Ernesto Juliá
La Cabalgata de los Reyes Magos quiere ser el recuerdo de la euforia de estos hombres, al regresar a su país, y por eso promueve a su alrededor una fiesta popular de contento en la que todos de alguna manera participamos
¿Por qué unos cristianos han querido, en un momento de su historia, revivir de esta manera el viaje de los Reyes Magos? A ésta pregunta se añade otra, ¿por qué en esta época, que ha hecho realidad hasta los viajes interplanetarios, se sigue recordando de esa manera tan natural, como es el andar de una cabalgata, un viaje tan pobre y pedestre como fue el de los Reyes Magos? Y me hago estas preguntas con el espíritu de un cristiano corriente, que después de leer los Santos Evangelios, sabe bien dos cosas sobre el día de Reyes: la alegría de los Magos al dar sus dones al Hijo de Dios; y la alegría del Hijo de Dios, al recibirlos.
La Epifanía es la manifestación del gran regalo que Dios ha querido hacer a la humanidad, a cada hombre que ha vivido, vive y vivirá en la tierra. El Niño que, en su nacimiento ha permanecido escondido en un rincón de Palestina, en la Epifanía es mostrado al mundo, es ofrecido a todos los seres humanos, para que lo descubran y se gocen en Él. Desde aquel día, hombres y mujeres de todas las razas, de todas las culturas y civilizaciones, de cualquier confín del globo, podemos contemplar, adorar, amar al Hijo de Dios hecho hombre: Él ha querido pertenecernos.
Los Magos comenzaron a cabalgar con un rumbo, aun sin saber a ciencia cierta a qué lugar del mundo les llevaría la estrella, y dispuestos a conquistar el horizonte abierto a su mirada, a su corazón. Quizá en algún momento cruzó por su mente el pensamiento fatalista y pesimista del jinete de García Lorca −"yo nunca llegaré a Córdoba"−, pero lo olvidaron enseguida y continuaron cabalgando, renovando su esperanza al ensillar de nuevo cada mañana.
Han podido caer en la tentación de retirarse de la empresa al perder la visión de la estrella. En medio del desconcierto de Jerusalén tampoco se dieron por vencidos, y consiguieron al fin desentrañar que el secreto escondido en la estrella no era una ilusión, no era un sueño, no era una fábula; era sencillamente el Verbo de Dios hecho carne; el Niño Jesús a Quién saludaron, conocieron, adoraron.
Los Magos hicieron todo el viaje solos. No pasaron por los pueblos con un banderín de enganche. Nadie se unió a su comitiva. T.S. Eliot oye voces que les dicen al oído, that this was all folly: que todo aquel viaje era una locura. Ellos veían de vez en cuando la estrella, rectificaban el camino si era necesario, y hacían oídos de mercader a las insidias que les traían los vientos. Y, al fin, llegaron.
La estrella ha permitido que los Magos descubrieran un "motivo para vivir". Ese "motivo" que obliga al Gran Inquisidor de Dostoiewsky a reconocer una cierta razón del actuar de Jesucristo, después de recriminarle por haber rechazado la primera tentación del diablo: "En eso tenías tu razón: el secreto del humano existir consiste en tener un motivo para vivir. Si el hombre no se explica claramente por qué debe vivir se destruirá a sí mismo antes que continuar una vida inexplicable, aunque tuviese el pan a montones".
Los ojos de los Magos se llenan de la plenitud de la luz que han visto en el Portal de Belén; y aún sin tener palabras adecuadas para expresarlo, anhelan comunicar a los demás mortales el descubrimiento que ilumina, con visos de eternidad, su espíritu. Transmitirles de alguna manera ese gozo de "quienes han visto al Salvador".
Si al comenzar el viaje el "motivo de su vivir" era sencillamente seguir la estrella; ahora saben que han de hacer partícipes de su gozo a niños y niñas, adolescentes, estudiantes y universitarias, padres e hijos, hijas y madres, hombres y mujeres, ancianas y ancianos.
