2/17/19

“El encuentro con el otro es también un encuentro con Cristo”

Homilía del Papa en ‘Fraterna Domus’

La riqueza de las lecturas elegidas para esta celebración eucarística se puede resumir en una frase: “No tengáis miedo”.
En el pasaje del Libro del Éxodo hemos visto a los israelitas en el Mar Rojo, aterrorizados porque el ejército del Faraón los persigue y está a punto de alcanzarlos. Muchos piensan: era mejor quedarse en Egipto y vivir como esclavos que morir en el desierto. Pero Moisés invita al pueblo a no tener miedo, porque el Señor está con ellos: “Sed fuertes y veréis la salvación que el Señor os otorgará en este día” (Ex 14,13). El largo viaje por el desierto, necesario para alcanzar la Tierra Prometida, comienza con esta primera gran prueba. Israel está llamado a mirar más allá de las adversidades del momento, a vencer el miedo y confiar plenamente en la acción salvadora y misteriosa del Señor.
En la página del Evangelio de Mateo (14: 22-33), los discípulos se turban y gritan de miedo al ver al Maestro que camina sobre las aguas pensando que es un fantasma. Desde la barca zarandeada por el fuerte viento, no logran reconocer a Jesús; pero Él les tranquiliza: “¡Ánimo, que soy yo, no temáis!” (v. 27). Pedro, con una mezcla de desconfianza y entusiasmo, pide a Jesús una prueba: “Mándame ir a ti sobre las aguas” (v. 28). Jesús lo llama. Pedro da unos pasos, pero luego la violencia del viento lo asusta y comienza a hundirse. Mientras lo agarra para salvarlo, el Maestro le reprocha: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” (V. 31).
A través de estos episodios bíblicos, el Señor hoy nos habla a nosotros y nos pide que dejemos que nos libre de nuestros miedos. “Libres del miedo” es precisamente el tema elegido para este encuentro vuestro. “Libres del miedo”. El miedo es el origen de la esclavitud: los israelitas prefieren volverse esclavos por miedo. Es también el origen de toda dictadura, porque sobre el miedo del pueblo crece la violencia de los dictadores.
Ante la maldad y la fealdad de nuestro tiempo, nosotros también, como el pueblo de Israel, tenemos la tentación de abandonar nuestro sueño de libertad. Sentimos un miedo legítimo ante situaciones que nos parecen sin salida. Y no bastan las palabras humanas de un líder o de un profeta para tranquilizarnos, cuando no logramos sentir la presencia de Dios y no somos capaces de abandonarnos a su providencia. Así, nos cerramos en nosotros mismos, en nuestras frágiles seguridades humanas, en el círculo de las personas amadas, en nuestra rutina tranquilizadora. Y al final renunciamos al viaje hacia la Tierra prometida para volver a la esclavitud de Egipto.
Este repliegue en uno mismo, signo de derrota, acrecienta nuestro miedo de los “otros”, de los desconocidos, de los marginados, de  los forasteros –que , por otra parte, son los privilegiados del Señor, como leemos en Mateo,25-. Y esto se nota particularmente hoy en día, frente a la llegada de migrantes y refugiados que llaman a nuestra puerta en busca de protección, seguridad y un futuro mejor. Es verdad, el temor es legítimo, también porque falta preparación para este encuentro. Lo decía el año pasado, con motivo de la Jornada Mundial de los Migrantes y Refugiados: “No es fácil entrar en la cultura que nos es ajena, ponernos en el lugar de personas tan diferentes a nosotros, comprender sus pensamientos y sus experiencias. Y así, a menudo, renunciamos al encuentro con el otro y levantamos barreras para defendernos”. Renunciar a un encuentro no es humano.
En cambio, estamos llamados a superar el miedo para abrirnos al encuentro. Y para hacerlo, no bastan las justificaciones racionales y los cálculos estadísticos. Moisés dice al pueblo frente al Mar Rojo, con un enemigo aguerrido a sus espaldas: «No temáis», porque el Señor no abandona a su pueblo, sino que actúa misteriosamente en la historia para realizar su plan de salvación. Moisés habla así sencillamente porque se fía de Dios.
El encuentro con el otro  es también un encuentro con Cristo. Nos lo dijo Él mismo. Es Él quien llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y encarcelado, pidiendo que lo encontremos y ayudemos. Y si todavía tuviéramos alguna duda, esta es su clara palabra: “En verdad os digo, que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.” (Mt 25,40).
El aliento del Maestro a sus discípulos también se puede entender en este sentido: “Ánimo, que soy yo, no temáis” (Mt 14,27). Y realmente es Él, incluso si a nuestros ojos les cuesta trabajo reconocerlo: con la ropa rota, con los pies sucios, con el rostro deformado, con el cuerpo llagado, incapaz de hablar nuestra lengua … Nosotros también, como Pedro, podríamos sentirnos tentados de poner a prueba a Jesús, de pedirle una señal. Y tal vez, después de algunos pasos vacilantes hacia él, volver a ser víctimas de nuestros miedos. ¡Pero el Señor no nos abandona! Aunque seamos hombres y mujeres de “poca fe”, Cristo continúa tendiendo su mano para salvarnos y permitir que nos encontremos con él, un encuentro que nos salva y nos devuelve la alegría de ser sus discípulos.
Si esta es una clave válida de lectura de nuestra historia actual, entonces deberíamos comenzar a dar las gracias a  quien nos brinda la oportunidad de este encuentro es decir, a los “otros” que llaman a nuestras puertas, ofreciéndonos la oportunidad de superar nuestros miedos para encontrar, acoger y ayudar  a Jesús en persona.
Y aquellos que han tenido la fuerza de liberarse del miedo, los que han experimentado la alegría de este encuentro  hoy están llamados a anunciarlo desde los tejados, abiertamente, para ayudar a otros  a hacer lo mismo, predisponiéndose al encuentro con Cristo y su salvación.
Hermanos y hermanas, es una gracia que comporta una misión,  fruto del completo abandono al Señor, que es para nosotros la única certeza verdadera. Por esta razón, como individuos y como comunidades, estamos llamados a hacer nuestra la oración del pueblo redimido: “Mi fortaleza y mi canción es el Señor, él es mi salvación” (Ex 15,2).