3/31/20

Mirar el crucifijo

El Papa en Santa Marta


Monición de entrada
Recemos hoy por los que no tienen morada fija, en este momento en que se nos pide estar dentro de casa. Para que la sociedad de hombres y mujeres se hagan cargo de esta realidad y ayudes, y la Iglesia los acoja.
Homilía
La serpiente ciertamente no es un animal simpático: siempre está asociado al mal. Hasta en la revelación la serpiente es precisamente el animal que usa el diablo para inducir al pecado. En el Apocalipsis se llama al diablo “serpiente antigua”, la que desde el inicio muerde, envenena, destruye, mata. Por eso no puede tener éxito. Si quiere tener éxito como alguien que ofrece cosas hermosas, eso son fantasías: las creemos y por eso pecamos. Es lo que le pasó al pueblo de Israel: no soportó el viaje. Estaba cansado. Y el pueblo habló contra Dios y contra Moisés. Es siempre la misma música, ¿no? «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia» (Nm 21,4). Y la imaginación –lo hemos leído en los días pasados– va siempre a Egipto: “Allí estábamos bien, comíamos bien…”. Y parece que el Señor no soportó al pueblo en ese momento. Se enfadó: la ira de Dios se deja ver, a veces… Entonces, «el Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel» (Nm 21,5). En aquel momento, la serpiente es siempre la imagen del mal: el pueblo ve en la serpiente el pecado, ve en la serpiente lo que ha hecho mal. Y viene a Moisés y dice: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes» (Nm 21,7). Se arrepiente. Esa es la historia en el desierto. Moisés rezó por el pueblo y el Señor dijo a Moisés: «Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla» (Nm 21,8).
A mí se me ocurre pensar: pero eso, ¿no es una idolatría? Está la serpiente allí, un ídolo, que me da la salud… No se entiende. Lógicamente no se entiende, porque es una profecía, un anuncio de lo que pasará. Porque hemos oído también como profecía cercana, en el Evangelio: «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta» (Jn 8,28). Jesús levantado: en la cruz. Moisés hace una serpiente y la levanta. Jesús será alzado, como la serpiente, para dar la salvación. Pero el núcleo de la profecía es precisamente que Jesús se hizo pecado por nosotros. No pecó: se hizo pecado. Como dice San Pedro en su Carta: “Cargó con nuestros pecados” (cfr. 1Pt 2,24). Y cuando miramos el crucifijo, pensamos en el Señor que sufre: todo eso es cierto. Pero nos paramos antes de llegar al centro de esa verdad: en ese momento, Tú pareces el pecador más grande, te has hecho pecado. Tomó sobre sí todos nuestros pecados, se anonadó. La cruz, cierto, es un suplicio, es la venganza de los doctores de la Ley, de los que no querían a Jesús: todo eso es cierto. Pero la verdad que viene de Dios es que Él vino al mundo para cargar con nuestros pecados hasta hacerse pecado, todo pecado. Nuestros pecados están ahí.
Debemos habituarnos a mira al crucifijo bajo esta luz, que es la más verdadera, es la luz de la redención. En Jesús hecho pecado vemos la derrota total de Cristo. No disimula morir, no aparenta sufrir, solo, abandonado… “Padre, ¿por qué me has abandonado?” (cfr. Mt 27,46; Mc 15,34). Una serpiente: yo soy alzado como una serpiente, como eso que es todo pecado.
No es fácil entender esto y, si lo pensamos, jamás llegaremos a una conclusión. Solo contemplar, rezar y dar gracias.
Comunión espiritual
Jesús mío, creo que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar. Te amo sobre todas las cosas y te deseo en mi alma. Como ahora no puedo recibirte sacramentalmente, ven al menos espiritualmente a mi corazón. Y como si hubieras venido, te abrazo y me uno del todo a ti. No permitas que jamás me separare de ti. Amén.