Ahí está su triunfo. Han comprobado que su cabalgar no ha sido estéril. Han arriesgado seguridad, comodidad, posiciones, puestos de poder y de prestigio. El riesgo que corrieron los Magos no estaba protegido por ningún seguro. Han podido quedarse a mitad de camino; ser asaltados, raptados, robados, asesinados; y nadie hubiera echado de menos su presencia, ni ninguna policía se hubiera puesto en marcha hasta dar con su paradero. Y todo, porque un día vieron una estrella que parecía llamarles. Y les llamaba.
La Cabalgata de los Reyes Magos quiere ser el recuerdo de la euforia de estos hombres, al regresar a su país, y por eso promueve a su alrededor una fiesta popular de contento en la que todos de alguna manera participamos. Nacida para repartir juguetes a los niños pobres, la Cabalgata ha enriquecido su hondo sentido de solidaridad social, Caridad, entre los hombres, al convertirse en testimonio del inefable Don recibido. Sin el Niño que nació en Belén, los Magos, y sus juguetes y gozo, no tienen significado alguno.
Y todo acontece bajo la mirada sencilla, y algo asombrada, del Niño Jesús, como en Belén, cuando recibió a los Reyes Magos. Sanos y enfermos han encontrado en el horizonte de sus propias vidas una nueva luz. De tanto luchar en la batalla del quehacer diario, los hombres nos olvidamos que todos somos hijos de Dios, y hermanos los unos de los otros. Unos descubren la alegría de dar; otros, la alegría de ofrecer una ocasión a que los otros den. La Cabalgata no es una mala obra de caridad para satisfacer la conciencia de alguno, ni una charanga sentimental o folclórica como algún que otro ayuntamiento pretende.
La Cabalgata es una obra de amor, hecha por hombres y mujeres y niños para hombres y mujeres y niños, en recuerdo del viaje que los Reyes Magos hicieron para adorar al Señor, que ayuda a descubrir la alegría cristiana de recibir y de dar: ¿quién no se conmueve y se siente pagado, y más que pagado, ante la sonrisa agradecida de un retrasado mental?
La Cabalgata prepara su itinerario por las calles de nuestras ciudades, y trata como de comunicar a través de un río de caridad, hospitales, asilos, hogares de beneficiencia. Rincones todos donde encuentran un refugio al sufrimiento y a la intemperie de cada día, tantas y tantas personas necesitadas: ancianos; enfermos, curables e incurables, físicos y mentales; lisiados; paralíticos; minusválidos. La Cabalgata no les resuelve ningún problema: ni les construye mejores salas, ni les proporciona médicos que curen las enfermedades, ni tiene una receta mágica para quitar dolores y sufrimientos. Una vez pasada, los problemas siguen siendo idénticos, y la miseria y dureza de la enfermedad no disminuye ni se alivia.
Algo, sin embargo, queda en la atmósfera. Por un momento, los enfermos se han encontrado formando parte de la misma sociedad de los sanos y objeto de su atención, no hay falsas caridades, ni sueños de consolación, nadie se siente humillado, ni nadie se enorgullece de tener más: es un encuentro fraterno, cristiano, más allá de cualquier barrera; que vence toda marginación. Y esto, como por encanto; con un regalo, un dulce, un juguete, un gesto apenas perceptible. Detrás de cada caramelo que Melchor, Gaspar y Baltasar han lanzado a lo largo del recorrido, se esconde un Ángel, y en las pupilas del Ángel, el rostro de Cristo, recién nacido. Quizá sólo algunos lo han visto.
La Cabalgata de los Magos ha pasado ya. A nuestra vista se pierden hombres y animales, en camino de regreso a su país de origen; allá por Arabia, quizá, ¿o sería más bien hacia Persia, dejando al sur la línea divisoria del río Eúfrates? No lo sabremos nunca; la imaginación creadora tiene campo abierto para completar la realidad, después de nutrirse de la historia.
And I would do it again; volvemos a uno de los Reyes de T.S. Eliot: harían de nuevo el camino, las penas no cuentan, después de la alegría. Quizá por el mismo motivo nos unimos de corazón a la Cabalgata, y celebramos este viaje al comenzar el año: un viaje que va a durar después los 365 días que nos quedan por recorrer hasta la próxima.
Volverá la Cabalgata de los Reyes Magos el próximo año, y los venideros; y la antorcha seguirá brillando hasta el fin de los tiempos. Que ya en la eternidad no es necesario cabalgar.