Padre Raniero Cantalamessa
Cuarta predicación de Cuaresma 2018
«Que cada uno se someta a las autoridades constituidas»
La obediencia a Dios en la vida cristiana
1. El hilo de lo alto
Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de los renacidos por el Espíritu, después de haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a hablar también de la obediencia:
«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios» (Rom 13,1ss).
A continuación del pasaje, que habla de la espada y los tributos, así como de la comparación con otros textos del Nuevo Testamento sobre el mismo tema (cf. Tit 3,1; 1 Pe 2,13-15), indican con toda claridad que el Apóstol no habla aquí de la autoridad en general y de toda autoridad, sino sólo de la autoridad civil y estatal. San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.
Era el momento en que estaba madurando, en el seno del judaísmo palestino, la revuelta zelota contra Roma que, pocos años después, se concluirá con la destrucción de Jerusalén. El cristianismo nació del judaísmo; muchos miembros de la comunidad cristiana, incluso de Roma, eran judíos convertidos. El problema de si obedecer o no al estado romano se planteaba, indirectamente, también para los cristianos.
La Iglesia apostólica estaba ante una elección decisiva. San Pablo, como por lo demás todo el Nuevo Testamento, resuelve el problema a la luz de la actitud y las palabras de Jesús, especialmente de la palabra sobre el tributo a César (cf. Mc 12,17). El reino predicado por Cristo «no es de este mundo», es decir, no es de naturaleza nacional y política. Por eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas (como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las leyes. El problema, en definitiva, es resuelto en el sentido de la obediencia al estado.
La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una obediencia mucho más importante y comprensiva que el Apóstol llama «la obediencia al Evangelio» (cf. Rom 10,16). La severa advertencia del Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo un deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo. El estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen. Si yo no pago los impuestos, si mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro desprecio al prójimo. En este punto nosotros italianos (y quizás no solo nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a nuestros exámenes de conciencia.
Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la obediencia a este único aspecto de la obediencia al estado. San Pablo nos indica el lugar donde se sitúa el discurso cristiano sobre la obediencia, pero no nos dice, en este único texto, todo lo que se puede decir de dicha virtud. Él saca aquí las consecuencias de principios puestos anteriormente, en la misma Carta a los Romanos y también en otros lugares, y nosotros debemos investigar estos principios para hacer un discurso sobre la obediencia que sea útil y actual para nosotros hoy.
Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles. De hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos, religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que gobierna y vivifica todas las demás, y esta obediencia no es la obediencia de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios.
Tras el Concilio Vaticano II alguien escribió: «Si hay un problema de obediencia hoy, no es el de la docilidad directa al Espíritu Santo —a la cual cada uno muestra apelarse gustosamente— sino más bien el de la sumisión a una jerarquía, a una ley y a una autoridad humanamente expresadas». Estoy convencido yo también de que es así. Pero precisamente para hacer posible de nuevo esta obediencia concreta a la ley y a la autoridad visible debemos partir de nuevo de la obediencia a Dios y a su Espíritu.
La obediencia a Dios es como «el hilo de lo alto» que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando de lo alto mediante el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y tensa en cada esquina. Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido para construir la tela no se trunca una vez concluida la obra, sino que permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el entramado; sin él todo se afloja. Si se rompe uno de los hilos laterales (yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y repara rápidamente su tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada que hacer.
Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una orden religiosa y en la Iglesia. Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias: de las autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del superior local, del obispo, de la Congregación del clero o de los religiosos, del Papa. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo está construido sobre él, pero no se puede olvidar ni siquiera después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se repliega sobre uno mismo y ya no se entiende por qué se debe obedecer.
2. La obediencia de Cristo
Es relativamente sencillo descubrir la naturaleza y el origen de la obediencia cristiana: basta ver en base a qué concepción de la obediencia es definido Jesús, por la Escritura, como «el obediente». Descubrimos inmediatamente, de este modo, que el verdadero fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia, sino un acto de obediencia; no es el principio abstracto de Aristóteles según el cual «el inferior debe someterse al superior», sino que es un acontecimiento; no se encuentra en la «recta razón», sino en el kerigma, y dicho fundamento es que Cristo «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8); que Jesús «aprendió la obediencia de las cosas que padeció y perfeccionado se convirtió en causa de salvación para todos aquellos que le obedecen» (Heb 5,8-9).