Eres corrupto si no hallas tus pecados

El Papa ayer en Santa Marta


Monición de entrada
Recemos hoy por tanta gente que no logra reaccionar: se queda asustada por esta pandemia. Que el Señor les ayude a levantarse, a reaccionar por el bien de toda la sociedad, de toda la comunidad.
Homilía
En el Salmo (Sal 22) responsorial hemos rezado: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan».
Esa es la experiencia que tuvieron estas dos mujeres, cuya historia hemos leído en las dos Lecturas: una mujer inocente, acusada falsamente, calumniada (Dan 13,41 ss), y una mujer pecadora (Jn 8,1ss). Ambas condenadas a muerte. La inocente y la pecadora. Algún Padre de la Iglesia veía en estas mujeres una figura de la Iglesia: santa, pero con hijos pecadores. Decían en una bonita expresión latina: la Iglesia es la “casta meretrix” (cfr. San Ambrosio), la santa con hijos pecadores.
Ambas mujeres estaban desesperadas, humanamente desesperadas. Pero Susana se fía de Dios. También hay dos grupos de personas, de hombres; ambos al servicio de la Iglesia: los jueces y los maestros de la Ley. No eran eclesiásticos, pero estaban al servicio de la Iglesia, en el tribunal y en la enseñanza de la Ley. Distintos. Los primeros, los que acusaban a Susana, eran corruptos: el juez corrupto, la figura emblemática en la historia. También en el Evangelio Jesús reprende, en la parábola de la viuda insistente (cfr. Lc 18,1ss), al juez corrupto que no creía en Dios y no le importaba nada de los demás. Los corruptos. Los doctores de la Ley no eran corruptos, sino hipócritas (cfr. Mt 23,23).
Y estas mujeres, una cayó en manos de los hipócritas y la otra en manos de los corruptos: no había escapatoria. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan». Ambas mujeres estaban en un valle oscuro, caminaban por allí: un valle oscuro, hacia la muerte. La primera explícitamente se fía de Dios y el Señor interviene. La segunda, pobrecilla, sabe que es culpable, avergonzada ante todo el pueblo –porque el pueblo estaba presente en ambas situaciones– no lo dice el Evangelio, pero seguramente rezaba por dentro, pedía alguna ayuda.
¿Qué hace el Señor con esta gente? A la mujer inocente la salva, le hace justicia. A la mujer pecadora la perdona. A los jueces corruptos los condena; a los hipócritas los ayuda a convertirse y, ante el pueblo, dice: ¿A sí? «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra», y uno a uno se fueron yendo. Tiene cierta ironía el apóstol Juan aquí: «Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos». Les deja un poco de tiempo para arrepentirse; a los corruptos no los perdona, simplemente porque el corrupto es incapaz de pedir perdón, fue más lejos. Se cansó… no, no se cansó: no es capaz. La corrupción le quita hasta la capacidad que todos tenemos de avergonzarnos, de pedir perdón. No, el corrupto es seguro, va adelante, destruye, abusa de la gente, como a esta mujer, todo, todo… sigue adelante. Se pone en el lugar de Dios.
A las mujeres el Señor responde. A Susana la libera de esos corruptos, la hace ir adelante, y a la otra: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». La deja ir. Y eso, delante del pueblo. En el primer caso, el pueblo alaba al Señor; en el segundo caso, el pueblo aprende. Aprende cómo es la misericordia de Dios.
Cada uno tiene sus historias. Cada uno tiene sus pecados. Y si no los recuerda, que piense un poco: los encontrará. Agradece a Dios si los encuentras, porque si no los hallas, eres un corrupto. Cada uno tiene sus pecados. Miremos al Señor que hace justicia pero que es tan misericordioso. No nos avergoncemos de estar en la Iglesia: avergoncémonos de ser pecadores. La Iglesia es madre de todos. Demos gracias a Dios por no ser corruptos, por ser pecadores. Y cada uno, viendo como Jesús actúa en estos casos, se fíe de la misericordia de Dios. Y rece, con confianza en la misericordia de Dios, pida perdón. Porque Dios «me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras –el valle del pecado–, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan».
Comunión espiritual
A tus pies, Jesús mío, me postro y te ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito que se abaja en su nada y en tu santa presencia. Te adoro en el Sacramento de tu amor, la inefable Eucaristía. Deseo recibirte en la pobre morada que te ofrece mi corazón. En espera de la felicidad de la comunión sacramental, quiero poseerte en espíritu. Ven a mí, Jesús mío, que yo voy a ti. Que tu amor inflame todo mi ser, en la vida y en la muerte. Creo en ti, espero en ti, te amo. Así sea.

“Llamados a la confianza ilimitada”

Canónigo Denis METZINGER
¡El Señor es nuestro socorro!
Última semana de Cuaresma antes de la Gran Semana donde seguiremos a Jesús paso a paso. Una vez más en el Evangelio de hoy, Jesús se presenta como el Salvador. No vino a condenar sino a salvar a la humanidad. Esta es nuestra esperanza. Al contemplar a Jesús ejerciendo su poder de hacer gracia, estamos llamados a una confianza ilimitada. En dos ocasiones, Jesús escribe no sobre un código moral que encierra, sino sobre un diseño que se abre hacia un futuro mejor.
En nuestra situación de encierro, los unos con los otros, en familia, en comunidad o solo, ¡grande puede ser la tentación de tratar de encerrar, de condenar a quienes alrededor de mí, no actúen como desearía! Frente a esta página del Evangelio, por lo tanto, estoy invitado a verificar mi comportamiento fraternal. Si tengo la tentación de juzgar … de “tirar la piedra” … volvamos sobre nosotros mismos. Reconociéndome como un pecador ante el Señor, me convertiré en el beneficiario de su misericordia. “Ve y ahora no peques más
“¡No deseas la muerte del pecador, quieres que renuncie a sus caminos y que viva!” Ez. 33,11

