Lo que el que sufre necesita es consuelo en forma de cariño. Las teorías abstractas no consuelan. Ese día lo que querremos es que alguien nos acompañe, quizá en silencio, porque nos sentiremos vulnerables, como náufragos en el mar… Alguien en cuyo abrazo podamos reconocer el abrazo de Cristo
Puedo afirmar que había preparado un texto muy interesante sobre esta cuestión. Un texto muy bien pensado, muy lógico, muy teológico, muy serio y muy académico, como corresponde a una jornada en honor del patrón de los teólogos.
Esperaba dejar muy claro, en el breve espacio de diez minutos, el sentido del sufrimiento a los presentes, y casi imaginaba yo a todo el mundo diciendo: “¡Qué claridad! Por fin entiendo el profundo sentido del sufrimiento”.
Pero había algo que no me cuadraba. Es como si ese texto lo hubiera escrito una persona que nunca había sufrido. Como quien habla del mar sin haberlo visto y sin haber metido los pies en él.
Una persona que nunca ha sufrido y que nos habla del sufrimiento es una persona de la que hay que desconfiar, porque intentará convencernos de que el sufrimiento es lo más lógico del mundo, y de que si sentimos dificultades para aceptarlo es porque somos malos cristianos. Sería capaz de ponerse al lado de Jesús en el Huerto de los Olivos y decirle: “Pero ¿cómo es posible que pidas que el Padre aparte de ti este cáliz. Lo que debes hacer es ofrecerlo, y ya está”.
El que nunca ha sufrido es una persona con muchas dificultades para comprender a los que sufren. Es como una persona experta en crucifixiones: puede hablar durante horas sobre la crucifixión, hasta que alguien le clava un clavo en la mano.
En estas estaba, cuando cayó en mis manos un libro. Un libro muy breve. Una joya literaria. Precioso. Se titula Sucederá la flor. El autor es Jesús Montiel. Este hombre escribe dirigiéndose a su hijo pequeño, un niño que ha sufrido leucemia, y que después se curó. Y nos habla de su dolor de padre y del dolor del hijo.
Voy a leer media página.
«El capellán del hospital allanaba nuestra habitación con cara de sabelotodo, y eso no me gustaba: la vida no es una tabla de multiplicar. Aquel día te bendijo. Trazó con el dedo la señal de la cruz, sobre tu frente, y se lo agradecí. Luego me dio muchos consejos. Parlamentó sobre la muerte y la otra vida y nuestra habitación se volvió irrespirable con tantas palabras. Tuve que salir mientras él seguía soltando aquellas frases de manual y aprendidas en el seminario con las que intentaba disfrazar su propio horror. Me dijo que yo debía ser fuerte, que no podía hundirme porque mamá debía tener al lado un hombre donde apoyarse. No te escandalices, pero tuve ganas de echarlo. Dios no se parece a las palabras del capellán. No puede exigirnos algo tan inhumano, permanecer incólumes. Qué Dios es ese que nos pone un corazón de carne y luego nos pide una piedra. Te diré por qué lo sé. Otro día, de noche, yo dormía a tu lado. Lloraba a moco tendido. Durante el día tenía que fingirme fuerte, tragarme las lágrimas en el cuarto de baño, sin la policía de tus ojos, así que aprovechaba la oscuridad para desahogarme. Esa noche me abrazaste. No estabas dormido. Me dijiste te quiero y me besaste. Fuiste tú quien me consoló mientras yo me rompía. Descansé mucho al saber que no tenía que dar ninguna talla. Tu abrazo sí era Dios. Un Dios con la estatura de un niño de tres años» (pp. 30-31).
Al leer estas palabras, pensé inmediatamente: yo no quiero hacer como el capellán de ese hospital.
Pero el texto que había preparado era de ese estilo, como si el sufrimiento fuera una tabla de multiplicar, todo muy lógico, todo muy bien fundamentado, todo muy claro, clarísimo, de manual…
Así que decidí romperlo para evitarles a ustedes otro sufrimiento. Ya está bien −pensé− de hacer una teología de manual del siglo dieciocho.
Y decidí pensar en esa escena del niño con leucemia que abraza a su padre y le dice “Te quiero”. Y en estas palabras: “Tu abrazo sí era Dios”.