El centro luminoso, que ilumina todo el discurso sobre la obediencia en la Carta a los Romanos, es Rom 5,19: «Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Quien conoce el lugar que ocupa la justificación, en la Carta a los Romanos, podrá conocer, desde este texto, ¡el lugar que ocupa en él la obediencia!
Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre.
La obediencia de Cristo es considerada exactamente como la antítesis de la desobediencia de Adán: «Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19; cf. 1 Cor 15,22). Pero, ¿a quién desobedeció Adán? Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las leyes. Desobedeció a Dios. En el origen de todas las desobediencias hay una desobediencia a Dios y en el origen de todas las obediencias está la obediencia a Dios.
La obediencia abarca toda la vida de Jesús. Si san Pablo y la Carta a los Hebreos ponen en evidencia el lugar de la obediencia en la muerte de Jesús, san Juan y los Sinópticos completan el marco, poniendo de relieve el puesto que la obediencia tuvo en la vida de Jesús, en su cotidianidad. «Mi alimento —dice Jesús en el evangelio de Juan— es hacer la voluntad del Padre» y «Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre» (Jn 4,34; 8,29). La vida de Jesús está como dirigida por una estela luminosa formada por las palabras escritas para él en la Biblia: «Está escrito… Está escrito». Así vence las tentaciones en el desierto. Jesús recoge de las Escrituras el «se debe» (dei) que sostiene toda su vida.
La grandeza de la obediencia de Jesús se mide objetivamente «por las cosas que padeció» y, subjetivamente, por el amor y la libertad con que obedeció. En él resplandece en sumo grado la obediencia filial. También en los momentos más extremos, como cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión, en sus labios no se apaga nunca el grito filial: «¡Abbá! Dios mío, Dios mío, ¿porque me has abandonado?», exclamó en la cruz (Mt 27,46); pero añadió enseguida, según san Lucas: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la cruz, Jesús «se abandonó al Dios que lo abandonaba» (se entienda lo que se entienda con este abandono del Padre). Esta es la obediencia hasta la muerte; esta es «la roca de nuestra salvación».
3. La obediencia como gracia: el bautismo
En el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Cristo como el fundador de la estirpe de los obedientes, en oposición a Adán que fue el fundador de los desobedientes. En el capítulo siguiente, el sexto, el Apóstol revela la forma en que nosotros entramos en la esfera de este acontecimiento, es decir, mediante el bautismo. San Pablo pone en primer lugar un principio: si tú te pones libremente bajo la jurisdicción de alguien, estás obligado a servirlo y a obedecerle:
«¿No sabéis que, cuando os ofrecéis a alguien como esclavos para obedecerlo, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia?» (Rom 6,16).
Ahora, establecido el principio, san Pablo recuerda el hecho: en realidad, los cristianos se han puesto libremente bajo la jurisdicción de Cristo, el día en que, en el bautismo, lo han aceptado como su Señor: «Vosotros erais esclavos del pecado, mas habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina al que fuisteis entregados; liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia» (Rom 6,17-18). En el bautismo se produjo un cambio de dueño, un tránsito de campo: del pecado a la justicia, de la desobediencia a la obediencia, de Adán a Cristo. La liturgia lo ha expresado todo ello a través de la oposición: «Renuncio-Creo».
Por tanto, la obediencia es algo constitutivo para la vida cristiana; es la implicación práctica y necesaria de la aceptación del señorío de Cristo. No hay un señorío en acto, si no existe, por parte del hombre, obediencia. En el bautismo hemos aceptado un Señor, un Kyrios, pero un Señor «obediente», uno que se ha convertido en Señor precisamente debido a su obediencia (cf. Flp 2,8-11), uno cuyo señorío se concreta, por así decirlo, en la obediencia. La obediencia aquí no es tanto dependencia cuanto semejanza; obedecer a tal Señor es asemejarnos a él, porque es precisamente por su obediencia hasta la muerte como él obtuvo el nombre de Señor que está por encima de cualquier otro nombre (cf. Flp 2,8-9).
De ello descubrimos que la obediencia, antes que virtud, es don; antes que ley, es gracia. La diferencia entre las dos cosas es que la ley dice que hay que hacer, mientras que la gracia da el hacer. La obediencia es ante todo obra de Dios en Cristo, que luego es indicada al creyente para que, a su vez, la exprese en la vida con una fiel imitación. En otras palabras, nosotros no tenemos sólo el deber de obedecer, sino que ¡ahora tenemos también la gracia de obedecer!