3/30/20

17 consejos para aprovechar educativamente estos días en casa

Hemos de prepararnos para mejorar juntos y enseñar a nuestros hijos/as cómo ser felices, optimistas y realistas en toda circunstancia, también en esta
Durante estos primeros días de #yomequedoencasa, he atendido por e-mail a familias que me transmiten emociones, sensaciones, sentimientos y me preguntan cómo sobrevivir y aprovechar esta extraña situación. Me gustaría compartir algunas reflexiones sobre este momento histórico que exige un cambio forzoso.
Hemos de aprovechar las semanas que vienen para aprender una nueva forma de convivir y educar. Son días de difícil adaptación, pero en tres semanas, se convertirán en días de descubrimiento para todos. Hemos de prepararnos para mejorar juntos y enseñar a nuestros hijos/as cómo ser felices, optimistas y realistas en toda circunstancia, también en esta. Si lo aprenden, lo serán también tras el virus.
Ajustando las perspectivas a lo posible y al presente, esperando solo la supervivencia de cada día, con amabilidad, mis consejos son:
1. Horario de levantarse claro y exigente (el que sea). De acostarse, un poco más tarde que antes (sensación de fiesta). 
2. Jugar mucho, diariamente si es posible, a juegos de mesa; todos mejor o por grupos.
3. Horario de tareas escolares u otros aprendizajes de hobbies, arreglos, manualidades… (3-4 horas/mañana, 1-2/tarde).
4. Películas o series juntos. Tras comer y/o cenar. La que elija cada vez uno/a. Las plataformas de contenidos online nos ofrecen una gran variedad.
5. Que los hijos hagan algo entretenido ante los demás: teatro, experimentos, trucos, chistes… Los tutoriales de internet pueden ser una gran fuente de ideas.
6. Aparcar los dispositivos o utilizarlos en el salón o espacio común. Usar la tecnología para comunicarnos con la familia, comprobando que sirve para la conexión afectiva de quienes se conocen y echan de menos. También utilizar las pantallas para buscar nuevas recetas (bizcochos, tartas, galletas, vichyssoise…), aprender a dibujar u otra nueva afición.
7. Exigir a todos tareas domésticas. Por fin la consecuencia de no haber hecho algo no podrá ser “no jugar al fútbol” ni “quedarse sin salir”; y sí volver a recordarle y exigirle lo que debe hacerse, con paciencia y confianza.
8. Leer libros si les gustan. Si no, también pueden leer otros contenidos digitales de sus aficiones.
9. Sin mentir, evitar hablar del tiempo que falta para la solución: será largo y cuanto más largo, más educada puede resultar la familia. Educar cómo ser feliz, optimista y realista en toda circunstancia, también en esta.
10. Educar a gestionar las emociones: hay 41 emociones involuntarias y 19 sentimientos voluntarios que sienten (véase libro “Cómo entrenar a su dragón interior”). Gestionar ante ellos –así aprenderán- nuestra preocupación, que no llegue a desesperación. Educar en empatía, generosidad, paciencia y cariño, que son esenciales para ser felices.
11. Descargar la tensión emocional positivamente: saltando, haciendo ejercicio (flexiones, por ejemplo), riendo o llorando, que son las formas en que toda emoción se descarga. Sin necesidad de golpear objetos u ofender en caso de ira; o apocarse, callarse, meterse en la cama, cuarto o en sí mismo, en caso de tristeza o miedo.
Es recomendable hacer ejercicio, preventivamente, en el salón, con sesiones de zumba, baile, gimnasia, just-dance o ejercicios de entrenadores seguidos por pantallas familiarmente.
12. Surfear los bucles emocionales: es normal pasar por diferentes estados. Se superan apoyándonos en otros. Enseñarles que cuando uno se desespere debe encontrar a otro que le soporte y tenga paciencia, hasta que pase la impotencia y recupere el equilibrio. Hoy por ti, mañana por mí: como en toda gran hazaña.
13. Enseñarles a “bienvivir” pese a las tensiones y diferencias. Darles la oportunidad de sentir felicidad cuando se centren en procurar que los demás estén felices, pese a sus defectos. La convivencia tiene su fundamento en la dignidad que merecemos.
14. El ejemplo de los padres. Recordar que más que el ejemplo de hacer algo perfecto, educa el ejemplo de cómo luchar por hacerlo aun no lográndolo: esto estimula al hijo a superarse y superarnos.
15. Subir su autoestima. Hacerlos protagonistas de esta gran hazaña diaria. Demostrarles que son héroes de cine en un confinamiento de película, cada día. La baja autoestima tiene su raíz en la sobreprotección, poca costumbre de salvar obstáculos, intolerancia a la espera, impulsividad, falta de reconocimiento y desubicación (su vida importa poco a la mayoría).
La actual situación proporciona una ocasión ideal para recuperar lo perdido. Recomendaría por eso cuatro acciones de oro:
• Hacer una lista de 35 aspectos positivos que tiene un hijo/a. A partir de ahí −con naturalidad− cuando se vea algún gesto donde se confirme alguno de ellos, se le deberá decir, en ese mismo día. Diciéndole que nos encanta que sea así y que lo será toda la vida.
• No resolverle problemas que pueda aprender a resolver él. Premiarle con nuestra satisfacción cada vez que supere una contrariedad. Decirle que siempre fue capaz de superar lo que otros de más edad no logran.
• Demostrarle nuestro concepto más positivo de él/ella. Corrigiéndole 1 vez cada 5 alabanzas.
• Escucharle más, hacerle quedar bien cuando nos contradiga, aceptando su opinión porque es suya, aunque no la compartamos. Demostrándole que le queremos por lo que vale, no por ser nuestro hijo/a.
16. Enseñarles cómo actuar si alguien cae enfermo: cariño y cuidado. Cómo prevenir el contagio, mediante lavado de manos; y explicarles el valor de su confinamiento, sin obsesión.
17. Enseñarles a agradecer y valorar el servicio de sanitarios, camioneros, farmacéuticos, empleados de supermercados, fuerzas de seguridad y otros profesionales.
Aprender todo esto, les dará una felicidad que durará. Y el confinamiento, además de para evitar la propagación del coronavirus, habrá indiscutiblemente compensado también educativamente en nuestras casas.

