3/12/20

Orar por las autoridades y “no caer en la indiferencia”

El Papa en Santa Marta

Este relato de Jesús es muy clara; además, puede parecer una historia para niños: es muy simple. Jesús quiere indicar con esto no sólo una historia, sino la posibilidad de que toda la humanidad viva así, incluso que todos vivamos así. Dos hombres, uno satisfecho, que sabía vestir bien, tal vez buscaba a los más grandes estilistas de la época para vestirse; usaba ropa hecha de púrpura y lino fino. Y luego, que se divertía, porque todos los días se entregaba a ricos banquetes. Era feliz así. No se preocupaba, tomaba algunas precauciones, tal vez algunas píldoras para el colesterol para los banquetes, pero así la vida iba bien. Estaba tranquilo.

En su puerta estaba un pobre: Lázaro se llamaba. Sabía el pobre estaba allí: lo sabía. Pero le parecía natural: “Yo estoy bien y eso… pero así es la vida, que se las arregle”. A lo sumo, tal vez – el Evangelio no lo dice – a veces enviaba algo, algunas migajas. Y así pasó la vida de estos dos. Ambos pasaron por la Ley de todos nosotros: morir. El hombre rico murió y Lázaro murió. El Evangelio dice que Lázaro fue llevado al cielo, junto a Abraham… Del rico solo dice: “Fue enterrado”. Punto. Y termina.
Hay dos cosas que sorprende: el hecho de que el rico supiera que había un pobre y que supiera su nombre, Lázaro. Pero no importaba, le parecía natural. El hombre rico probablemente también hacía sus negocios, que al final fueron en contra de los pobres. Lo sabía muy bien, estaba informado de esta realidad. Y la segunda cosa que me conmueve tanto es la palabra “gran abismo»” que Abraham le dice al rico. “Hay un gran abismo entre nosotros, no podemos comunicarnos, no podemos pasar de un lado a otro”. Es el mismo abismo que en la vida hubo entre el rico y Lázaro: el abismo no comenzó allí, el abismo comenzó aquí.

Pensé en lo que era el drama de este hombre: el drama de estar muy, muy informado, pero con el corazón cerrado. La información de este hombre rico no llegaba al corazón,  no sabía conmoverse no se podía conmover frente al drama de los demás. Tampoco podía llamar a uno de los chicos que servían en el comedor y decir “pero, tráele esto, aquello otro…”…El drama de la información que no llega al corazón. Esto nos pasa a nosotros también. Todos sabemos, porque lo hemos oído en las noticias o lo hemos visto en los periódicos, cuántos niños sufren hambre en el mundo hoy en día; cuántos niños no tienen las medicinas necesarias; cuántos niños no pueden ir a la escuela. Continentes, con este drama: lo sabemos. Eh, pobrecitos… y seguimos. Esta información no llega al corazón, y muchos de nosotros, muchos grupos de hombres y mujeres viven en este desapego entre lo que piensan, lo que saben y lo que sienten: el corazón está desconectado de la mente. Son indiferentes. Así como el hombre rico era indiferente al dolor de Lázaro. Existe el abismo de la indiferencia.
En Lampedusa, cuando fui por primera vez, me llegó esta palabra: la globalización de la indiferencia. Tal vez estamos preocupados hoy, aquí, en Roma, porque “parece que las tiendas están cerradas, tengo que ir a comprar eso, y parece que no puedo ir a pasear todos los días, y parece que…”: preocupados por mis cosas. Y olvidamos a los niños hambrientos, olvidamos a esa pobre gente en las fronteras de los países, en busca de libertad, a esos migrantes forzados que huyen del hambre y de la guerra y solo encuentran un muro, un muro de hierro, un muro de alambre, pero un muro que no los deja pasar. Sabemos que esto existe, pero el corazón no va… Vivimos en la indiferencia: la indiferencia es este drama de estar bien informado pero no sentir la realidad de los demás. Este es el abismo: el abismo de la indiferencia.

Después hay otra cosa que llama la atención. Aquí conocemos el nombre del pobre: lo conocemos. Lázaro. Hasta el rico lo sabía, porque cuando estaba en el infierno le pidió a Abraham que enviara a Lázaro: allí lo reconoció. “Pero, envíame esto”. Pero no sabemos el nombre del rico.
El Evangelio no nos dice cómo se llamaba este señor. No tenía nombre. Había perdido su nombre: solo tenía los adjetivos de su vida. Rico, poderoso… muchos adjetivos. Esto es lo que hace el egoísmo en nosotros: nos hace perder nuestra verdadera identidad, nuestro nombre, y solo nos lleva a valorar los adjetivos. La mundanidad nos ayuda en esto. Hemos caído en la cultura de los adjetivos donde tu valor es lo que tienes, lo que puedes… Pero no “¿cómo te llamas?”: has perdido tu nombre. La indiferencia lleva a esto. Perder el nombre. Solo nosotros somos los ricos, somos esto, somos lo otro. Nosotros somos los adjetivos.
Pidamos hoy al Señor la gracia de no caer en la indiferencia, la gracia de que toda la información de los dolores humanos que tenemos, baje a nuestros corazones y nos mueva a hacer algo por los demás.