La obediencia cristiana se arraiga, pues, en el bautismo; por el bautismo todos los cristianos son «consagrados» a la obediencia, han hecho de ella, en cierto sentido, «voto». El redescubrimiento de este dato común a todos, basado en el bautismo, sale al encuentro de una necesidad vital de los laicos en la Iglesia. El Concilio Vaticano II enunció el principio de la «llamada universal a la santidad» del pueblo de Dios (LG 40) y, dado que no se da santidad sin obediencia, decir que todos los bautizados están llamados a la santidad es como decir que todos están llamados a la obediencia, que hay también una llamada universal a la obediencia.
4. La obediencia como «deber»: la imitación de Cristo
En la primera parte de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida. Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu. En cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento ascético, una parte confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad. Ahora ha llegado el momento de considerar este segundo aspecto, es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia de Cristo. La obediencia como deber.
Apenas se prueba a buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente, es decir, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a Dios. Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia: a los padres, a los amos, a los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana» (1 Pe 2,13), pero mucho menos frecuentemente y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza siempre y sólo para indicar la obediencia a Dios o, en cualquier caso, a instancias que están de la parte de Dios, excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón (v. 21) donde indica la obediencia al Apóstol.
San Pablo habla de obediencia a la fe (Rom 1,5; 16,26), de obediencia a la enseñanza (Rom 6,17), de obediencia al Evangelio (Rom 10,16; 2 Tes 1, 8), de obediencia a la verdad (Gál 5,7), de obediencia a Cristo (2 Cor 10,5). Encontramos el mismo idéntico lenguaje también en otros lugares en el Nuevo Testamento (cf. Hch 6,7; 1 Pe 1,2.22).
Pero, ¿es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viva voluntad de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cabalmente en toda una serie de leyes y de jerarquías? ¿Es lícito pensar que todavía existan, después de todo esto, voluntades «libres» de Dios que hay que recoger y hacer? ¡Sí, sin duda! Si la voluntad viva de Dios se pudiera encerrar y objetivar exhaustiva y definitivamente en una serie de leyes, normas e instituciones, en un «orden», creado y definido de una vez para siempre, la Iglesia terminaría por petrificarse.
El redescubrimiento de la importancia de la obediencia a Dios es una consecuencia natural del redescubrimiento de la dimensión neumática —junto a la jerárquica— de la Iglesia y del primado, en ella, de la palabra de Dios. La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible sólo cuando se afirma, como lo hace el Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos, con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo» (LG 40).
Sólo si se cree en una «señorío» actual y puntual del resucitado sobre la Iglesia, sólo si se está convencido íntimamente de que también hoy —como dice el salmo— «habla el Señor, Dios de los dioses, y no está en silencio» (Sal 50,1), sólo entonces se es capaz de comprender la necesidad y la importancia de la obediencia a Dios. Es un escuchar al Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios viva y actual para nosotros.
Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestas, sino unidas, así ahora tenemos que mostrar que la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a la autoridad visible e institucional, sino que, por el contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios. Sucede exactamente como para la caridad. El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de pruebas es amar al prójimo. «Quien no ama a su hermano a quien ve —escribe san Juan—, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?» (1 Jn 4,20). Lo mismo cabe decir de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios al que no ves?
La obediencia a Dios se realiza, en general, así. Dios te hace relampaguear en su corazón una voluntad suya sobre ti; es una «inspiración» que normalmente nace de una palabra de Dios escuchada o leída en oración. Tú te sientes «interpelado» por esa palabra o por esa inspiración; sientes que te «pide» algo nuevo y tú dices «sí». Si se trata de una decisión que tendrá consecuencias prácticas no puedes actuar solamente sobre la base de tu inspiración. Debes depositar tu llamada en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en cierto modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él hará que la reconozcan sus representantes.
Pero, ¿qué hacer cuando se perfila un conflicto entre las dos obediencias y el superior humano pide hacer una cosa distinta o contraria a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué hizo, en este caso, Jesús. Él aceptó la obediencia externa y se sometió a los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino que realizó la obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin saberlo y sin quererlo —a veces en buena fe, otras veces no —, los hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las multitudes, se convierten en instrumentos para que se cumpla la voluntad de Dios, no la suya.