Fernando Alberca es escritor, profesor y orientador educativo. Experto en Educación, Psicología y Neuropsicología. Es autor de más de diez bestsellers, como “Guía para ser buenos padres de hijos adolescentes”, “Todos los niños pueden ser Einstein”, “Nuestra mente maravillosa”, o “Cómo entrenar a su dragón interior”, sobre el control de las emociones. Próximamente publicará el libro “Educa sin estrés”.

3/29/20

“Dejen que la Palabra de Dios devuelva la vida donde hay muerte”

El Papa antes del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma es el Evangelio de la resurrección de Lázaro… (cf. Jn 11, 1-45). Lázaro era el hermano de Marta y María; eran muy amigos de Jesús. Cuando Él llega a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días muerto; Marta corre a encontrarse con el Maestro y le dice: “¡Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto!” (v. 21). Jesús le responde: “Tu hermano resucitará” (v. 23); y añade: “Yo soy la resurrección y la vida; el que crea en mí, aunque muera, vivirá”. Jesús se hace ver como el Señor de la vida, Él es capaz de dar la vida y también la muerte (v. 25). Luego María y otras personas llegan, todos llorando, y Jesús – dice el Evangelio – “se conmovió profundamente y […] estalló en lágrimas” (vv. 33.35). Con este trastorno en el corazón, va a la tumba, agradece al Padre que siempre lo escucha, hace que la tumba se abra y grita con fuerza: “¡Lázaro, sal!” (v. 43). Y Lázaro salió con “los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario” (v. 44).
Aquí tocamos con nuestras manos que Dios es vida y da vida, pero asume el drama de la muerte. Jesús podría haber evitado la muerte de su amigo Lázaro, pero quería hacer suyo nuestro dolor por la muerte de nuestros seres queridos, y sobre todo ha querido mostrar el dominio de Dios sobre la muerte. En este pasaje del Evangelio vemos que la fe del hombre y la omnipotencia del amor de Dios se buscan y finalmente …se encuentran. Es como un doble camino, la fe del hombre y la omnipotencia del amor de Dios que al final se encuentran. Lo vemos en el grito de Marta y María y todos nosotros con ellas: “¡Si hubieras estado aquí!…”. Y la respuesta de Dios no es un discurso, la respuesta de Dios al problema de la muerte, es Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida… ¡Tengan fe! En medio del llanto sigan teniendo fe, aunque la muerte parece haber ganado. Quiten la piedra de su corazón!, dejen que la la Palabra de Dios devuelva la vida donde hay muerte».
Aún hoy Jesús nos repite: “Quiten la piedra”. Dios no nos creó para la tumba, nos creó… para la vida, hermosa, buena, alegre. Pero “la muerte ha entrado en el mundo por la envidia del diablo” (Sap 2:24), dice el Libro de la Sabiduría, y Jesucristo ha venido a liberarnos de sus ataduras.
Por lo tanto, estamos llamados a quitar las piedras de todo lo que huele a muerte: por ejemplo la hipocresía con la que vivimos la fe, es muerte; la crítica destructiva a los demás, es muerte; la ofensa, la calumnia, es muerte; la marginación de los pobres, es muerte. El Señor nos pide que saquemos estas piedras de nuestros corazones, y la vida entonces florecerá a nuestro alrededor. Cristo vive, y quien lo acoge y se adhiere a Él entra en contacto con la vida. Sin Cristo, o fuera de Cristo, no sólo no hay vida sino que se vuelve a caer en el la muerte.
La resurrección de Lázaro es también un signo de la regeneración que tiene lugar en el creyente. a través del Bautismo, con la plena inserción en el Misterio Pascual de Cristo. Por la acción y la fuerza del Espíritu Santo, el cristiano es una persona que camina en la vida como una nueva criatura: una criatura para la vida y que va hacia la vida.
Que la Virgen María nos ayude a ser compasivos como su Hijo Jesús, que hizo suyo nuestro dolor. Que cada uno de nosotros esté cerca de los que están en la prueba, convirtiéndose para ellos en un reflejo del amor y la ternura de Dios, que libera de la muerte  hace vencer la vida.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas,
En estos días de prueba, mientras la humanidad tiembla ante la amenaza de la pandemia, me gustaría para proponer a todos los cristianos que unan sus voces al Cielo. Invito a todos los jefes de las Iglesias y líderes de todas las comunidades cristianas, junto con todos los cristianos de las distintas confesiones, para invocar al Altísimo, Dios Todopoderoso, recitando al mismo tiempo la oración que Jesús Nuestro Señor nos ha dado enseñado. Por lo tanto, invito a todos a recitar el Padre Nuestro el próximo miércoles, 25 de marzo al mediodía.
El día en que muchos cristianos recuerdan el anuncio a la Virgen María de la Encarnación del Verbo, que el Señor escuche la oración unánime de todos sus discípulos que se preparan para celebrar la victoria de Cristo resucitado.
Con la misma intención, el próximo viernes 27 de marzo, a las 18 h., presidiré un momento de oración en la explanada de la Basílica de San Pedro. A partir de ahora invito a todos a participar espiritualmente a través de los medios de comunicación, continuó el Papa. Escucharemos la Palabra de Dios, elevaremos nuestra súplica, adoraremos al Santísimo Sacramento, con el que daré al final la bendición Urbi et Orbi”. A esto se agregará “la posibilidad de recibir la indulgencia plenaria”.
Queremos responder a la pandemia del virus con la universalidad de la oración, de la compasión, de la ternura. Mantengámonos unidos. Hagamos sentir nuestra cercanía a las personas solas y a los más probados”.
Expreso mi cercanía a los pueblos de Croacia afectados esta mañana por una terremoto. Que el Señor Resucitado les dé la fuerza y la solidaridad para enfrentar esta calamidad.
Les deseo a todos un buen domingo. No se olviden de rezar por mí. Que tengan un buen almuerzo y Adiós.

