Salvador Bernal
La libertad es la tensión suprema del espíritu que llama e impele a cada persona a dedicarse a Dios
Estos días significan una auténtica cima de la vida, con infinidad de facetas que cada uno va desgranando a su aire. No es necesario viajar a Tierra Santa o a Roma, para profundizar en el sentido de estas fiestas. Lo difícil es más bien seleccionar lecturas para el tiempo libre.
Hace unos días recomendé en público −y lo reitero aquí− las homilías de san Josemaría Escrivá, recogidas en Es Cristo que pasa: del Domingo de Ramos al de la pascua de Resurrección. Con una presencia viva de la libertad que Él nos ganó en la Cruz.
El amor a la libertad fue un rasgo esencial en la vida y en la enseñanza del fundador del Opus Dei. Le admiraba a un conocido pensador italiano, Cornelio Fabro, que escribió en 1977 un artículo titulado Un maestro de libertà cristiana, al que se refería años después en un estudio extenso sobre la obra escrita del futuro santo: “Atrae la atención, en primer lugar, su insistencia en la ‘libertad’ de los hijos de Dios, de la que ya he tratado en otra ocasión. Es su tema favorito −y, a nuestro juicio, el aspecto más genial y nuevo de su itinerario de la santidad− y parece que él se complace en acentuar la paradoja: la libertad es la tensión suprema del espíritu que llama e impele a cada persona a dedicarse a Dios”.
Al leer la carta que el papa Francisco ha escrito a los jóvenes de UNIV, con motivo del 50º aniversario de esta iniciativa universitaria internacional, que culmina sus trabajos durante la Semana Santa en Roma, he recordado que san Josemaría les mostraba en 1974 su afecto hacia los románticos del siglo XIX: “Tenían toda una ilusión romántica, se sacrificaban y luchaban por alcanzar esa democracia con la que soñaban (...) hay que amar la libertad: con responsabilidad personal. (...) Pienso que soy el último romántico, porque amo la libertad personal de todos −la de los no católicos también− (...) Amo la libertad de los demás, la vuestra, la del que pasa ahora mismo por la calle, porque si no la amara, no podría defender la mía. Pero ésa no es la razón principal. La razón principal es otra: que Cristo murió en la Cruz para darnos la libertad, para que nos quedáramos in libertatem gloriae filiorum Dei”.
Por mucho que haya sido objeto de reflexión filosófica desde los clásicos de Atenas y de múltiples consideraciones teológicas, especialmente con san Agustín, la libertad no pierde cierta aura de misterio, aun para los creyentes que parten de la libertad de Dios, insuperable, omnipotente, reflejada en el amor entre las Personas antes que en las acciones ad extra: la creación de seres capaces de compartir felicidad y amor, particularmente tras la redención operada por Cristo, con la seguridad de que seguirle amplifica la libertad humana.
En la historia de la teología, se observa cómo grandes construcciones innovadoras han surgido en el tiempo, en buena medida, gracias a la felix culpa de las herejías, que agudizaron la mente y la imaginación de los Padres de la Iglesia. La tradición se vivificó también a lo largo de los siglos gracias a la iluminación del Espíritu Santo sobre los grandes santos.
Tal vez algo de esto ha sucedido en el mundo moderno gracias a la Ilustración, en tantas facetas dependiente de la reforma de Lutero. Ha servido para profundizar en la doctrina cristiana sobre la libertad, hasta llegar a la primacía de la persona −y el santuario de su conciencia−, desarrollada en diversos documentos del Concilio Vaticano II.
No puedo dejar de recordar viejas batallas, también porque no están del todo superados sus motivos, en torno a la verdad y al error. La idea de tolerancia, presente aún en los manuales del siglo XX, dejó necesariamente paso a la libertad. Porque la verdad no tiene “derechos”, como no los tienen las abstracciones: los derechos son de la persona, que merece respeto también cuando se equivoca, sin perjuicio de que la sociedad establezca sanciones jurídicas para determinados comportamientos.
Vuelvo al comienzo, para terminar con una cita de la homilía del Viernes Santo, que invita a profundizar en el sentido de la muerte de Cristo: “el Redentor del Universo, al ser inmolado, vence. Dios, dueño de todo lo creado, no afirma su presencia con la fuerza de las armas, y ni siquiera con el poder temporal de los suyos, sino con la grandeza de su amor infinito. / No destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente El nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón. Y espera de nosotros, los cristianos, que vivamos de tal manera que quienes nos traten, por encima de nuestras propias miserias, errores y deficiencias, adviertan el eco del drama de amor del Calvario”.