Jaime Nubiola
Dificultar la educación de los hijos es condenarlos a una mísera esclavitud intelectual y vital: los libros son siempre “peligrosos” porque nos hacen más libres, porque ensanchan nuestra vida, alimentan nuestra imaginación y ponen a prueba las convicciones recibidas al acercarnos a la verdad
Al acercarse el final del año suele ser frecuente que los periódicos publiquen listas de los 10 mejores libros del año, los más vendidos o los preferidos por artistas, escritores o personas que trabajan en el mundo de la cultura. Una colega me animó a que publicara en Facebook mi lista de libros favoritos del 2018 siguiendo el ejemplo de un profesor de la Facultad de Comunicación. Le contesté que para mí había solo un libro que este año merecía ser destacado por encima de todos los demás. Se trata de Una educación de Tara Westover, publicado por Lumen en septiembre del 2018 en traducción de Antonia Martín.
Había sido publicado unos pocos meses antes en Estados Unidos bajo el título Educated. A Memoir y según se indica en la web de la autora está en proceso de traducción a una treintena de lenguas. A mí me recomendó este libro la escritora Sara Barrena y desde que lo leí −casi de un tirón− no he dejado de recomendárselo a otros. Lo he regalado en estas fiestas de Navidad y me gusta escribir sobre él pues pienso que puede ayudar a muchos. Ningún libro me había impactado tanto desde que hace diez o doce años quedé deslumbrado por La carretera de Cormac McCarthy. Quizá por eso me encantó que Amazon lo eligiera también como «el mejor libro del 2018». Chris Schluep, editor de Amazon, explicaba así esta elección: “Es una joya: sorprende e inspira, y queremos decir a todo el mundo: ¡lee este libro!”. Eso es precisamente lo que me pasó a mí.
Su lectura me impactó desde su primera página en la que la autora reúne dos maravillosas citas que merece la pena transcribir, pues expresan con luminosa claridad el sentido más hondo del libro. La primera es de la escritora Virginia Woolf y dice así: “El pasado es hermoso porque nunca comprendemos una emoción en el momento. Se expande más tarde, y por eso no tenemos emociones completas sobre el presente, solo sobre el pasado”. ¡Qué interesante es la memoria de los seres humanos que se vuelca hacia atrás para así poder dotar de sentido al presente!
Viene a mi memoria aquel dicho de Kierkegaard: “Vivimos hacia adelante, pero comprendemos hacia atrás”. Es así. Quizá lo más sorprendente es que un libro de memorias escrito por una mujer de treinta años pueda enseñar y hacernos pensar tanto: la tensión entre memoria y educación, entre fidelidad a la tradición familiar y verdad, atraviesa su vida… y la nuestra. Aunque el marco vital de Tara Westover se desarrolle en una familia mormona en las montañas de Idaho su problema es verdaderamente universal.
La segunda cita es de mi admirado John Dewey, el filósofo pragmatista tan relevante en la educación moderna, y dice así: “Creo, finalmente, que la educación debe ser concebida como una continua reconstrucción de la experiencia; que el proceso y la meta de la educación son una y la misma cosa”.
Efectivamente, cuando las reformas educativas −siguiendo a Dewey− aspiran a que los estudiantes adquieran experiencia y no solo teoría o memorización, están apuntando a algo realmente muy importante. Parafraseando a Kant puede decirse que la educación sin experiencia está vacía −y por tanto resulta aburrida−, pero también puede añadirse que la experiencia sin educación es ciega. Cuando hoy en día los jóvenes desprecian la teoría lo que verdaderamente desprecian es la teoría desgajada de la vida; en cambio valoran muchísimo las teorías que encienden su vida y, sobre todo, admiran a las personas que logran aunar coherentemente pensamiento y vida. Este es en última instancia el tema de este libro: cómo la educación puede transformar una vida. Así lo expresa también Tara en las últimas líneas del libro al advertir el «desarrollo de un nuevo yo»: «Podéis llamarlo transformación. Metamorfosis. Falsedad. Traición. Yo lo llamo una educación» (p. 462).
El hilo de la biografía de Tara que a mí me gusta destacar es su curiosidad por los libros, su afán de leer y estudiar, inspirado probablemente por su hermano Tyler, al que este libro está dedicado y que había abandonado el hogar familiar para dedicarse al estudio. Frente al ambiente familiar opresor, Tara encuentra en los libros y en la educación un ilimitado espacio de libertad. El padre −probablemente un enfermo mental− tiene una enorme chatarrería en la que trabaja con sus hijos, a los que tiene prohibido ir a la escuela o acudir al médico porque son estructuras del corrupto gobierno norteamericano. Se supone que los hijos reciben enseñanza en casa por parte de la madre, herborista y partera, pero resulta del todo rudimentaria. La educación más importante la adquiere Tara estudiando por su cuenta el Libro de Mormón y el Nuevo Testamento. Copio un párrafo (p. 101): “Visto en perspectiva, me doy cuenta de que esa fue mi educación, la importante: las horas que pasé sentada a un escritorio prestado esforzándome por descomponer y analizar las rígidas corrientes de la doctrina mormona a imitación del hermano que me había abandonado. Estaba adquiriendo una aptitud fundamental: la paciencia para leer lo que aún no entendía”.
De hecho, Tara abandonará su casa para ir a la universidad. Su educación culminará años más tarde con un doctorado en historia en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, y con la ruptura con su familia que, además del desequilibrio paterno, encubre vergonzosamente la violencia doméstica ejercida por otro hermano.
Sin duda la historia de Tara Westover es extrema, pero puede aprenderse mucho de su caso. Como escribe en una nota introductoria, “esta historia no trata sobre el mormonismo ni sobre ninguna otra creencia religiosa”, trata sobre “personas, unas creyentes, otras no; unas buenas, otras no”. Así es la vida. Lo que quiero destacar por mi parte es que dificultar la educación de los hijos es condenarlos a una mísera esclavitud intelectual y vital: los libros son siempre “peligrosos” porque nos hacen más libres, porque ensanchan nuestra vida, alimentan nuestra imaginación y ponen a prueba las convicciones recibidas al acercarnos a la verdad.