Al que sufre le dicen muy poco las teorías. Más aún, cuando una persona está sufriendo, lo que menos necesita son teorías y consejos filosófico-teológicos: le resultan molestos, como le sucede al autor de este libro con los consejos del capellán.
Lo que el que sufre necesita es consuelo en forma de cariño. Las teorías abstractas no consuelan.
Todos los que estamos aquí hemos sufrido o vamos a sufrir. Y cuando llegue ese momento, las explicaciones teóricas teológico-filosóficas sobre el sufrimiento nos van a servir de poco.
Ese día lo que querremos es que alguien nos acompañe, quizá en silencio, porque nos sentiremos vulnerables, como náufragos en el mar… Alguien en cuyo abrazo podamos reconocer el abrazo de Cristo.
Porque el único que verdaderamente consuela es Dios. El abrazo del niño, del hijo con leucemia, que le dice a su padre: “Te quiero”, es el abrazo de Dios, el abrazo de Jesús.
El abrazo de Dios es el abrazo de un Dios Padre que sufre con el sufrimiento de sus hijos.
Es el abrazo de un Dios hombre, nuestro hermano, que ha sufrido en la cruz y que nos muestra sus llagas.
Es el abrazo de un Dios Espíritu Santo Paráclito, Consolador. Nombre que le dio Jesucristo. Él es el único que nos puede consolar de verdad.
Jesús no nos ha dejado una explicación teórica del sentido del sufrimiento, ni del suyo ni del nuestro.
Nos ha dejado la revelación del amor de Dios Padre, la de su amor que le lleva a morir por nosotros en la cruz, y la revelación del Espíritu Santo como Paráclito.
Para entender el sufrimiento, para hacer teología sobre el sufrimiento, hay que seguir el método del abrazo: recibir el abrazo de Jesús y escuchar sus palabras: “Te quiero”.
Un te quiero de quien sufre conmigo y por mí, porque es mi Dios y mi amigo.
En ese “Te quiero”, en ese abrazo, no encuentro una explicación teórica magistral del sufrimiento. Lo que encuentro es el amor de Dios y, por tanto, el sentido de todo, del sufrimiento y de la alegría. En ese encuentro, sin pensarlo, veo a un Dios Padre que no puede permitir nada malo para mí porque me quiere con locura. Como nuestros padres, pero infinitamente más.
A partir de ahí, con la luz del Espíritu Santo, podemos, en primer lugar, reflexionar sobre el sentido del sufrimiento. Y solo después lograremos escribir algo sin decir tonterías de manual.
Creo que el sentido del sufrimiento solo se puede captar en el abrazo que nos da Jesús crucificado cuando sufrimos, en el diálogo con Cristo. ¡En la oración!
Y en ese abrazo, en la oración, podemos descubrir el núcleo de toda la teología, el mensaje que la razón iluminada por la fe intenta entender: el amor de Dios por el hombre, que crea por amor y salva por amor.
Pero un amor que sufre. Porque si amas tienes que estar dispuesto a sufrir. Y Dios, al crearnos, se dispuso a sufrir, porque sabía que corría el riesgo de la rebelión de sus hijos, y quiso a pesar de todo salvarlos.
En el abrazo de Cristo descubrimos que, si nosotros necesitamos consuelo, Él también. Somos dos amigos que necesitamos consuelo. Él se he hecho vulnerable.
Esto no es una meditación para despertar sentimientos piadosos. O sí. Quizá eso sea lo mejor. Pero creo que esto es teología.
Podemos ahora hablar de la corredención, de colaboración del hombre con Cristo en la salvación por medio del sufrimiento. Que es la clave de su sentido desde el punto de vista teológico.
Pero esto viene al final. Esto de lo que yo iba a tratar al comienzo, en realidad viene al final. Primero es la experiencia del cariño de Cristo. Después podemos pararnos, ir a la mesa de trabajo, y escribir la argumentación teológica como fruto de la experiencia y la reflexión.
Con esto lo que intento decir es que solo se puede hacer teología sobre el sufrimiento o sobre lo que queramos a partir de la experiencia de la unión con Cristo. La teología debe seguir este camino. Primero la experiencia del amor de Cristo. Después la reflexión. Primero la experiencia de la amistad de Cristo, después las palabras.
Solo el que recuesta su cabeza sobre el pecho de Jesús durante la última Cena, puede escribir después el capítulo primero del cuarto evangelio. Antes que santo Tomás, el patrón de los teólogos debería ser San Juan.