“Llora con tu gente que está sufriendo en este momento”

El  Papa en Santa Marta


Jesús tenía amigos. Amaba a todos, pero tenía amigos con los cuales tenía una relación especial, como se hace con los amigos, de más amor, de más confianza… Y muchas, muchas veces se quedaba en casa de estos hermanos: Lázaro, Marta, María… Y Jesús sintió dolor por la enfermedad y la muerte de su amigo. Llegó a la tumba y, se conmovió profundamente y muy turbado, preguntó: “¿Dónde lo habéis puesto?” (Jn 11,34). Y Jesús estalló en lágrimas. Jesús, Dios, pero hombre, lloró. En otra ocasión en el Evangelio se dice que Jesús lloró: cuando lloró por Jerusalén (Lc 19,41-42). ¡Y con cuanta ternura llora Jesús! Llora desde el corazón, llora con amor, llora con los suyos que lloran. El llanto de Jesús. Tal vez, lloró otras veces en la vida —no lo sabemos— ciertamente en el Huerto de los Olivos. Pero Jesús llora por amor, siempre.
Se conmueve profundamente y muy turbado lloró. Cuántas veces hemos escuchado en el Evangelio esta emoción de Jesús, con esa frase que se repite: “Viendo, tuvo compasión” (cf. Mt 9,36; Mt 14,14). Jesús no puede mirar a la gente y no sentir compasión. Sus ojos miran con el corazón; Jesús ve con sus ojos, pero ve con su corazón y es capaz de llorar.
Hoy, ante un mundo que sufre tanto, ante tanta gente que sufre las consecuencias de esta pandemia, me pregunto: ¿soy capaz de llorar, como seguramente lo habría hecho Jesús y lo hace ahora? ¿Mi corazón se parece al de Jesús? Y si es demasiado duro, si bien soy capaz de hablar, de hacer el bien, de ayudar, pero mi corazón no entra, no soy capaz de llorar, debo pedir esta gracia al Señor: Señor, que yo llore contigo, que llore con tu pueblo que en este momento sufre. Muchos lloran hoy. Y nosotros, desde este altar, desde este sacrificio de Jesús, de Jesús que no se avergonzó de llorar, pedimos la gracia de llorar. Que hoy sea para todos nosotros como el domingo del llanto.
Oración para la Comunión espiritual
Creo, Jesús mío, que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar. Te amo sobre todas las cosas y deseo recibirte en mi alma. Ya que no puedo recibirte sacramentalmente ahora, ven al menos espiritualmente a mi corazón. Y como si te hubiese recibido, me abrazo y me uno todo a ti. No permitas que jamás me aparte de ti.

