Jaime Nubiola
Necesitamos profesores con alma y corazón, y no solo que sepan mucho de su asignatura, porque si no ponen alma y corazón, realmente no saben cómo enseñarla
Me llegan a la vez dos textos aparecidos recientemente en el New York Times que me impresionan. Por un lado, David Brooks escribe un artículo el 18 de enero con el hermoso título “Students Learn From People They Love” [“Los estudiantes aprenden de aquellos a quienes aman”], que me lo hace llegar mi querido amigo Fernando Batista desde México. Por otro lado, estoy suscrito a la newsletterfeminista del New York Times titulada desde hace poco “In Her Words” y me impacta desde el título la entrega del miércoles 23: “What Is Toxic Masculinity?” [“¿Qué es masculinidad tóxica?”].
Los dos textos me han dejado pensando y he aprovechado una inoportuna gripe para enlazarlos y poner por escrito mi reflexión. El artículo de la masculinidad tóxica nace de un reciente anuncio de Gillete en el que aparecen niños y adultos varones en una panoplia de conductas nocivas (bullying, peleas, discriminación, acoso sexual y más), mientras que una hilera de hombres justifica a coro esas conductas diciendo: “Boys will be boys” [“Los niños siempre serán niños”]. El anuncio invita a abandonar esa anticuada mentalidad y a adoptar, en cambio, otros comportamientos varoniles pacíficos, cordiales y educados. Al parecer ha causado gran revuelo en los Estados Unidos.
¿Qué significa “masculinidad tóxica” o “ideología masculina tradicional”?, se pregunta Maya Salam, la editora de la newsletter. Y responde que los investigadores han identificado que está conformada por un conjunto de conductas que incluyen en parte las siguientes:
1) Suprimir las emociones y ocultar la angustia.
2) Mantener una apariencia de “duro”.
3) La violencia como indicador de poder.
En otras palabras, prosigue Maya Salam, la masculinidad tóxica puede venir de que a los niños no se les deje expresar sus emociones abiertamente, y de que tengan que parecer siempre duros. Basta con recurrir a la manida frase de “los hombres no lloran” con la que sigue reprimiéndose la expresividad emotiva de tantos niños varones en todo el mundo. Llorar −suele decírseles− es “cosa de niñas”. Como se afirma a veces: “Men repress, women express”, los hombres reprimen sus lágrimas, mientras que las mujeres expresan sus emociones con ellas.
Debo decir de antemano que a mí me saltan las lágrimas con facilidad cuando veo a alguien sufriendo, incluso en el telediario. También la gratitud me emociona hasta las lágrimas. Los discursos de Obama en los funerales eran unas piezas oratorias magníficas: se emocionaba él y nos emocionábamos quienes le escuchábamos. En contraste, las lágrimas de nuestros políticos locales parecen simples rabietas por haber perdido el sillón y no inspiran más que una piadosa sonrisa en el mejor de los casos.
Mi padre −que falleció hace dos años cuando contaba con 94 años de edad− no era una persona sentimental. Había sido educado en esa tradición de que los hombres no lloran y de hecho solo le había visto llorar de emoción en dos breves ocasiones de su vida. Quizá por eso me impresionó tanto en los meses que precedieron a la muerte de mi madre, verle sollozar al hablarme de mi madre que se iba extinguiendo lentamente. Me emociono al recordarlo. Me pedía perdón por ser tan emotivo, pero venía a decir que necesitaba mi hombro para consolarse y aliviar así su enorme pena.
Todos los hombres necesitamos expresar nuestras emociones, no es debilidad, no es afeminamiento, es riqueza emocional. Por eso me impresionó el artículo de Brooks con ese hermoso título “Los estudiantes aprenden de aquellos a quienes aman”, que arranca de su experiencia en Yale cuando dijo en clase que ese día no podría atender a los alumnos en su horario de oficina porque venía un amigo a ayudarle esa tarde a resolver un asunto personal. Recibió diez o quince mensajes de sus alumnos expresándole su apoyo. “El resto del semestre el tenor de aquel curso fue diferente. Estábamos más cercanos. Aquella brizna de vulnerabilidad significaba que yo no era el solitario Professor Brooks, sino un tipo como cualquier otro intentando salir adelante en la vida”.
Esa experiencia le sirve a Brooks para ilustrar la conexión entre el aprendizaje y las relaciones emocionales. Lo hace invocando a conocidas autoridades en psicología, neurología y demás saberes. No las repetiré yo aquí. Todos tenemos experiencia de que el amor es la relación educativa más importante. Los alumnos aprenden cuando se sienten queridos por sus profesores. Más aún, todo lo importante solo se aprende de aquellos a quienes queremos, sean padres, amigos, profesores.
¿Alguien se atrevería a evaluar un sistema educativo por esas relaciones afectivas que son tan básicas para su eficacia? Al menos ya se reconoce abiertamente que los fracasos en el sistema educativo tienen muchas veces un componente de la vida emocional del estudiante. ¿Se alienta a los profesores a querer a sus alumnos con todo lo que eso significa de respeto a sus diferencias, de amor a la libertad, de anhelo de que los estudiantes crezcan a su estilo y a su aire?
Por eso decía al encabezar estas líneas que necesitamos profesores −¡y también profesoras!− que sepan llorar, que sepan emocionarse al leer un poema, al describir un cuadro hermoso o al narrar una historia, que sientan compasión por los alumnos más necesitados. A los alumnos les gustan los profesores humanos, que se emocionan ante los acontecimientos, que se ilusionan con el crecimiento de sus alumnos. Las emociones −deberíamos saberlo todos− son elemento clave en el aprendizaje. Necesitamos profesores con alma y corazón, y no solo que sepan mucho de su asignatura, porque si no ponen alma y corazón, realmente no saben cómo enseñarla.