestro modo de amar. De este abajamiento, de esta obediencia, de este perdurar habiendo una respuesta o no… proviene nuestro aprendizaje. Humildad del amor que necesita especialmente dar sin obligar a una correspondencia, aunque la necesita. En muchas ocasiones nos dejamos guiar, por el contrario, por el antiguo lema griego “do ut des” (“doy para que me des”).

Todo lo anterior nos habla de otro gesto: la ausencia de movimiento. Él se mantiene inmóvil, en una postura única. ¿Cómo podemos decir que así actúa si el concepto de ‘acción’ implica moverse? ¿Cómo hemos podido hablar antes de radio de acción? «Si besas la misma boca, / bésala con amor nuevo, / que el corazón debe estar / fijo pero nunca quieto». Luis Rosales explica con la precisión característica de la palabra poética que el amor que perdura no carece por ello de la novedad: esto dependerá del “movimiento” interno del propio corazón, que es el único capaz de hacer nuevas todas las cosas, porque cuanto más mira y contempla, descubre matices y tonalidades distintas. Los van embelleciendo lo mirado. Si, por el contrario, lo dejamos inmóvil, pronto se hastiará, querrá cambiar, y evitará su “sitio fijo”. Permitirá el paso a cierta ansiedad, una sed que no podrá saciarse en cualquier otro lado que reclame nuestra atención. Él no se altera, ni siquiera cuando buscamos en otros lugares o personas, pensando que en ellos encontraremos la felicidad, sino que permanece, ‘está’. ¡Sigue fijo! Y nunca quieto…

No obstante, podemos estar embotados y no seguir ese poema callado que nos dirige... y recurre al gesto: elige quedarse entre nosotros bajo las especies del pan y del vino, deja que Le comamos para darnos su abrazo y su beso, antes de que pueda darnos su abrazo y beso en la eternidad.

Asimismo, Él se muestra eternamente paciente. En su silencio, en su permanencia estática, nos espera. No se pone nervioso, no cambia sus planes, no nos deja de lado… Eterna espera sin cansancio, aunque no reciba por nuestra parte un mínimo de correspondencia, aunque nos alejemos de Él por la rebeldía, aunque le observemos con cierta indiferencia. No se cansa porque es la totalidad del amor y el amor es paciente, sufrido.

Paciente… significa el que es la paz, el que porta la paz. No conoce la inquietud ni el desasosiego; espera en su paz sin inmutarse, aunque esto no evita que Él se duela y sufra. Nosotros, ¡en tantas ocasiones!, lo queremos todo “ya”, al instante. Damos un pellizco de nuestro amor o nuestro interés, traducido en tiempo, gustos, planes, favores… a alguien con el fin de recibir algo a cambio. En los nervios, perdemos la paz, y sin ella es difícil la espera, la acogida… la siembra de un auténtico amor. En cierto modo, un alma serena es un alma segura. Actúa con seguridad porque evita lo superficial, las prisas, la angustia, los temores… Puede captar su entorno como es realmente, sin la insegura subjetividad de la inquietud que agobia el interior.

Jesucristo posee esa paz en su espera, en su libre y silenciosa espera. De tal manera, que se convierte en descanso y reposo: remanso que nuestra propia intimidad necesita para aprender a tomarla. Cristo nos muestra cómo ha de ser nuestra siembra de paz a lo largo y ancho de este mundo: acción, movimiento, de sembrar a través de nuestra espera. Esta paradoja sólo lo es en apariencia. No tiene que ver con la apatía: Jesucristo, desde el Tabernáculo, está activo, imparable, derrochando sin cesar su Amor omnipotente.

Sólo le importa el momento presente: no mira al pasado ni al futuro; nos mira en presente de manera permanentemente actual. Así no hay complicaciones posibles. Todo es más sencillo, pues únicamente se trata de subir un escalón: el HOY. No hay más, no existe una escalera por la que debamos subir cada día un poco, o por la que nos podemos caer y retroceder. Un escalón único. Porque Él no mira hacia arriba ni hacia abajo: nos mira ahora, como somos, como estamos.

Jesucristo aguarda nuestra presencia física o espiritualmente en su fragilidad, en su dependencia, en su sencillez, en su pasividad, en una materia ordinaria… Observa nuestros intentos de acercarnos y nuestras frialdades, nuestros deseos y afectos a veces desordenados…

No desiste, porque realmente tiene sed de cada uno, de nuestros corazones. Aquella frase que apenas logró musitar clavado en la Cruz, prácticamente solo, nos la susurra en silencio. Necesita que aceptemos nuestra condición, nuestra realidad, con sus cosas buenas y malas, con nuestras alegrías, preocupaciones y miserias. Porque una vez que la aceptemos, comenzaremos la conquista de la libertad de los que somos hijos de Dios.

Comenzará un diálogo de corazón a corazón:

− “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.

Él, calladamente, dirá como se dirigió a Jesucristo:

− “Éste es mi Hijo amado”.

Y sin dejar de mirarle, oculto en la Sagrada Hostia, seguiremos escuchando en silencio:

− “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”.