Llevar a Jesús a la gente

El Papa en Santa Marta


Monición de entrada
En estos días, en algunas partes del mundo, se ven las consecuencias –algunas consecuencias– de la pandemia; una de ellas es el hambre. Se empieza a ver gente que pasa hambre, porque no puede trabajar, o no tenía un trabajo fijo, y por tantas circunstancias. Ya se empieza a ver el “después”, que vendrá más tarde, pero comienza ahora. Pidamos por las familias que empiezan a sentir necesidad por causa de la pandemia.
Homilía
«Y se volvieron cada uno a su casa» (Jn 7,53): después de la discusión y todo eso, cada uno volvió a sus convicciones. Hay una división en la gente: el pueblo que sigue a Jesús lo escucha –no se da cuenta del mucho tiempo que pasa escuchándolo, porque la Palabra de Jesús entra en el corazón– y el grupo de los doctores de la Ley que a priori rechaza a Jesús porque no actúa según la ley, según ellos. Son dos grupos de personas. El pueblo que ama a Jesús, lo sigue, y el grupo de los intelectuales de la Ley, los jefes de Israel, los jefes del pueblo. Esto se ve claro cuando «los guardias del templo acudieron a los sumos sacerdotes y fariseos, y estos les dijeron: “¿Por qué no lo habéis traído?”. Los guardias respondieron: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre. Los fariseos les replicaron: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos”» (Jn 7,45-49). Este grupo de doctores de la Ley, la élite, siente desprecio por Jesús. Pero también siente desprecio por el pueblo, “esa gente”, que es ignorante, que no sabe nada. El santo pueblo fiel de Dios cree en Jesús, lo sigue, y ese grupito de élite, los doctores de la Ley, se separa del pueblo y no recibe a Jesús. ¿Cómo así, si eran ilustrados, inteligentes, habían estudiado? Porque tenían un gran defecto: habían perdido la memoria de su propia pertenencia a un pueblo.
El pueblo de Dios sigue a Jesús… no sabe explicar porqué, pero lo sigue y llega al corazón, y no se cansa. Pensemos en el día de la multiplicación de los panes: han estado toda la jornada con Jesús, hasta el punto de que los apóstoles dicen a Jesús: “Despídelos, para que vayan a comprarse de comer” (cfr. Mc 6,36). Hasta los apóstoles tomaban distancia, no tenían en consideración, no despreciaban, pero no tenían en consideración al pueblo de Dios. “Que vayan a comer”. La respuesta de Jesús: “Dadles vosotros de comer” (cfr. Mc. 6,37). Los devuelve al pueblo.
Esta división entre la élite de los dirigentes religiosos y el pueblo es un drama que viene de lejos. Pensemos también en el Antiguo Testamento, en la actitud de los hijos de Elí en el templo (cfr. 1Sam 2,12-17): usaban al pueblo de Dios; y si viene a cumplir la Ley alguno de ellos un poco ateo, decían: “Son supersticiosos”. El desprecio del pueblo. El desprecio de la gente “que no es educada como nosotros que hemos estudiado, que sabemos…”. En cambio, el pueblo de Dios tiene una gracia grande: el olfato. El olfato de saber dónde está el Espíritu. Es pecador, como nosotros: es pecador. Pero tiene ese olfato de conocer las sendas de la salvación.
El problema de las élites, de los clérigos de élite como esos, es que habían perdido la memoria de su pertenencia al pueblo de Dios; se han vuelto sofisticados, han pasado a otra clase social, se sienten líderes. Eso es el clericalismo, que ya se daba allí. “¿Pero cómo es posible –he oído estos días– que esas monjas, esos sacerdotes que están sanos vayan a los pobres a darles de comer, y pueden coger el coronavirus? ¡Diga a la madre superiora que no deje salir a las monjas, diga al obispo que no deje salir a los sacerdotes! ¡Ellos están para los sacramentos! ¡Pero para dar de comer, que provea el gobierno!”. De esto se habla en estos días: el mismo argumento. “Es gente de segunda clase: nosotros somos la clase dirigente, no debemos ensuciarnos las manos con los pobres”.
Tantas veces pienso: es gente buena –sacerdotes, monjas– que no tienen el valor de ir a servir a los pobres. Algo falta. Lo que faltaba a esa gente, a los doctores de la Ley. Han perdido la memoria, han perdido lo que Jesús sentía en el corazón: que era parte de su propio pueblo. Han perdido la memoria de lo que Dios dijo a David: “Yo te tomé del rebaño” (cfr. 2Sam 7,8). Han perdido la memoria de su pertenencia al rebaño.
Y estos, cada uno, cada uno volvió a su casa (cfr. Jn 7,53). Una división. Nicodemo, que algo veía –era un hombre inquieto, quizá no tan valiente, bastante diplomático, pero inquieto–, fue a Jesús después, pero era fiel en lo que podía; intenta una mediación y parte de la Ley: «¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?» (Jn 7,51). Le respondieron, pero no respondieron a la pregunta sobre la Ley: «¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas» (Jn 7,52). Y así acabaron la discusión.
Pensemos también hoy en tantos hombres y mujeres cualificados en el servicio de Dios que son buenos y van a servir al pueblo; tantos sacerdotes que no se separan del pueblo. El otro día me llegó una fotografía de un sacerdote, párroco de montaña, de muchas aldeas, en un lugar donde nieva, y en la nieve llevaba el ostensorio a los pueblecitos para dar la bendición. No le importaba la nieve, no le importaba el ardor que el frío le hacía sentir en sus manos en contacto con el metal de la custodia: solo le importaba llevar a Jesús a la gente.
Pensemos, cada uno, de qué parte estamos, si estamos en medio, un poco indecisos, si estamos con el sentir del pueblo de Dios, del pueblo fiel de Dios que no puede fallar: tiene esa “infallibilitas in credendo”. Y pensemos en la élite que se separa del pueblo de Dios, en ese clericalismo. Y tal vez nos venga bien a todos el consejo que Pablo da a su discípulo, el obispo, joven obispo Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela” (cfr. 2Tim 1,5). Acuérdate de tu madre y de tu abuela. Si Pablo aconsejaba esto era porque sabía bien el peligro al que llevaba ese sentido de élite en nuestra gestión.
Comunión espiritual
A tus pies, Jesús mío, me postro y te ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito que se abaja en su nada y en tu santa presencia. Te adoro en el Sacramento de tu amor, la inefable Eucaristía. Deseo recibirte en la pobre morada que te ofrece mi corazón. En espera de la felicidad de la comunión sacramental, quiero poseerte en espíritu. Ven a mí, Jesús mío, que yo voy a ti. Que tu amor inflame todo mi ser, en la vida y en la muerte. Creo en ti, espero en ti, te amo. Así sea.

