El Papa ayer en Santa Marta
Recemos hoy por los hermanos y hermanas que están en la cárcel: ellos sufren mucho por la incertidumbre de lo que pasará dentro de la cárcel, y también pensando en sus familias, cómo están, si alguno está enfermo, si falta algo. Estemos cerca de los encarcelados, hoy, que sufren tanto en este momento de incertidumbre y de dolor.
Homilía
El Evangelio (Mt 1,16.18-21.24) nos dice que José era “justo”, es decir un hombre de fe, que vivía la fe. Un hombre que puede ser incluido en la lista de toda esa gente de fe que hemos recordado hoy en el oficio de lecturas (cfr. Hb 11); esa gente que vivió la fe como fundamento de lo que se espera, como garantía de lo que no se ve, y la prueba de lo que no se ve.
José es hombre de fe: por eso era “justo”. No solo porque creía sino además porque vivía esa fe. Hombre “justo”. Fue elegido para educar a un hombre que era hombre verdadero pero también era Dios: hacía falta un hombre-Dios para educar a un hombre así, pero no lo había. El Señor eligió a un “justo”, a un hombre de fe. Un hombre capaz de ser hombre y también capaz de hablar con Dios, de entrar en el misterio de Dios. Y esa fue la vida de José. Vivir su profesión, su vida de hombre y entrar en el misterio. Un hombre capaz de hablar con el misterio, de dialogar con el misterio de Dios. No era un soñador. Entraba en el misterio. Con la misma naturalidad con la que sacaba adelante su oficio, con esa precisión de su profesión: era capaz de ajustar un ángulo milimétricamente en la madera, sabía cómo hacerlo; era capaz de rebajar, de reducir un milímetro en la madera, de una superficie de madera. Justo, era preciso. Pero también era capaz de entrar en el misterio que no podía controlar.
Esa es la santidad de José: sacar adelante su vida, su oficio con precisión, con profesionalidad; y al momento, entrar en el misterio. Cuando el Evangelio nos habla de los sueños de José, nos hace entender esto: entra en el misterio.
Yo pienso en la Iglesia, hoy, en esta solemnidad de San José. Nuestros fieles, nuestros obispos, nuestros sacerdotes, nuestros consagrados y consagradas, los papas: ¿son capaces de entrar en el misterio? ¿O necesitan regularse según las prescripciones que les defienden de lo que no pueden controlar? Cuando la Iglesia pierde la posibilidad de entrar en el misterio, pierde la capacidad de adorar. La oración de adoración solo puede darse cuando se entra en el misterio de Dios.
Pidamos al Señor la gracia de que la Iglesia pueda vivir en lo concreto de la vida ordinaria y también en lo “concreto” –entre comillas– del misterio. Si no puede hacerlo, será una Iglesia a medias, será una asociación piadosa, sacada adelante por prescripciones pero sin el sentido de la adoración. Entrar en el misterio no es soñar; entrar en el misterio es precisamente eso: adorar. Entrar en el misterio es hacer hoy lo que haremos en el futuro, cuando lleguemos a la presencia de Dios: adorar. Que el Señor dé a la Iglesia esta gracia.
Monición antes de la comunión
Invito a todos los que están lejos y siguen la Misa por televisión, a hacer la comunión espiritual. A tus pies, Jesús mío, me postro y te ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito que se humilla en su nada y en tu santa presencia. Te adoro en el Sacramento de tu amor, deseo recibirte en la pobre morada que te ofrece mi corazón. En espera de la felicidad de la comunión sacramental, quiero poseerte en espíritu. Ven a mí, Jesús mío, que yo vaya a ti. Que tu amor inflame todo mi ser, para la vida y para la muerte. Creo en ti, espero en ti, te amo. Así sea.