Palabras del Papa a los miembros de las instituciones
Palabras del Papa a los miembros de las instituciones
Estimados directores, colaboradores y agentes de pastoral, Amigas y amigos:
Gracias padre Domingo por las palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido. He deseado mucho este encuentro con ustedes, que están aquí en el hogar El Buen Samaritano, y también con los demás jóvenes presentes del Centro Juan Pablo II, del Hogar San José de las Hermanas de la Caridad y de la “Casa del Amor”, de la Congregación Hermanos de Jesús Kkottonngae. Estar hoy con ustedes es para mí un motivo para renovar la esperanza. Gracias por permitirlo.
Preparando este encuentro pude leer el testimonio de un miembro de este hogar que me tocó el corazón porque decía: «aquí yo nací de nuevo». Este hogar, y todos los centros que ustedes representan, son signo de esa vida nueva que el Señor nos quiere regalar. Es fácil confirmar la fe de unos hermanos cuando se la ve actuar ungiendo heridas, sanando esperanza y animando a creer. Acá no nacen de nuevo solo los que podríamos llamar “beneficiarios primeros” de vuestros hogares; aquí la Iglesia y la fe nacen y se recrean continuamente por medio de la caridad.
Comenzamos a nacer de nuevo cuando el Espíritu Santo nos regala los ojos para ver a los demás, como nos decía el P. Domingo, no solo como nuestros vecinos ―que eso es ya decir mucho― sino como nuestros prójimos.
El Evangelio nos dice que una vez le preguntaron a Jesús: ¿Quién es mi prójimo? (cf. Lc 10,29). Él no respondió con teorías, ni hizo un discurso bonito o elevado, sino que utilizó una parábola ―la del Buen Samaritano―, un ejemplo concreto de la vida real que todos ustedes conocen y viven muy bien. El prójimo es sobre todo un rostro que encontramos en el camino, y por el cual nos dejamos mover y conmover: mover de nuestros esquemas y prioridades y conmover entrañablemente por lo que esa persona vive para darle lugar y espacio en nuestro andar. Así lo entendió el buen Samaritano ante el hombre que había quedado medio muerto al borde del camino no solo por unos bandidos sino también por la indiferencia de un sacerdote y de un levita que no se animaron a ayudar, porque la indiferencia también hiere y mata. Unos por unas míseras monedas, los otros por miedo a contaminarse, por desprecio o disgusto social no tenían problema en dejar tirado en la calle a ese hombre. El buen Samaritano, así como todas vuestras casas, nos muestran que el prójimo es en primer lugar una persona, alguien con rostro concreto, real y no algo a saltear o ignorar, sea cual sea su situación. Es rostro que revela nuestra humanidad tantas veces sufriente e ignorada.
Es rostro que incomoda hermosamente la vida porque nos recuerda y pone en el camino de lo verdaderamente importante y nos libra de banalizar y volver superfluo nuestro seguimiento del Señor.
Estar aquí es tocar el rostro silencioso y maternal de la Iglesia que es capaz de profetizar y crear hogar, crear comunidad. El rostro de la Iglesia que normalmente no se ve y pasa desapercibido, pero es signo de la concreta misericordia y ternura de Dios, signo vivo de la buena nueva de la resurrección que actúa hoy en nuestras vidas.
Crear “hogar” es crear familia; es aprender a sentirse unidos a los otros más allá de vínculos utilitarios o funcionales que nos hagan sentir la vida un poco más humana.
Crear hogar es permitir que la profecía tome cuerpo y haga nuestras horas y días menos inhóspitos, indiferentes y anónimos. Es crear lazos que se construyen con gestos sencillos, cotidianos y que todos podemos realizar. Un hogar, y lo sabemos todos muy bien, necesita de la colaboración de todos. Nadie puede ser indiferente o ajeno, ya que cada uno es piedra necesaria en su construcción. Y eso implica pedirle al Señor que nos regale la gracia de aprender a tenernos paciencia, a perdonarse; aprender todos los días a volver a empezar. Y, ¿cuántas veces perdonar o volver a empezar? Setenta veces siete, todas las necesarias. Crear lazos fuertes exige de la confianza que se alimenta todos los días de la paciencia y el perdón.
Así se produce el milagro de experimentar que aquí se nace de nuevo, aquí todos nacemos de nuevo porque sentimos actuante la caricia de Dios que nos posibilita soñar el mundo más humano y, por tanto, más divino.
Gracias a todos ustedes por el ejemplo y generosidad; gracias a sus Instituciones, a los voluntarios y a los bienhechores. Gracias a cuantos hacen posible que el amor de Dios se haga cada vez más concreto y real, mirando a los ojos de los que están a nuestro alrededor y reconociéndonos como prójimos.
Ahora que vamos a rezar el Ángelus, los confío a nuestra Madre la Virgen. Le pedimos a Ella, que como buena Madre sabe de ternura y de projimidad, nos enseñe a estar atentos para descubrir cada día quién es nuestro prójimo y nos anime a salir con rapidez a su encuentro, y poder darle un hogar, un abrazo donde encuentre cobijo y amor de hermanos. Una misión en la que todos estamos involucrados.
Los invito ahora a poner bajo su manto todas sus inquietudes y necesidades, aquellos dolores que llevan, las heridas que padecen, para que, como Buena Samaritana, venga a nosotros y nos auxilie con su maternidad, con su ternura, con su sonrisa de Madre.