Las lágrimas de Dios

Ahora llora con los que han perdido a un ser querido. Consuela al que está aislado en la cama de un hospital (…). Da la vida por los demás con los profesionales de la sanidad, del orden… Si abrimos los ojos, le veremos conmoverse con nosotros
Este domingo el evangelio nos muestra una escena conmovedora: "Había un enfermo que se llamaba Lázaro... las hermanas le enviaron este recado: Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo. Al oírlo, dijo Jesús: Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios". También nosotros acudimos a Jesús en estos dramáticos momentos. Sabemos que Dios nos escucha, está cercano. Nos consuela. Pronto llegará nuestra salvación.
Pero Jesús tarda en llegar, parece que no le importa mucho la situación. Cuando llega a Betania, Lázaro lleva cuatro días muerto. Sus hermanas le dicen: "Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano". ¡Cuántas veces, cuando la vida nos hiere, nos preguntamos dónde está Dios! Y Dios está llorando: "Jesús rompió a llorar". Nada de lo nuestro le es indiferente, es cercano, está clavado en la Cruz con el que sufre. Ahora llora con los que han perdido a un ser querido. Consuela al que está aislado en la cama de un hospital, acompaña a tantos que viven estos días en soledad. Da la vida por los demás con los profesionales de la sanidad, del orden… Si abrimos los ojos, le veremos conmoverse con nosotros.
"Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, sal afuera!". Acudamos al Dios de la vida con una gran confianza, pidámosle que pase pronto esta pandemia. Recemos por los vivos y los difuntos. Tengamos la certeza del amor de Dios: "Jesús es tu amigo. −El Amigo. −Con corazón de carne, como el tuyo. −Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti", leemos en Camino. Él nos escucha.
Pero no olvidemos que Jesús no viene solo a curarnos, a solucionar nuestros problemas. Él nos da mucho más, nos muestra la grandeza de nuestra vida: somos hijos de Dios, estamos hechos para la eternidad, nos enseña a querernos como hermanos, a lo grande, a ser heroicos, ingeniosos y generosos, a no acobardarnos. Nos dice que esta enfermedad no es de muerte. Entre todos y con la ayuda de Dios saldremos de ella. Venceremos al virus. Y también nos consuela con la certeza de la vida eterna: "Yo soy la Resurrección y la Vida −le dijo Jesús−; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?"

Juan Luis Selma, en eldiadecordoba.es.

3/28/20

La resurrección de Lázaro

Evangelio (Jn 11,1-45)

Había un enfermo que se llamaba Lázaro, de Betania, la aldea de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfume y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro había caído enfermo. Entonces las hermanas le enviaron este recado:
−Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo.
Al oírlo, dijo Jesús:
−Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios.
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Aun cuando oyó que estaba enfermo, se quedó dos días más en el mismo lugar. Luego, después de esto, les dijo a sus discípulos:
−Vamos otra vez a Judea.
Le dijeron los discípulos:
−Rabbí, hace poco te buscaban los judíos para lapidarte, y ¿vas a volver allí?
−¿Acaso no son doce las horas del día? −respondió Jesús−. Si alguien camina de día no tropieza porque ve la luz de este mundo; pero si alguien camina de noche tropieza porque no tiene luz.
Dijo esto, y a continuación añadió:
−Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero voy a despertarle.
Le dijeron entonces sus discípulos:
−Señor, si está dormido se salvará.
Jesús había hablado de su muerte, pero ellos pensaron que hablaba del sueño natural.
Entonces Jesús les dijo claramente:
−Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis; pero vayamos adonde está él.
Tomás, el llamado Dídimo, les dijo a los otros discípulos:
−Vayamos también nosotros y muramos con él.
Al llegar Jesús, encontró que ya llevaba sepultado cuatro días. Betania distaba de Jerusalén como quince estadios. Muchos judíos habían ido a visitar a Marta y María para consolarlas por lo de su hermano.
En cuanto Marta oyó que Jesús venía, salió a recibirle; María, en cambio, se quedó sentada en casa. Le dijo Marta a Jesús:
−Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero incluso ahora sé que todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.
−Tu hermano resucitará —le dijo Jesús.
Marta le respondió:
−Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día.
−Yo soy la Resurrección y la Vida −le dijo Jesús−; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?
−Sí, Señor −le contestó−. Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo.
En cuanto dijo esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en un aparte:
−El Maestro está aquí y te llama.
Ella, en cuanto lo oyó, se levantó enseguida y fue hacia él. Todavía no había llegado Jesús a la aldea, sino que se encontraba aún donde Marta le había salido al encuentro. Los judíos que estaban con ella en la casa y la consolaban, al ver que María se levantaba de repente y se marchaba, la siguieron pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Entonces María llegó donde se encontraba Jesús y, al verle, se postró a sus pies y le dijo:
−Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano.
Jesús, cuando la vio llorando y que los judíos que la acompañaban también lloraban, se estremeció por dentro, se conmovió y dijo:
−¿Dónde le habéis puesto?
Le contestaron:
−Señor, ven a verlo.
Jesús rompió a llorar. Decían entonces los judíos:
−Mirad cuánto le amaba.
Pero algunos de ellos dijeron:
−Éste, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que no muriera?
Jesús, conmoviéndose de nuevo, fue al sepulcro. Era una cueva tapada con una piedra. Jesús dijo:
−Quitad la piedra.
Marta, la hermana del difunto, le dijo:
−Señor, ya huele muy mal, pues lleva cuatro días.
Le dijo Jesús:
−¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?
Retiraron entonces la piedra. Jesús, alzando los ojos hacia lo alto, dijo:
−Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho por la muchedumbre que está alrededor, para que crean que Tú me enviaste.
Y después de decir esto, gritó con voz fuerte:
−¡Lázaro, sal afuera!
Y el que estaba muerto salió atado de pies y manos con vendas, y el rostro envuelto con un sudario. Jesús les dijo:
−Desatadle y dejadle andar.
Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que hizo Jesús, creyeron en él.

