Salvador Bernal
Salvo error por mi parte, la centralidad de Cristo es una de las constantes en el magisterio pontificio de las últimas décadas, con matices específicos en cada obispo de Roma
¿Qué va a quedar de la Jornada Mundial de la Juventud? Una pregunta casi ritual tras la celebración del evento periódico que introdujo en la Iglesia san Juan Pablo II. Las respuestas son múltiples, pero me atrevo a afirmar −con la experiencia de los años− que muchos la recordarán como un hito crucial en su vida: allí se encontraron con la Persona de Jesucristo, tanto dentro de su alma, como en la alegría vital de otros miles de jóvenes.
Una vez más lo recordó en Panamá el papa Francisco, también con palabras gráficas de san Óscar Romero. Me vino a la memoria el grito “no tengáis miedo…” con el que Juan Pablo II inauguró su pontificado. Lo desarrollaría pronto en su primera encíclica, de 1979, Redemptor hominis, que comienza justamente con esta frase: “El redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia”. Y confiaba públicamente que “a Cristo Redentor elevé mis sentimientos y mi pensamiento el 16 de octubre pasado, cuando después de la elección, se me hizo la pregunta: ‘¿Aceptas?’. Respondí: ‘En obediencia de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto’”.
Más adelante, señalará que “se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo (…) sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación”. Porque, de acuerdo con la afirmación de Pedro, cuando se produce la desbandada ante la gran manifestación del milagro eucarístico en Cafarnaún: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Al cabo, enseña el Concilio Vaticano II, “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”.
Salvo error por mi parte, la centralidad de Cristo es una de las constantes en el magisterio pontificio de las últimas décadas, con matices específicos en cada obispo de Roma. Francisco ha puesto en primer plano la misericordia, que subraya de modo particular cuando habla a los jóvenes, tantas veces necesitados de conocer y vivir una esperanza auténtica, abierta a la plenitud de horizontes también humanos.
De ahí la invitación en Panamá a discernir la llamada de Dios a cada uno desde la perspectiva de la entrega plena al cumplimiento de la voluntad divina, siguiendo el modelo de Cristo. Las respuestas son distintas, como también las circunstancias personales, pero con el denominador común de la disponibilidad a la gracia, que puede exigir el celibato o confirmar una vocación matrimonial.
Del celibato habló el papa en el viaje de regreso a Roma, y del matrimonio apenas dos días después en el tradicional discurso a la Rota, con motivo de la apertura del año judicial. No es mera coincidencia temporal: en la tradición de la Iglesia, desde los Evangelios y las cartas de san Pablo, no hay tanto jerarquía de valores, como afirmación complementaria de dos manifestaciones distintas de un mismo espíritu de donación, participación del amor de Cristo a su Iglesia en el sacramento magno del matrimonio, según la clásica expresión paulina de Efesios 5, 32.
Escribo estas líneas −mientras el papa vuela hacia Abu Dhabi, en un viaje a los Emiratos Árabes Unidos, breve pero importante para el diálogo interreligioso− después de escuchar la segunda lectura del domingo, que incluye el impresionante himno a la caridad de la primera epístola a los Corintios. Cómo no recordar la detenida glosa de Francisco a ese lugar emblemático de la doctrina cristiana aplicándolo a la familia, en Amoris laetitia, 90 ss. Podría figurar por derecho propio en una posible antología de textos del actual pontífice romano.
Pocos días después de la Jornada de la Juventud, recordaría ante la Rota –más allá del servicio al Pueblo de Dios al interpretar correctamente el derecho matrimonial- los bienes irrenunciables del matrimonio, consciente de la necesidad de un renovado esfuerzo para difundir el estilo de vida cristiano en una sociedad cada vez más secularizada: unidad y fidelidad son dos pilares fundamentales de la esencia misma de la Iglesia de Cristo; “antes de ser, más aún, para ser, obligaciones jurídicas de cada unión conyugal con Cristo, deben ser epifanía de la fe bautismal” (*). En la difusión de esa grandeza divina y humana del matrimonio y la familia, estamos implicados todos, no sólo los pastores.