También esta regla no es, sin embargo, absoluta. No hablo aquí de la obligación positiva de desobedecer cuando la autoridad –como en ciertos regímenes dictatoriales – quiere que se haga algo inmoral y criminal. Permaneciendo en el ámbito religioso, la voluntad de Dios y su libertad pueden exigir del hombre —como sucedió con Pedro frente al requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres (cf. Hch 4,19-20). Pero quien entra en esta vía debe aceptar, como todo verdadero profeta, morir a sí mismo (y a menudo también físicamente), antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica la verdadera profecía estuvo siempre acompañada por la obediencia al Papa. Don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani son algunos ejemplos recientes.
Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad. Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo, se cuestiona enseguida al superior, su discernimiento y su competencia, ya no somos obedientes, sino objetores.
5. Una obediencia abierta siempre y a todos
La obediencia a Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De obediencias a órdenes y autoridades visibles, sucede que se hacen de vez en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida, hablando de obediencias de una cierta seriedad. De obediencias a Dios, en cambio, hay muchas. Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que esto es el don más hermoso que puede hacer, lo que hizo a su amado Hijo Jesús. Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida, como se toma el timón de una barca, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio, y no sólo en teoría, en «Señor», es decir, el que «rige» y «gobierna» determinando, se podría decir, en cada momento, los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el tiempo, todo.
He dicho que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre. Debo añadir que es también la obediencia que todos podemos hacer, tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber obedecer para poder gobernar. No es sólo un principio de buen sentido; hay una razón teológica en ello. Significa que la verdadera fuente de la autoridad espiritual reside más en la obediencia que en el título o en el oficio que uno desempeña. Concebir la autoridad como obediencia significa no contentarse con la sola autoridad, sino aspirar a esa autoridad que viene del hecho de que Dios está detrás de ti y apoya tu decisión. Significa acercarse a ese tipo de autoridad que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la gente a preguntarse maravillada: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva enseñada con autoridad» (Mc 1,27).
En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y eficaz, no sólo nominal o de oficio, un poder intrínseco, no extrínseco. Cuando una orden viene dado por un padre o por un superior que se esfuerza por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no tiene intereses personales que defender, sino sólo el bien del hermano o del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios hace de muro a esa orden o decisión. Si surge controversia, Dios dice a su representante lo que dijo un día a Jeremías: «He aquí que hago de ti como una fortaleza, como un muro de bronce […]. Te harán guerra, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo» (Jer 1,18s). San Ignacio de Antioquía daba este sabio consejo a su discípulo y colega de episcopado, san Policarpo: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento de Dios»[1].
Esta vía de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y extraordinaria, pero está abierta a todos los bautizados. Consiste en «presentar las cuestiones a Dios» (cf. Éx 18,19). Yo puedo decidir por mí mismo hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra y luego, una vez decidido, orar a Dios por el éxito de la cosa. Pero si nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes a Dios con el sencillísimo medio que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad que yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto, y luego haré, o no, la cosa, pero será en adelante, en cualquier caso, un acto de obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa mía.
Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y no tendré ninguna respuesta explícita sobre lo que hay que hacer, o al menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea obediencia. Al actuar así, en efecto, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir a solas, y he dado a Dios una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida. Cualquier cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios. ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom 12,1).
También esta vez terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la enseñanza que nos ha brindado el Apóstol. Un día que estaba lleno de alegría y de gratitud por los beneficios de su Dios («He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí […]; me ha sacado de la fosa de la muerte…»), en un verdadero estado de gracia, el salmista se pregunta qué puede hacer para responder a tanta bondad de Dios: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende enseguida que esto no es lo que Dios quiere de él; es demasiado poco para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces esta es la intuición y la revelación: lo que Dios desea de él es una decisión generosa y solemne para realizar, de ahora en adelante, todo lo que Dios quiere de él, obedecerle en todo. Entonces él exclama:
«He aquí que vengo.
En el rollo del libro de mí está escrito, que yo haga tu voluntad.
Mi Dios lo quiero,
tu ley está en lo profundo de mi corazón».
Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras diciendo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5ss). Ahora nos toca a nosotros. Toda la vida, día a día, puede ser vivida teniendo estas palabras como divisa: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por la mañana, al comenzar una nueva jornada, luego al acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».
No sabemos lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo; sabemos una sola cosa con certeza: que queremos hacer, en ellos, la voluntad de Dios. No sabemos qué nos reserva a cada uno de nosotros nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él con esta palabra en los labios: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».