Comentario

Después de los pasajes de los domingos pasados sobre la samaritana y el ciego de nacimiento, que nos revelaban a Jesús como agua viva y luz del mundo, este quinto domingo de Cuaresma nos presenta el relato de la resurrección de Lázaro, el séptimo signo o milagro narrado por san Juan, el último y más portentoso, y que revela a Jesús como señor de la vida y de la muerte.
San Juan señala que Marta, María y Lázaro eran amigos de Jesús. Fruto de esta confianza mutua, las hermanas hacen llegar al Maestro la noticia de que su hermano está enfermo. El evangelista añade que “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro” (v. 5). Y más adelante, con el versículo más breve de la Biblia, afirma que Jesús se conmovió y “rompió a llorar” (v. 35). Este cariño del Señor siempre ha despertado el asombro de los santos y su afán de correspondencia. San Josemaría los expresaba así: “Jesús es tu amigo. −El Amigo. −Con corazón de carne, como el tuyo. −Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti”.
A pesar de todo, Jesús no acude al instante a la llamada de las hermanas, sino que espera dos días. Y cuando llega a los confines de Betania, Lázaro lleva ya cuatro días muerto. Existía entonces la creencia judía de que el alma del difunto podía vagar fuera del cuerpo hasta el tercer día, pero al cuarto día el cuerpo entraba en corrupción. A esta creencia podría referirse María cuando Jesús pide retirar la piedra del sepulcro y ella comenta que el cadáver olería muy mal. Según esto, Jesús habría retrasado su llegada porque iba a llamar a Lázaro realmente desde la corrupción, es decir, desde el sheol, la región de los muertos. Por contraste, Jesús resucitó al tercer día, porque como recordarían más tarde los apóstoles (cfr. Hch 2,14-36; 13,15-43), la Escritura había vaticinado: “no dejarás que tu Santo vea la corrupción” (Sal 16,10).
Dice el relato que “todavía no había llegado Jesús a la aldea” (v. 30) cuando llamó en secreto a Marta para que acudiera hasta Él. Quizá Jesús hizo esto para no incomodar a las hermanas, de luto, con el alojamiento del Maestro y sus discípulos, o para no comprometer a sus amigos, ya que los judíos lo buscaban para matarlo (cfr. v. 8). En cualquier caso, Marta llega y demuestra su gran fe en Jesús. Luego avisa a María, que se postra ante el Maestro delante de todos, sin respetos humanos, y conmueve al Señor.
“En el Evangelio de hoy −comentaba Benedicto XVI−, escuchamos la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. A Jesús, que le dice: ‘Tu hermano resucitará’, ella responde: ‘Sé que resucitará en la resurrección en el último día’ (Jn 11, 23-24). Y Jesús replica: ‘Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá’ (Jn 11, 25). Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera. Cristo derrumba el muro de la muerte; en él habita toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto la muerte no tuvo poder sobre él; y la resurrección de Lázaro es signo de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Jn 11, 11)”.
Una vez abierto el sepulcro, Jesús grita: “¡Lázaro, sal fuera!” (v. 43). Lázaro era la forma griega del nombre hebreo Eleazar, que significa ayuda de Dios. Lázaro se convierte en el preludio de lo anunciado por Jesús: “Viene la hora, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán” (Jn 5,25). Jesús tiene poder sobre la muerte porque también lo tiene sobre el pecado, que es su causa. Por eso de algún modo, los lienzos que atan y envuelven a Lázaro representan no solo las ligaduras del sheol sino también las del pecado.
El Papa Francisco lo explicaba así: “el gesto de Jesús que resucita a Lázaro muestra hasta dónde puede llegar la fuerza de la Gracia de Dios, y por lo tanto, donde puede llegar nuestra conversión, nuestro cambio… ¡No hay ningún límite a la misericordia divina ofrecida a todos! El Señor está siempre listo para levantar la piedra tumbal de nuestros pecados, que nos separa de Él, luz de los vivientes”. Si nos fijamos en un detalle, Jesús no actúa directamente sobre Lázaro, sino que cuenta con la mediación de otros para que lo desaten. En estos colaboradores pueden verse simbolizados también los ministros en la Iglesia que absuelven los pecados.

Fuente: opusdei.org.

3/27/20

Bendición Urbi et Orbi extraordinaria

Homilía del Papa


«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos. 
Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). 
Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados. 
La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. 
Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos. 
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. 
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras. 
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. 
El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza. 
Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza. «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).